Especiales Semana

El fundamentalista del periodismo

El toda una vida premio Simón Bolívar de Periodismo 2001, Antonio Caballero Holguín, no es sólo la pluma más brava del país, sino la magnífica versión en cristiano del periodista fundamentalista, casi el Talibán de la palabra y la opinión.

Germán Santamaría
12 de noviembre de 2001

El toda una vida premio Simón Bolívar de Periodismo 2001, Antonio Caballero Holguín, no es sólo la pluma más brava del país, sino la magnífica versión en cristiano del periodista fundamentalista, casi el Talibán de la palabra y la opinión. ¿Es el Osama Ben Laden intelectual de Colombia? Aunque no mata una mosca, aunque reclama tolerancia en todos sus escritos, aunque tal vez hay que pedir excusas por comparar a alguien, de alguna manera, con el terrorista más buscado del mundo, lo cierto es que este caballero ha venido disparándoles con sus palabras a todos los poderes, los símbolos y los mitos y los pergaminos, es decir todas las Torres Gemelas y el Pentágono del establecimiento colombiano, edificadas con tanta paciencia por su propia clase política y social, que es la dueña de este país desde hace siglos.

Tiene el rostro, la mirada, los ojos apagados pero fieros, de todos los iluminados. Es el último aristócrata del barrio Chicó que realmente sabe escribir bien, que jamás ha contratado con el Estado, que nunca entró a la nómina oficial, o que no tiene visa para entrar a Estados Unidos. Pero conoce, eso sí, perfectamente, los 10 mejores restaurantes de Madrid que no son caros y donde no van turistas, bebe como un cochero de Transilvania pero jamás se le nota, y calvo y flaco, tan indefenso él, es imprevisible y rabioso al escribir y puede ser como un tiburón que acecha y ataca sin piedad a una mujer que lo contempla con la piedad del huérfano.

Para fortuna de la inmensa mayoría de los colombianos, y regocijo de sus muchísimos lectores, Antonio Caballero traicionó a su clase. Y como el más puro toro de lidia español, pocos en Colombia tienen sangre de más alcurnia. Es pariente de prácticamente todas las grandes familias del país. Viene del cruce de los Holguín Holguín, ala cómo estás, de los Canos, respeto y silencio en los tendidos, de los Santos, qué bueno mi chino, de los Santo Domingo, business business, de los López, business y política, y a todos ellos les clava banderillas a pie junto y en todo lo alto. Y aunque parezca increíble, los Santos, los Cano y los López lo contratan y le pagan bien y él se da el lujo de seguirles clavando banderillas.

Aún con los cadáveres tibios, escribió, palabras más palabras menos, que Carlos Lleras Restrepo era uno de los personajes más autoritarios y reaccionarios de la historia colombiana. O que no había que llorar tanto la muerte de Alvaro Gómez porque el que a hierro mata a hierro muere. O que Virgilio Barco tenía, en pleno ejercicio del poder, la cara de un sobreviviente de un accidente aéreo. O que el presidente Pastrana no había ido a Antioquia a visitar y apoyar a las viudas y huérfanos de las masacres sino a mirarles —esto sí lo escribió textualmente— el culo a las modelos de Medellín.

Y acaba de decir, ni más ni menos, que era lógico y esperado el ataque a las Torres Gemelas porque “era natural que al cabo de medio siglo de ensañamiento norteamericano con las ciudades de medio mundo les llegara el turno del terror”. Y anda en bronca con los judíos porque escribió que el primer ministro israelí, Ariel Sharon, es un general genocida; pero no acepta los aplausos de los palestinos y les grita que no dice esto de Sharon porque sea amigo de ellos sino porque así lo piensa... y punto.

¿Quién será entonces este caballero que parece siempre empeñado en llevarle a la gente la contraria, que viaja siempre en contravía, que tantos admiran y otros tantos detestan, que no pasa inadvertido para nadie y que al recibir este miércoles el Premio Simón Bolívar comenzó diciendo lo que nunca nadie ha dicho en discurso alguno en Colombia: “Señoras y señores, amigos y enemigos...”. Quién es, señor, quién es, que nadie lo averigüe, menos yo, que no soy ni quiero ser su amigo —tampoco su enemigo, por Dios, qué miedo—, pero sí su devoto lector, no tanto por lo que piensa sino por la manera tan asombrosa y original como lo escribe.

