Especiales Semana

El cóndor

Para los colombianos, el cóndor es un ave emblemática de sus montañas. Pero para el autor de 'Cóndores no entierran todos los días', este animal no es más que violencia y mala suerte.

Gustavo Álvarez Gardeazábal *
24 de junio de 2006

En Colombia siempre hemos admirado y venerado lo que se acaba. No hay un departamento de este país en donde no exista por lo menos una docena de escuelas llamadas José María Córdoba, en homenaje al general que se le rebeló a Bolívar y armó las más sonora y estruendosa trifulca contra el Libertador. Honramos por décadas, por más de un siglo, la figura de Sucre, el hombre que habría podido reemplazar con creces a Bolívar y evitar la desunión de la Gran Colombia, pero que dejamos matar en Berruecos.

Existen centenares de bustos de Jorge Eliécer Gaitán, el caudillo asesinado a quien ni las oligarquías ni el Partido Liberal habían querido admitir en su seno o como posibilidad tangible de una Colombia diferente.

Los símbolos de nuestra patria no son solamente la bandera y el escudo, que oficial y teóricamente deben serlo, así la primera se 'volee' con fuerza en los estadios o en las cúspides del Pirineo cuando un negro de Buenaventura mete un gol en la gramilla del San Siro o un ciclista boyacense corona las montañas de Andorra. Los símbolos verdaderos de nuestra Colombia son los derrotados: Córdoba, Sucre, Gaitán, Pablo Escobar. Seguro que si 'Tirofijo' cae en combate y no muere de un paro cardíaco en su cama de las selvas amazónicas, ha durado tanto para perder siempre, que lo elevaríamos a esa dignidad sin tapujos.

Los liberales quisieron por lustros que el general Rafael Uribe Uribe lo fuera. Tenía todos los méritos para ocupar el sitial de símbolo en un país que no acepta la derrota, que le huye a tal posibilidad y jamás se declara vencido. Él hizo todas las guerras que le fueron posibles. Todas sin excepción y todas, absolutamente todas, las perdió.

Pero acaso porque cuando murió a hachazos, en las gradas del Capitolio, ya había hecho el periplo eterno de los líderes colombianos de haber sido acogido por los presuntos vencedores como el gran patriota, se sentaba a manteles con los dueños del poder y hasta había fungido como embajador del régimen que pretendió derrotar, el país no le dio ese ícono, así Otto Morales Benítez se haya estado más de las tres cuartas partes de su productiva vida intelectual tratando de hacernos ver que el más capaz e inteligente de nuestros políticos fue Uribe Uribe.

Siempre acogemos como símbolo lo que dejamos acabar, lo que despreciamos en su momento, y sólo cuando mueren o desaparecen les reconocemos su magnitud.

Así ha pasado con el cóndor, que preside con sus alas 'gigantemente' abiertas el escudo nacional. Quien lo incluyó allí debió haber pensado, como casi todos los colombianos mediterráneos, que lo más grande que nosotros alcanzamos a tener era esa ave de rapiña, de vuelos prolongados y muy altos, tan cerca siempre de los páramos, tan lejana de las llanuras selváticas y de las planicies andinas o costeñas.

Nuestra historia literaria no recoge testimonios de cóndores unidos a la tradición popular, como sí lo hizo Arguedas con los cóndores peruanos. Ni las historietas de los quillasingas ni los cachos pastusos han tenido al cóndor en su memoria. Menos lo mencionan los boyacenses en sus recuerdos paisajísticos de Chita o de Cocuy. Pero como era lo más grande que se estaba acabando, tan grande como Córdoba o como Gaitán, en vez de hacer un esfuerzo para que no desapareciera, resultaba mejor treparlo románticamente a presidir el escudo de la patria, que no va en la bandera como el de las naciones hermanas y apenas si aparece en los libros de texto y en alguna que otra página olvidada de la correspondencia oficial.

Para los colombianos sin monarquía, el cóndor era el rey de los pájaros y cuando la violencia partidista arremetió con fuerza en las tierras vallecaucanas, dirigida desde Tuluá por León María Lozano, mis coterráneos enviaron una carta al periódico El Tiempo denunciando la existencia de semejante clima de crueldad y muerte y bautizando al Lozano como 'el cóndor', porque eran sus bandidos conservadores motorizados, los 'paracos' de entonces, tan protegidos por el Estado como los de ahora, a quienes las gentes llamaban 'pájaros', los causantes del horror.

De allí salió a volar en mi novela y a convertirse con el paso del tiempo en un símbolo más huraño, pero más sensible, que el cóndor de las alas extendidas que preside el escudo patrio.

No sé qué dure más: si los lectores de Cóndores no entierran todos los días o los niños de las escuelas tratando de pintar el escudo de Colombia. Probablemente en unos años nadie lea libros y mi novela sea una joya arqueológica. Quizá en el mismo tiempo la reproducción de cóndores en cautiverio haya sido suficiente para repoblar los cielos azules de las montañas andinas y nadie dispare contra ellos. A mi cóndor novelístico le tocaba dar órdenes de muerte para conservar el poder político en manos de los conservadores y de la Iglesia Católica. Al cóndor del escudo lo han dejado sin más oficio que el de representar un país que ya no existe.

Pero me asalta una duda. ¿No será acaso que a Colombia le ha ido tan mal y ha resultado tan pobre, sin reservas minerales suficientes, con gente tan violenta, con unos pobres tan resignados y unos ricos tan injustos por culpa del bendito cóndor?

A un país que escoge al ave negra de su fauna, le abre las alas para simbolizar protección y la incluye como figura prioritaria del escudo, tenía que irle mal, tan mal como nos ha ido en 200 años de patria libre. Sólo nosotros escogimos como símbolo al ave más agorera de toda la historia de la humanidad.

* Escritor vallecaucano.