Especiales Semana

El fin de una vergüenza

Se acabó El Cartucho. Un esfuerzo de cinco años les restituyó la dignidad no sólo a cientos de personas que sacó de una vida inhumana sino también a todos los bogotanos.

Gilma Jiménez*
21 de diciembre de 2003

Este año se demolió la ultima casa de la zona conocida como la calle de El Cartucho y con ella cayeron 40 años de vergüenza. Quedaba en el centro de Bogotá, en el antiguo barrio elegante de Santa Inés. Se llamaba así porque las dos calles que le dieron su origen forman una figura parecida a la de la flor del cartucho.

En El Cartucho confluyeron los peores dramas humanos. Cientos de personas fueron asesinadas en ese lugar (es difícil que las autoridades sepan cuántas fueron) y niños, mujeres y ancianos vivieron atrapados por la desesperanza y el olvido, víctimas del consumo de droga, de violaciones y de dolor. Durante esos años, todos con nuestra indiferencia terminamos por contribuir con esa tragedia. Las entidades del Estado prácticamente abandonaron a su suerte a los habitantes y transeúntes de El Cartucho, aunque estaba apenas a tres cuadras del Palacio de Nariño y de un Batallón del Ejército, a cinco cuadras del Congreso, de la Alcaldía Mayor y del Bienestar Social del Distrito y frente a la sede central de la Policía Metropolitana.

Fueron muchos los factores que permitieron ese deterioro. Uno de los líderes de la zona que ya murió, Ernesto 'El Loco' Calderón contaba que el desalojo del botadero de basuras El Cortijo hizo que se desplazara la actividad del reciclaje a ese sector. Por la misma época, los nacientes carteles de la marihuana y la cocaína, encontraron que las antiguas y grandes casas del Santa Inés se habían transformado en inquilinatos. Eran el lugar ideal para instalar sitios (ollas) de consumo y distribución de drogas, especialmente del bazuco (basura de coca).

Allí convivieron la economía millonaria del tráfico de drogas, con la informal de la reventa de basura, con la economía de indigencia de miles de personas. En El Cartucho se vivía al día. El arriendo de una pieza se pagaba diario, la comida más común, arroz con pasta, 'el miti y miti', valía 500 pesos, se conseguía un pedazo de jabón o un tubo de dentífrico usado por 200 pesos, y un cigarrillo (bicha) de bazuco por 500 pesos. En la última década floreció también el tráfico ilegal de armas y de documentos falsos.

Esas dinámicas terminaron por atrapar a los 10.000 habitantes que, según el censo hecho por Renovación Urbana, en 1999 'vivían' en 602 inmuebles del barrio. Además cerca de 3.000 personas, por diferentes razones, pasaban diariamente por allí. Convivían en El Cartucho los niños y maestros de un colegio oficial, los comerciantes de artes gráficas, los vendedores de una plaza de mercado, ancianos abandonados, mujeres solas con sus hijos y familias de recicladores que llegaban a vender su basura recolectada. Mucha se la pagaban con droga y dormían y consumían allí mismo. También habitaban en la zona los indigentes o 'ñeritos' y los sobanderos alrededor del edificio de Medicina Legal. Algunas entidades públicas montaron servicios sociales o programas, seguramente bien intencionados, pero con la grave consecuencia de que enviaban un mensaje de tolerancia y 'comprensión' frente a la deshumanización y la impunidad del crimen. Variadas organizaciones no gubernamentales, religiosas, universidades, medios de comunicación, investigadores, con las más diversas motivaciones, terminaron por 'utilizar' a los habitantes en objeto de sus actividades. Sin cuestionar la buena voluntad de algunos, al final todos 'vivían' de El Cartucho. Nadie parecía escandalizarse con su mera existencia.

