Especiales Semana

DOS CARAS DE LA MONEDA

Estados Unidos y Colombia: cada país habla de la "feria de la cocaína" como le va en ella.

25 de julio de 1988

En los últimos años, el narcotráfico se ha convertido en el tema caliente de las relaciones Colombia-Estados Unidos. Pero mientras en los Estados Unidos se le ha dado fundamentalmente un enfoque de seguridad nacional y de ahí uno de los argumentos para comprometer al Ejército en la lucha contra la droga, en Colombia se lo ha visto como una doble amenaza: interna y externa.
El doble enfoque, obviamente, deriva de dos diagnósticos diferentes del problema y explica la diferente aproximación a la cuestión de la seguridad.
A pesar que desde la década de los 60 el consumo de droga -especialmente marihuana- se difundió mucho en los Estados Unidos, sólo hasta la década de los 70 el problema de la drogadicción cobró mayor importancia. Sin embargo, la interpretación del fenómeno, lejos de mirar la viga en el ojo propio, ha visto la paja en el ajeno y por esa razón se ha hecho énfasis en los factores externos del problema: el meollo del asunto está en el tráfico y transporte de narcóticos .
A pesar del fuerte componente económico que subyace a esta interpretación, durante la administración Reagan en particular se ha pretendido ignorarlo o, por lo menos, disminuir su importancia, para destacar el aspecto moral. Es lo que explica que la estrategia antidrogas haya hecho énfasis en la forma de "guerra" o "cruzada" que ha asumido la lucha.
El peligro, según el diagnóstico, que ha prevalecido hasta hace poco en los Estados Unidos, deriva fundamentalmente de la enorme oferta. De ahí que el quid haya radicado principalmente en combatir el problema en su origen -los países productores- por medios eminentemente represivos. De ahí también que se haya pretendido transferir los mayores costos de la lucha a los países donde se cultiva, produce, procesa e inicia la cadena del narcotráfico.
Por el contrario, si el problema de la droga se mira desde otro punto de vista, desde el polo demanda y consumo, las medidas coercitivas y de mano dura tendrían que aplicarse hacia dentro de los Estados Unidos, lo cual no descartaría, en un país tan celoso de las libertades individuales, ciertas reacciones sociales. Además, trasladar el énfasis de la lucha al frente interno implicaría severos controles al circuito financiero doméstico que deja enormes cantidades de dólares.
Dentro del enfoque que podria calificarse como "hacia afuera" se explica muy bien por qué la administración Reagan ha relievado los mecanismos de cooperación internacional, orientados a buscar colaboración en el campo de la erradicación del tráfico ilícito de drogas en los países de producción, procesamiento y transporte, es decir, atacar la oferta, bajo el entendido de que su efecto producirá una reducción del consumo y, por consiguiente, de la demanda. En este orden de ideas, la guerra contra el narcotráfico y no propiamente contra el fenómeno global de las drogas -que no puede excluir el creciente consumo- se ha interpretado como de interés "vital" para los Estados Unidos, y se ha enfocado no como un problema de salud pública, sino como una cuestión de seguridad nacional. Asi, se entiende por qué las Fuerzas Armadas han ido ganando un papel cada vez más preponderante en la lucha antinarcóticos y el presupuesto del Departamento de Defensa para tareas vinculadas al control y combate del tráfico de drogas ha aumentado en los últimos años, lo que no ha sucedido en la misma escala con los recursos para las campañas en contra del consumo.