Modelo unico

Los muchachos universitarios, los hombres solitarios, las mujeres bellas y jóvenes pero que no aspiran a ser modelos, los intelectuales contestatarios, las mujeres crepusculares y bien leídas, las amantes incomprendidas, ciertos ex ministros cultos, los ex guerrilleros del Chicó, la masa anónima de los lectores sin rostro, todos ellos, usted y yo, leen y admiran con devoción y estupefacción a este Antonio, caballero de triste figura, que no busca enderezar entuertos ni desfacer agravios. Tal vez sólo atacar a los gigantes que no sean molinos de viento. Es malgeniado, displicente, de voz atronadora.

Es un modelo único en un país como Colombia, donde de alguna manera todos somos mentirosos e hipócritas y no decimos jamás, del todo, lo que pensamos, ni reconocemos, nunca, lo que hacemos. Los 40.000 presos del país alegan todos que son inocentes. Todos los señalados y condenados por el proceso 8.000 gritan que son inocentes, apenas unos galeristas equivocados de cliente. Hasta la ramerita más callejera de la carrera décima es capaz de reclamar que ella es virgen. Un país de cafres, como dijo Echandía.

Y entonces aparece este Antonio Caballero que un día reconoció en un reportaje que había “metido” —no dijo qué, pero se deduce— y que siempre ha sostenido, de manera coherente, que la única solución para el problema de la droga es legalizarla. Alguien que tampoco cree que los que venden las armas son los buenos y los que hacen la guerra, los malos. El mismo que acaba de escribir, frente a una jornada nacional de oración por la paz convocada por la esposa del Presidente, que no es rezando como vamos a conseguir la paz porque este conflicto que vivimos no está en el seno de Dios sino en nuestras propias manos. El columnista que ha señalado, sin tapujos, a ex presidentes como Turbay Ayala o López Michelsen —de Samper ni se diga— de connivencia con los mafiosos o corruptos. O, en otro plano, este escritor y periodista que es el único colombiano capaz de escribir en España sobre toros, con más hondura y belleza que los propios periodistas españoles.

Es que Antonio Caballero parece estar hecho del material con que están construidos los sueños, como se dijera en El Halcón Maltés. En otras palabras, él es el sueño hecho realidad de todo escritor o periodista: ser siempre independiente, no tener compromisos con nadie, no tener como meta el dinero, no buscar becas ni consulados, seducir a las mujeres bellas sólo con el hermoso juego erótico del humor y la inteligencia... Todo esto, pero además, como lo ha hecho Caballero, viajar por todo el mundo, vivir en Londres, París y Madrid, y una larga temporada con una hermosa mujer en la remota isla griega de Fiskardo... Vivir como rico sin necesidad de explotar a nadie para tener plata, pasar al año ocho meses en España y cuatro en Bogotá, jamás comer hamburguesas sino a la española de 4 a 7 de la noche y con dos botellas de vino, saber tanto de cocina como de chismes sociales y literatura francesa. Comer, estudiar, hablar, escribir. Un buena vida, un aristócrata de finas maneras, nieto de un gran general liberal de la Guerra de los Mil Días, Lucas Caballero, sobrino del mejor columnista de humor del periodismo colombiano, Klim, hijo de un señor novelista, Eduardo Caballero Calderón, todo, carajo, con ese pasado glorioso y como buen aristócrata darse el lujo de no ser ahora rico pero que le paguen bien y darle madera, qué bueno, a los mismos que le pagan y en sus propios medios, qué envidia...

Para llegar hasta aquí es necesario saber escribir como los dioses y acariciar el idioma con la ternura y la suavidad de las mujeres desnudas entre sábanas de seda, pero con los ramalazos de la pasión de la media noche y ser completamente genial para poder ser absoluta y deliciosamente irresponsable, casi loco, de un valor suicida como lo calificó García Márquez— y joder a todo el mundo durante casi 30 años para que ellos mismos, a través de una gran compañía de seguros de vida, le otorguen el Premio Simón Bolívar a toda una vida de periodismo.