En 1998, el entonces alcalde de Bogotá, Enrique Peñalosa, tomó la decisión política de intervenir radicalmente el sector. Su razón principal era precisamente que era urgente salvar a las miles de personas atrapadas en ese lugar, especialmente a los niños, las mujeres y los ancianos. Había que brindarles las opciones de vida que se les había negado siempre. También era crucial impedir que el crimen y el tráfico de droga continuaran con toda facilidad -e impunidad- sus actividades. Además había que recuperar para toda la ciudad el centro, donde diariamente viven, trabajan y transitan más de un millón y medio de ciudadanos.

Fue una decisión que implicó grandes riesgos, porque la opinión pública era incrédula y estaba llena de temor. Además hubo amenazas de los sectores ilegales afectados. Nadie había hecho algo similar en otra ciudad colombiana, y había pocas experiencias similares en el mundo, para saber cómo enfrentar semejante situación.

La intervención de El Cartucho tuvo dos niveles. Por un lado, fue la renovación urbana que culminó este año. Implicó adelantar muy complejos censos de la población, identificar los inmuebles y sus propietarios, presentar ofertas de compra y compensaciones, y proyectar y construir el Parque Tercer Milenio. El otro nivel fue un ambicioso programa de intervención social y humanitaria, sin antecedentes por la diversidad de los fenómenos sociales que debían ser atendidos. En un marco de cero tolerancia con el delito, de respeto a los derechos y de exigencia en el cumplimiento de los deberes, se inició un acercamiento a la población, con total transparencia de lo que se iba a hacer.

Además de programas especiales para la reubicación de los tipógrafos, las vivanderas y recicladores, se diseñó e implementó por primera vez un programa para atender a los habitantes de la calle, quienes entraban y salían de El Cartucho. En los últimos cinco años, bajo las dos anteriores administraciones, se ha rehabilitado a más de 1.500 personas que habían hecho de estas calles su lugar de vida. Se hicieron alojamientos transitorios en diversos sitios, donde personal especializado atendió a 1.000 familias como etapa previa a su reubicación en barrios normales de la ciudad. Hoy cerca de 300 de ellas lograron comprar vivienda. Se montaron Centros Amar donde se atendieron 850 niños que no iban a jardines ni escuelas. Por las condiciones de deterioro de sus padres, hubo que sacar de sus hogares -si es que se les puede llamar así a los antros donde vivían- y proteger a cerca de 600 niños. Se ubicaron 800 ancianos en programas de protección. A más de 3.000 personas se les ha conseguido trabajo. Se atendieron en programas de capacitación y orientación en diversos temas a más de 5.000.

En total, la ciudad ha invertido más de 18.000 millones de pesos en inversión social para atender a la gente que salió de El Cartucho, además de los 20.000 millones que ha invertido en la rehabilitación de indigentes de la capital.

Hoy increíblemente se escuchan voces que califican la recuperación de El Cartucho como una pérdida de recursos y la reducen al deseo estético de construir un bonito parque. Se preguntan, si no era mejor haber dejado la zona como estaba. Claro, era más fácil, más barato y menos riesgoso. Pero era inhumano.

El consumo y la venta ilegal de drogas y la vida en la calle son fenómenos propios de las grandes ciudades del mundo, producto del desarraigo, la ruptura y violencia social y familiar. Por eso los bogotanos debemos estar alerta y defender estos logros sociales, ante el riesgo de que se reproduzcan nuevos 'cartuchos' alrededor del antiguo o en otros sitios de la capital. A las autoridades competentes les corresponde intervenir con todo el rigor de la ley, pero también con responsabilidad social y humanitaria, los sectores donde se detecte este flagelo social, antes de que se vuelva inmanejable.

A partir de este año Bogotá podrá decir que ya no tiene en sus entrañas un gueto, un infierno, en donde una vez un niño murió en la calle, acurrucado, y en dos días nadie se dio cuenta y otro de 4 años fue castrado. En su lugar hay un parque donde los niños podrán volver a serlo; los viejos podrán asolearse tranquilos en las bancas y los únicos cartuchos que quedan son las flores, como testimonio de una vergüenza con la que convivió la ciudad por cuatro décadas.

*Ex directora de Bienestar Social de Bogotá y actual concejal.