Especiales Semana

Dos de sus mejores hijos

Los asesinatos de Martin Luther King y Robert F. Kennedy sepultaron las ilusiones de millones de personas. Por Alfonso Cuéllar*

3 de mayo de 2008

"Como cualquier persona, me gustaría tener una larga vida. Pero eso no me preocupa ahora. Sólo quiero hacer la voluntad de Dios. Y Él me permitió subir a la montaña. Y he mirado al otro lado. Y he visto la tierra prometida. Quizá no llegue con ustedes. Pero quiero que sepan esta noche, que nosotros, como un pueblo, ¡llegaremos a la tierra prometida!". Menos de 24 horas después de pronunciar estas palabras, el 4 de abril de 1968, Martin Luther King caería asesinado en una fría noche en Memphis, por James Earl Ray, un hombre blanco racista y desencantado. A 617 kilómetros al norte, en Indianápolis, Robert F. Kennedy, precandidato demócrata se preparaba para dirigirse a una multitud compuesta mayoritariamente por ciudadanos afroamericanos. Al ser informado de la muerte del portaestandarte de los derechos civiles, desechó los consejos de sus asesores quienes recomendaban cancelar la manifestación y se dirigió a los asistentes: "Señoras y señores, sólo voy a hablarles por poco minutos. Les tengo una noticia muy triste. Martin Luther King fue asesinado esta noche".

En uno de los discursos más cortos de su campaña, Kennedy invitó a la muchedumbre a no dejarse tentar por la venganza y el odio y en cambio, acoger el mensaje de amor y solidaridad de King. Lo escucharon esa noche. Indianápolis fue la única ciudad grande en donde no hubo disturbios raciales. Pero los deseos de Kennedy de ayudar a Estados Unidos a romper esas barreras y divisiones resultaron efímeros. Dos meses después, en la cocina del Hotel Ambassador de Los Ángeles, lo esperaba Sirhan Sirhan, un palestino disgustado con el apoyo de Kennedy a Israel. Los disparos de Sirhan como los de James Earl Ray acabaron con las vidas de dos líderes que habían logrado simbolizar la esperanza, la ilusión de un mundo donde a punto de idealismo se podría cambiar la tozuda realidad.

En ese año 1968, había confluido el sueño de King -"que mis cuatro pequeños hijos algún día vivirán en una nación donde no serán juzgados por el color de la piel, sino por el contenido de su carácter"- en la visión de Kennedy, "algunos hombres ven las cosas como son y se preguntan: ¿por qué? Yo sueño cosas que nunca existieron y me pregunto: ¿por qué no?"

La muerte les llegó a King y Kennedy en momentos diametralmente opuestos de sus vidas públicas. El defensor de los derechos civiles ya no era el de antes; su influencia entre la comunidad afroamericana iba en declive. Cada día menos creían en su discurso pacifista; en cambio, muchos jóvenes negros abogaban por soluciones radicales. Es diciente que su asesinato generó las reacciones violentas que tanto quiso evitar King en vida.

Robert F. 'Bobby' Kennedy, mientras tanto, había podido por fin irrumpir de la sombra de su hermano presidente, John, y de su controvertido pasado como impulsor del macartismo en los años 50 y como el ideólogo de los esfuerzos non sanctos de la administración Kennedy por tumbar a Fidel Castro. En su últimos meses en este mundo, se transformó en el adalid de los desprotegidos -los negros, los hispanos, los pobres blancos- en su frenética campaña por la Presidencia.

Ese año, Estados Unidos se quedó sin dos de sus mejores hijos. King, un pastor negro bautista del sur más sur de Estados Unidos, quien es recordado como uno de los hombres excepcionales de la historia de la humanidad. Y Bobby, un integrante de una de las familias más privilegiadas y poderosas, quien terminó como el vocero de un extraordinario movimiento de masas, casi revolucionario en sus aspiraciones de crear una nueva, más igualitaria sociedad.

Dos hombres que increíblemente murieron en la primavera de su existencia. Martin Luther King apenas tenía 39 años; Robert Kennedy, 42. Si James Earl Ray no hubiera hecho realidad la pesadilla de un hombre matando a otro por un odio racial irracional y si Sirhan Sirhan no hubiera inaugurado el terrorismo como método de lucha de los palestinos, tal vez King y Bobby no serían tan recordados -el martirio crece a las víctimas-, pero Estados Unidos y el mundo habrían disfrutado de sus enseñanzas y ejemplo muchos años más. Y no tendríamos que contentarnos con leer y releer sus discursos y preguntarnos una y otra vez sobre lo que pudo ser.