Como si fuera poco ese enfoque acomodaticio del problema, algunos analistas sostienen que hay otro factor para tener en cuenta: los mapas de seguridad estratégica y de guerra antidroga se superponen en algunos puntos. Pero, según el ángulo desde donde se miren, en algunos casos se hace abstracción de la intersección mientras en otros se la destaca. En el primer caso, países como Nicaragua Cuba, Siria y Afganistán son percibidos como una doble amenaza: narcotráfico y comunismo. En el segundo caso, países como Turquía, Pakistán Filipinas y Panamá (hasta antes de la crisis con Noriega son relativamente tolerados en la cadena del narcotráfico, porque constituyen puntos estratégicos anticomunistas para la seguridad norteamericana. De ahí que haya quienes ponen en entredicho la objetividad y la verdadera dimensión del interés con que Estados Unidos hace el diagnóstico del problema de la droga.
Dadas estas razones, son comprensibles ciertas vinculaciones entre el tema de la lucha antidroga y otros aspectos de las relaciones de los Estados Unidos con los países que, en una u otra forma, están vinculados a la red mundial del narcotráfico. Para no citar sino algunos ejemplos, habría que recordar que las leyes norteamericanas condicionan el voto de sus representantes ante el Banco Interamericano de Desarrollo y ante el Banco Mundial, a la certificación presidencial de si los países han cumplido o no con sus acciones antinarcóticos. Así pues, en muchas ocasiones, asistencia y créditos externos están en cierta forma ligados a que el Presidente de los Estados Unidos decida si los países en cuestión son "buenos" y pasan la lección de la lucha antidroga. Dentro de esta política global se enmarcan la recientes sanciones económicas que los Estados Unidos impusieron a Colombia como represalia por la liberación de una de las cabezas del Cartel de Medellín, Jorge Luis Ochoa, después de haber sido detenido en Cali en noviembre del año pasado.
A pesar de que Colombia ha desarrollado políticas acordes con el enfoque norteamericano, los mayores costos que ha pagado en esta lucha desigual contra las drogas la están llevando, y en esto el presidente Barco ha hecho algunos guiños, a un cambio de política que podría significar en el futuro un distanciamiento mayor entre los dos países en lo que respecta a la forma de enfocar el problema de las drogas. En su reciente discurso ante las Cortes españolas (miércoles 1° de junio), el presidente Barco sostuvo:" Tampoco tiene sentido recurrir exclusivamente a instrumentos represivos tradicionales para manejar esta situación, porque no estamos ante un crimen que utiliza mecanismos y organizaciones tradicionales. Debemos idear fórmulas alternativas que sean más eficaces que las convencionales. Por esta razón, el intenso debate que se está llevando a cabo en los Estados Unidos sobre la urgencia de replantear la política contra el narcotráfico, es un avance que todos debemos apreciar y estimular. Y estas fórmulas alternativas sólo serán realmente efectivas cuando todos los países involucrados en esta red de producción, procesamiento, transporte y consumo de drogas se sienten juntos a la misma mesa a discutir pragmáticamente qué es posible hacer y cómo hacerlo".

