Especiales Semana

Después del huracán

Uno de los pueblos más golpeados por la violencia en años anteriores en Antioquia hoy puede dormir tranquilo. ¿Cómo explicar este cambio de vida?

Camilo Jaramillo
20 de octubre de 2007

A las 5 de la mañana una niebla espesa cobija el parque de San José de la Montaña. Entonces todo se ve blanco: la iglesia, las casas, las montañas, en una brumosidad tal que hace pensar en la ceguera que vivieron ciertos personajes de Saramago.
A esta hora, mientras los dientes castañean por el frío, decenas de hombres atraviesan el parque del pueblo rumbo a su trabajo. Ataviados con buzos y botas pantaneras, guantes y gorros de lana; quizás con un cigarrillo entre sus labios, produciendo uno de los pocos brillos en medio de la mañana.
Se dirigen a ordeñar, a sacar de las cientos de vacas adormiladas en el llano litros y litros de leche que mantienen en pie la economía de este pueblo.
Poco después, con el canto de las primeras campanas, todo irá ganando color. Sobre todo las montañas, que abandonarán su palidez para dejar ver innumerables gamas de verde: del manzana al feijoa, del oliva al camaleón.
Aparecerán las rezanderas rumbo a la iglesia. Misa de 6 y el sermón del día cortesía del padre Horacio.
Abrirán sus puertas, a eso de las 8, las tiendas y la Alcaldía. Los más chicos irán al colegio y algunos viejos desocupados se sentarán en el parque, entre astromelias y margaritas, a ver correr el tiempo y hablar de naderías. En adelante, y hasta el caer de la tarde, no pasará nada en San José de la Montaña.
–¿Qué día es hoy? –pregunta alguien en la tienda de doña Nena.
–Septiembre 24, Día de Las Mercedes, patrona de los presos –responde un enrruanado de barba espesa.
–O sea que hoy nadie va a celebrar nada es este pueblo.
Tiene razón: en San José de la Montaña no hay presos. Ni siquiera vagabundos o mendigos. Los 14 policías pasan sus tardes haciendo más eso que llaman “trabajo comunitario” que persiguiendo ladrones. “El último que agarramos fue el año pasado, y era un pelao en un robo pendejo” dice Valderrama, sin nombre, como suelen hacerse llamar los policías.
No es de extrañar ver abiertos los portones de las casas. Sin bandas delincuenciales ni grupos armados ilegales rondando la zona, San José de la Montaña, ese pueblito ubicado al norte de Antioquia, de no más de 3.000 habitantes y una decena de manzanas bien alineadas que configuran su zona urbana, todo es pasividad.
“Aquí la gente ni se muere”, dice el gerente del hospital, Alejandro Camargo. “De pronto se morirán de viejos, o de tedio, a lo sumo”. La ocupación promedio de este hospital es del 14 por ciento. Esta tarde, todas sus camas permanecerán vacías.
Vacía también estarán la Casa de la Cultura y la biblioteca, con sus libros dormidos esperando lectores. Vacíos los cafés. Vacío el cementerio.
Sólo al final de la tarde, con la llegada de los trabajadores y el inicio de los partidos de fútbol, volverá el movimiento. El billar comenzará a llenarse y uno que otro estudioso entrará a la biblioteca. Poco después de las 9, todo habrá vuelto a la calma.
“Pero antes no era así, antes había miedo”, dice doña Nena mientras cierra su negocio. “Entre el 96 y el 2004 este pueblo estuvo muy ‘reblujadito’”.
Se refiere, desde luego, a la presencia del bloque paramilitar de Occidente. Se refiere a las historias de muerte, de campesinos decapitados o cortados en pedazos. Se refiere al terror que producían apodos como Memín, Corazón o El Gallo; a los secuestros, a la zozobra que siempre traerá la presencia de asesinos. Sí, se refiere a los años de violencia que hicieron que la tasa de homicidios fuera de 192,7 por cada 1.000 habitantes sólo en 2004. “Caminaban por las calles, uno sabían quiénes eran porque no tenían manos de ordeñador y preguntaban, saludaban, asustaban...”.
“En este pueblo, yo llegué a hacer más de 170 necropsias de personas asesinadas por las AUC. A muchas de ellas las mataron por sospechas, por chismes”, comentaría el director del hospital.
Esto provocó el desplazamiento de varias familias, sobre todo las adineradas que no querían caer secuestradas. Y así, San José de la Montaña se fue apocando, al pasar de tener 3.800 personas en 2002 a menos de 3.000 en 2006.
La violencia, que siempre deja estragos tan nefastos en los pueblos, dejó los suyos en San José de la Montaña.
El remate de esta época sería el asesinato del negociante Hildebrando Velásquez, “por ponerse a decir que el alcalde de entonces y las AUC estaban trabajando juntas”, dicen en el pueblo.
Y desde entonces, con el proceso de desmovilización y mayor presencia estatal, “como si Dios se hubiese acordado de nosotros” vendría para San José de la Montaña otro momento, tener cero homicidios desde hace 36 meses, para convertirlo en uno de los pueblos con mejores indicadores de prevalencia de la vida en Antioquia. Todo lo contrario a lo que fue al finalizar los 90.
Es más: el número de suicidios es de uno en los últimos ocho años, y la de muertes por accidentes, de cero desde 2002.
“Este pueblo es un pesebre, un remanso de paz”, dirán muchos como repitiendo una frase aprendida de un eslogan publicitario.
Otros, los más jóvenes, se quejarán de aburrimiento, de frío, de no encontrar más opciones que estirarle la teta a una vaca para que suelte leche.
Y es que trabajo no falta, pero casi toda la economía está concentrada en los 1.200 litros de leche que produce este pueblo al día, con lo que, de acuerdo con su extensión, en el distrito más productivo de este alimento en el departamento.
“Frío, leche y paz: así defino este pueblo”, dice Rojas, otro policía, quien en los 10 meses que lleva en este lugar jamás ha tenido en apretar el gatillo.
Frío, leche y paz: potencialidades que muchos ven apropiadas para fortalecer el turismo. Y no se equivocan. Tampoco los que asemejan a San José de la Montaña con un pesebre. Si de respirar aire puro se trata, si de conocer especies vegetales de páramo es el antojo, si el deseo llama a la calma, a vivir el lado inverso de las ciudades, San José de la Montaña es el lugar. Entonces el visitante podrá observar la majestuosidad de los bosques de niebla, los ríos diáfanos, los miradores naturales, la amplísima flora...
No suena extraño, en esta medida, el himno del pueblo cuando dice: “Quien busca el reposo, la paz y la calma/ la dicha del alma con ansia febril/ que llegue a tus lares que tú sin engaños/ a propios y extraños les brindas febril”. Pues así lo han visto los pocos turistas que llegan a este pueblo. Como uno, un comerciante del El Poblado, de Medellín, quien buscando un lugar de descanso poco popular llegó hasta San José de la Montaña. La quietud del pueblo, de inmediato, lo sumergió en la calma. Buscó un guía que lo llevara a conocer los ríos y el páramo. Caminaron tres horas en pendiente, observando los frailejones, las orquídeas y las begonias, “sintiendo el aire pegar duro en los pulmones”. Hasta que llegaron a la cima, casi a 3.500 metros sobre el nivel del mar.
“Desde allí sentí lo que era la vida”, y en un impulso se quitó la camisa y los pantalones, y levantando los brazos al cielo gritó: “¡Dios mío, esto es lo que estaba buscando!”.