Pero es sólo un sueño que le es dado a un solo colombiano. Es de los últimos privilegiados de la vieja oligarquía bogotana —‘Holguinarquía’, para ser más rigurosos— verdaderamente inteligentes, que supo aprovechar haber nacido en el Chicó, en cuna de ex presidentes, de haber estudiado en el Gimnasio Moderno y de haber pasado vacaciones con los hijos y nietos de los próceres de la Nación y los futuros líderes intelectuales del país en la hacienda Tipacoque, la estancia familiar, una mansión solariega en el cañón del río Chicamocha, un precipicio de cabras y de espinos que es lo más parecido en Colombia a las montañas de Afganistán. Ser el mismo niño prodigio que a los 15 años publicó una extraordinaria versión ilustrada de la historia de Colombia o el bachiller que a los 17 fue capaz de llegar al Jockey Club y organizar una rifa para irse a estudiar a París, mediante un talonario que ofrecía responsos y oraciones por el ganador en algún templo de Francia. A lo mejor lo cumplió en la petit Chapelle, donde oró la reina María Antonieta antes de caminar hacia la guillotina... Y después quedarse allá y ser capaz de vender caricaturas en los restaurantes, como aquellos pintores fracasados de Mont Martre, y después ser periodista en la France Press y en la BBC y The Economist de Londres, en durísimos turnos de noche. Allá leyendo con la voracidad del joven Marx y comiendo como Balzac de una ensalada exquisita que mezclaba a los clásicos del escepticismo, como Nietzsche y Schopenhauer, la fina izquierda francesa de Camus y Sartre, o la proespañola y derechista prosa de autores como Henri de Montherlant y Wenceslao Fernández Flórez. Allá trabajando duro, sin esperar el giro de Colombia, en ocasiones como uno de esos nobles rusos que terminaron como taxistas en las calles de París.

Después vinieron los años de la transición española del franquismo a la democracia y de la mano de Tomás de Salas, a quien conoció en Londres, trabajó en Cambio16, y por un pase que le vio a Rafael de Paula —quién sabe si fue a Curro Romero— se enamoró de la tauromaquia y empezó la increíble audacia que sólo logró cinco años antes Ernest Hemingway en Muerte en la tarde: escribir de toros siendo extranjero, con mucha poesía e inagotable especulación sobre un rito cruel, inútil y en vía de extinción. Allá en España, o aquí en Colombia, primero cuando fundó con sus amigos Gabriel García Márquez y Enrique Santos Calderón la revista Alternativa, y ahora cuando escribe en esta revista, Antonio Caballero ya tenía bien afilado su estilo tan curioso como asombroso: directo y de frases contundentes como los mejores prosistas norteamericanos, pero en ocasiones retórico, cargado de adjetivos virulentos, como los más temibles panfletarios españoles. Qué divertido: como si fuera la mezcla perfecta entre José María Vargas Vila y Gabriel García Márquez.

Contra todos

Con una novela, Sin Remedio, para unos larga y aburrida y para otros tan grande como si fuera la versión urbana de Cien años de soledad, dejó el testimonio de su decadente aristocracia y la torpe izquierda de su generación. Vergonzante, sólo se atrevió a escribir poemas a través del personaje principal de la novela, Ignacio Escobar, en realidad su alter ego, y hace poco, tal vez porque ya hace rato pasó por el umbral de los 50 años, perdió la vergüenza y leyó algunos de ellos en la Casa de Poesía Silva. Magnífico autor de una sola novela, no como Isaacs o Rivera, sino como su contradictor el ex presidente López Michelsen, abandonó el sacrificio solitario de la escritura literaria y se dejó venir, en el periodismo, como un caballero andante, contra todos. Pero sobre todo contra algo muy específico: el poder. Contra todos los poderes, contra cualquier poder. El de los civiles, el de los militares, el de los cardenales, el que emana de su propia clase social. Y como todo poder es corrupto, no necesitó tanto esfuerzo sino mucha imaginación. Sus contradictores y sus víctimas le reclaman, con razón, que sus ataques no están sustentados en una investigación seria, en cifras, en datos, en casos concretos. Porque Caballero ataca con la misma contundencia de los aviones contra las Torres Gemelas, pero sólo armado con su cultura prodigiosa, su memoria de elefante y el piloto automático que apunta hacia el blanco con precisión inexorable.