LOS PLATOS ROTOS
Si se analizan las relaciones bilaterales Colombia-Estados Unidos en cuanto al fenómeno del narcotráfico podría afirmarse, sin temor a equivocaciones, que Colombia ha pagado los platos rotos. No sólo sería lo suficientemente contundente dar la cifra de los muertos en la lucha, sino que habría que destacar la incidencia negativa de la violencia y la corrupción que rodea el negocio, en la vida institucional del país y en los procesos de pacificación que se han venido adelantando. Tampoco puede desestimarse la forma como por fuera se explota la mala imagen de Colombia. Informes tendenciosos como el que publicó recientemente Newsweek y el de The Observer no son sino pequeños botones de muestra.
La aproximación que Colombia ha hecho al fenómeno del narcotráfico es diferente de la que han hecho los Estados Unidos. El problema se presentó inicialmente como de demanda de consumo. Sin embargo, ante la creciente amenaza del narcotráfico para las instituciones con sus ingredientes de violencia, chantaje y corrupción sobre sectores cada vez mayores de la sociedad y sobre el Estado mismo, se empezaron a considerar las graves implicaciones domésticas del fenómeno, pero sin abandonar el aspecto externo.
Con la bonanza marimbera hubo un cierto pragmatismo para hacerle frente al fenómeno reflejado en la creación de la "ventanilla siniestra" del Banco de la República, que permitía la entrada al país de dineros provenientes del negocio ilícito de la marihuana; en la relativa aceptación de una "clase emergente" asociada a negocio; en los debates abiertos sobre la legalización o no de la yerba, y en la política gubernamental de la administración López (1974-1978) de no transferir unilateralmente a Colombia los costos de enfrentar el incremento del consumo. Según analistas del problema, el reto político institucional del negocio de la marihuana, los efectos negativos sobre la seguridad interna y externa, y las consecuencias económicas del negocio, a mediados de los años 70 no tenían la magnitud que tiene hoy el negocio de la cocaína. De ahí el tratamiento más pragmático que se le diera al asunto. No era únicamente represivo, ni era unilateral. Por otra parte, se asistía a la gestación de lo que desde entonces se llamó la "economía subterránea" que aún no mostraba sus secuelas negativas como lo hizo posteriormente.
El boom de la cocaína, por el contrario, ha sido comprendido en
otra dimensión, de mayores implicaciones, que afectan el mantenimiento del estado de derecho y en el cual intervienen razones político-estratégicas.
Colombia ha creído que como el fenómeno tiene fundamentalmente sus raíces en la demanda, las medidas deben recaer sobre el consumo y el sistema bancario (los bancos norteamericanos, especialmente los de la Florida, y entidades financieras de Bahamas, Suiza, Panamá y Hong Kong). Se ha podido comprobar, y así lo demuestra el reciente debate sobre la legalización, que las políticas estrictamente represivas no han dado resultado. Así lo ha reconocido, entre otros, el comandante de la Policía de San José (California), Joseph Mc Namara: "La lucha contra las drogas en los últimos 70 años ha sido un largo y prolongado fracaso".
Por otra parte, y dadas las ramificaciones internacionales del negocio, Colombia ha insistido en cuanto foro internacional participa que es necesario internacionalizar el problema, con el objeto de que como el narcotráfico es una internacional del crimen, la soluciones sólo son posibles involucrando a todos los que tienen carta en el asunto: productores, consumidores, procesadores. Este fue el sentido de la intervención del embajador ante la OEA, Carlos Lemos Simmons, cuando protestó ante esa organización internacional por las represalias contra Colombia por parte de los Estados Unidos: "El tráfico de drogas se origina en el gigantesco mercado, (...) la formidable demanda
que se genera fuera de nuestro territorio".
En el informe de Newsweek titulado "Colombia: donde la cocaína es el rey", se sugiere, en uno de sus apartes, que para "pisarles los talones"; a los capos de la droga, el gobierno colombiano podría, entre otras cosas, buscar soluciones extremas como la que llevó a Bolivia en 1986,a permitir que tropas norteamericanas "invadieran" su territorio en la llamada operación Blast Furnace. Sin embargo, Colombia no parece haber contemplado esta posibilidad, aunque eventualmente algunos ex militares, como el general Alvaro Valencia Tovar, se hayan mostrado favorables. No sólo hay una implicación de violación de soberanía en operaciones de este tipo, sino que hay una particular situación interna que haría más difíciles las cosas. "En el marco de referencia colombiano -dice Juan Gabriel Tokatlián, director del Departamento de Asuntos Internacionales de la Universidad de los Andes- con los contradictorios lazos (y no alianzas) entre el narcotráfico y grupos de la guerrilla por un lado, y entre narcotráfico y sectores de las fuerzas de seguridad, por el otro, una aproximación militarista potenciaría los enfrentamientos domésticos y podría colocar al país entre aquellos donde la lógica irreversible de los conflictos de baja intensidad toma cuerpo".
De ahí que el énfasis de los argumentos de Colombia esté puesto en el fortalecimiento del derecho internacional para la lucha conjunta, lo cual no pone en entredicho la soberanía nacional, ni transfiere los mayores costos a los países en desarrollo.