Especiales Semana

El capital espiritual

En Colombia existe una amplia gama de peregrinaciones, veneraciones y carnavales que son el principal patrimonio de veredas, ciudades y hasta departamentos enteros.

Fabián Sanabria*
25 de junio de 2005

Una de las expresiones más relevantes del patrimonio inmaterial es la religión, ese campo que sacraliza ordenando y clasifica santificando, y que genera al mismo tiempo jerarquías y comportamientos, normas y reglas que en alguna medida les señalan lo permitido y lo prohibido a las sociedades.

En ese sentido, las expresiones religiosas en su diversidad constituyen un capital que, fundando la cultura, en buena medida se debería preservar. Empero, resulta insuficiente hacer un repertorio de una "geografía de lo sagrado" para un pueblo o nación, pues buena parte del 'mapa trascendental' constituye un juego de luchas, no del todo alejado de lo mundano. Tal es el caso típico de nuestro país, donde, desde la conquista española, la catolicidad llenó todos los intersticios de la vida. Aunque no se debe hablar de unanimidad, pues a lo largo de la historia siempre ha habido herejías, sincretismos y resistencias, es evidente una constante homogeneidad en el campo religioso colombiano, no sólo por las complicidades que entre el trono y el altar marcaron la época colonial sino por la suerte de 'concubinato' que entre la Iglesia y el Estado indudablemente mantuvo, con excepción de algunos gobiernos liberales.

Así, aunque en Colombia no se pueda hablar sino desde hace muy poco de un pluralismo religioso capaz de posibilitar el encuentro de todos los cultos y creencias para instaurar en el espacio público un valor sociocultural con incidencia jurídica independiente de cualquier confesión, es indiscutible el aporte del catolicismo a la conformación de la identidad nacional, al punto de continuar celebrando en los niveles regional y local numerosas devociones vinculadas a fiestas patronales y romerías populares plenamente reconocidas por los colombianos. De modo que en este país, con un índice de población católica cercano al 80 por ciento, siguen vivas tradiciones y costumbres católicas tales como la Navidad, los Reyes Magos, Semana Santa, la Ascensión, la Asunción, San Pedro y San Pablo, y el Corpus Christi, que se ritualiza con especial solemnidad en Atanquez, Cesar, y en Anolaima, Cundinamarca.

Igualmente, el capital religioso colombiano es rico en devociones marianas, sitios de peregrinación, y festividades de santos. En Cartagena se venera la Virgen de la Candelaria en el Convento de la Popa. En Tolima se realiza la romería a la Virgen del Carmen de Apicalá, patrona de los conductores. En Nariño, a Nuestra Señora de las Mercedes y a la Virgen de Las Lajas. En Cundinamarca es célebre Nuestra Señora de Chiquinquirá, declarada Patrona de la Nación por los obispos colombianos que cada año la visitan. En Antioquia también se le rinde culto a María Auxiliadora, recientemente publicitada a través de la película La Virgen de los sicarios.

En cuanto a lugares donde regularmente confluyen numerosos peregrinos, está el templo del Señor Caído de Monserrate, por su atracción turística que corona uno de los más representativos cerros de la capital. La iglesia del Divino Niño del barrio 20 de julio de Bogotá y el santuario del Cristo Milagroso de Buga han batido todos los récords desde los años 50. Y, por último, las solemnidades de algunos santos como San Pacho (cuya fiesta ce celebra en Chocó a principios de octubre), San Pedro Claver (patrono de los negros, en Cartagena), San Román, en el Espino (Boyacá), San Bartolomé, en Males (Nariño), San Isidro Labrador (patrono de los agricultores), San Juan, San Pedro y San Pablo en Huila y Tolima son conmemoraciones que asocian al calendario religioso valores regionales y adaptan las celebraciones a las circunstancias históricas locales.

Finalmente, no se pueden olvidar dos hitos complementarios de la Semana Mayor en Colombia: Semana Santa en Popayán, y en Mompox. La primera se vuelca hacia adentro, concentrando la atención en las iglesias que conforman el centro histórico de la ciudad; por allí desfilan los pasos de San Juan y La Magdalena, del Huerto de los Olivos y el Prendimiento, de la Negación de Pedro y los Azotes, del Señor Caído y el Ecce Homo entre otros; se trata de un magnífico espectáculo que exaltando el sufrimiento levanta los pliegues coloniales de alguna erótica oculta y felizmente desemboca en el tradicional festival de música sacra que reúne a orquestas e intérpretes nacionales e internacionales.

En Mompox, en cambio, los días santos transcurren hacia afuera, en la calle, en un ambiente popular y antiseñorial, por fuera de las guías clericales y gubernamentales; el escenario es ocupado por el pueblo y la iglesia se convierte en recinto propicio para un teatro litúrgico que resalta expresiones de experiencias cotidianas como huellas de la memoria social; allí la celebración es un compendio de la naturaleza antisolemne y alegre, franca y ruidosa que caracteriza al hombre de la costa.

Ahora bien, más acá de los hitos, en Colombia cada municipio, corregimiento o vereda está encomendado a alguna divinidad protectora que vela por la prosperidad de la localidad y el bienestar de sus habitantes, los cuales periódicamente renuevan sus votos con ella, celebrando su nombre y rindiendo culto a su imagen. A pesar de la hegemonía católica, a lo largo y ancho del país otras voces se escuchan entre otros ámbitos y, aunque esos trazos de identidad para muchos están refundidos, son esos restos del creer los que, en un horizonte de mayor duración, se funden con los emblemas y las prácticas oficiales para revelar los cuadros donde los lugares de la memoria se reconstruyen.

En realidad, la sospecha atraviesa los 'sueños de la materia' y, así las instituciones se defiendan de las cosas del creer, la instauración de sentido que se pretende mantener no es más un cuerpo, sino un corpus. Por eso nos preocupa el patrimonio: porque la normatividad social que se quiere seguir administrando está cada vez más fuera de control; porque se teme perder aquello que nos renueva el sentido de las cosas. En consecuencia, necesitamos más que nunca reconocer la memoria del creer. Para actualizar más acá de los restos de una gloria lejana aquella virtualidad familiar que nos permita una pluralidad de espacios para el santuario y la festividad, para las celebraciones de la Virgen y las máscaras del diablo propias de nuestros carnavales, para las procesiones de los santos y el colorido de los disfraces. Ojalá cuando superemos esta edad, el alma del niño que fuimos y el espíritu de los muertos de donde salimos nos lancen a puñados sus riquezas y flaquezas pidiendo cooperación con los sentimientos que experimentemos y, borrando su antigua efigie, logremos fundarlos en una creación nueva.

*Antropólogo y Doctor en sociología de la Nacional.