Con esos largos silencios y enigmáticos gestos como de Manolete o El Viti, huesudo, con esa aparente fragilidad e indefensión que despierta la solidaridad y la ternura entre las mujeres y los niños, ataca sin piedad y por igual a los caciques políticos o a las familias presidenciales. Tan hogareño y santafereño como para tener una magnífica amistad con su primera esposa, Alexandra Samper, y tan buen padre como para sólo lagartear una visa a Estados Unidos para llevar a su niña Isabel a conocer a Disney World, arremete sin piedad contra las instituciones o vacas sagradas de Colombia, como los políticos, la Iglesia y hasta contra los últimos enanos y damas pías de Colombia. Para muchos chocante, para otros un redentor, sus opiniones son como un remedio que arde, que quema, pero que tal vez cura, aunque sea en la herida sin restañar de los grandes resentimientos nacionales.

Con sus dos dedos raudos sobre su Olivetti Lettera 22 asalta a Estados Unidos de América con la pasión que lo llevó en ese único fugaz viaje a Norteamérica para escribir una famosa crónica, cuando pasó por fin algunos días en Manhattan, titulada I Took Nueva York, como si fuera el asalto inverso de Roosevelt. Se pone bravo cuando lo acusan de que no conoce a fondo lo que pasa en Colombia porque se la pasa gran parte del año de feria en feria en España, qué buen vino, qué exquisita paella, qué mozuela tan maja, olé y olé, y aunque a lo mejor nunca le ha visto la cara a un muerto de las masacres de Colombia, nadie como él le ha señalado al mundo y a los propios colombianos toda la magnitud del drama que sucede en el país. Un país ensangrentado sobre un charco de babas, como lo dice el propio Caballero.

Tal vez se equivocan quienes lo consideran de izquierda. Tampoco es de derecha. Ni siquiera es el gran bufón intelectual de la oligarquía bogotana, como lo sindican sus más duros contradictores. Tampoco sólo la contraparte, frente al rechazo o adhesión al establecimiento, del columnista Roberto Posada, D’Artagnan, tan buena muela y tan gocetas como él. Antonio Caballero es sólo él mismo y se trata de un rebelde con o sin causa pero con un carácter tan particular, que lo peor que le podía pasar, es que en Colombia ganaran la guerra ‘Tirofijo’ o el ‘Mono Jojoy’. A los 15 días o se quedaba en España para siempre, no volvería a escribir una columna, o sería fusilado sin consideraciones. Todo porque arremetería sin mesura contra el nuevo establecimiento. Por fortuna, en esta incierta y aciaga cuasidemocracia actual, el reconocimiento y el respeto hacia Antonio Caballero, como él mismo lo acaba de aceptar en su discurso al recibir el premio Simón Bolívar, en el que señaló que muchos de sus colegas por menos han caído muertos o han partido al destierro, significa uno de los pocos casos de respeto y tolerancia que se han visto hacia un contradictor fundamentalista de todo el establecimiento colombiano.

El unico

Pero desde los muchachos universitarios hasta las mujeres solitarias se equivocan si piensan que es fácil ser Antonio Caballero. Repitiéndonos, es necesario precisar que se trata de un sueño y de un ejemplo. Toda la vida viviendo sólo de lo que escribe, sin obedecer a nadie, sin nunca marcar tarjeta. Darse el lujo en estos tiempos de la globalización de importarle un chorizo los Estados Unidos y, en contraposición a la tecnocracia bogotana, ser un tributario de lo mejor y lo peor de la cultura española. Como salido de un lienzo de El Greco. No pensar jamás en ir a hacer compras en Miami. Vivir como rico sin tener plata. Ser un bohemio que anda con su máquina portátil por el mundo escribiendo con las vísceras y con el alma y que le paguen bien por ello. Pintar sus monos a toda hora, en los bares, en las tabernas, criticar siempre, criticar, caricaturizar a todo el mundo y ser él mismo una gran caricatura. Tomar la cena hacia la media noche con cognac y cigarros negros y no tener úlcera y no engordar. Repartirle mandobles a todo el mundo y ser respetado hasta por sus propios enemigos. Ser tímido, silencioso, enigmático, para poder siempre salir de último y mejor acompañado en todas las fiestas.

No imitéis a Caballero. Los que somos sus lectores y no sus amigos, quietos, porque si lo imitamos de nosotros serán sólo sus defectos, porque Caballero es el único colombiano, qué envidia, que puede dedicar toda su vida a “pulir sus versos y a cultivar sus vicios”.

Y vivirá tanto, para angustia de sus enemigos, que terminará en piyama, allá en el Afganistán de Tipacoque, o de vuelta en el Chicó, como todos sus antepasados, lanzando desde la cama sus dardos mortales. Fue un hombre libre, rezará su epitafio.