Especiales Semana

EL MILAGRO DE AGUA BLANCA

Las bandas criminales del sector más violento de Cali también entregan sus armas, mientras la zona se reconstruye en medio del fango.

23 de abril de 1990

Un arrume de cuchillos y revólveres reposa sobre una vieja mesa de madera. La voz ronqueta de una mujer voluminosa se hace sentir en el pequeño salón donde una romería de jóvenes "desencaletan" sus armas y con cierto aire de desconfianza las van arrumando unas sobre otras. La mujer insiste: ¿quién falta?. Y los muchachos vociferan y después de algunos minutos de discusión uno de ellos toma la vocería.
"Mirá negra, si vos nos traicionás es por que te despidás de este mundo". Soledad Tenorio permanece impávida. Ella ha sido lidiada en varias plazas. Durante 15 años aventuró por las calles, fué jefe de gallada, robó para comer y en más de una ocasión sacó su cuchillo "mataganado" para hacer respetar su honor. Por eso su voz la hizo sentir con más autoridad en el salón. "Mirá, lo que yo digo lo cumplo. Así es que moviéndose rapidito y dejen el resto de las armas sobre la mesa...".

La escena ocurrió hace tan sólo tres semanas en uno de los sectores más violentos y peligrosos de Cali: el distrito de Aguablanca, donde tienen sus cuarteles las pandillas juveniles que durante años han sembrado el terror en las calles de Cali. Esos jóvenes que sólo aprendieron el oficio de robar decidieron --por voluntad propia--entregar las armas e iniciar con la comunidad la reconstrucción de uno de los sectores más pobres del país.

Aguablanca era una bomba de tiempo. Nació en un terreno fangoso, atravesado por dos caños que recogen las aguas negras de la ciudad. Sin agua potable, luz, ni alcantarillado, en época de invierno se convierte en una enorme laguna que deja a cientos de damnificados que tienen que irse a vivir en los salones de las escuelas públicas, pero que una vez baja el nivel de las aguas retornan para construir sus ranchos. Ese sitio se convirtió en el refugio de centenares de tumaqueños y chocoanos víctimas del maremoto del litoral Pacífico de 1979, y que llegaron allí y se confundieron rápidamente con los loteros las prostitutas, los vendedores ambulantes y los gamines. Les compraron a los urbanizadores piratas pedazos de fango a $2.000 y construyeron sus casuchas de esterillas de guadua con tejas de cartón.

Esos terrenos baldíos que sirven de desfogue al Río Cauca cuando su caudal se sale de cauce, fue creciendo y multiplicándose ante la mirada indiferente de todo el mundo. A la vuelta de diez años, el Distrito de Aguablanca tenía 700.000 habitantes, la mitad de la población de Cali, ubicados en 42 asentamientos, y era uno de los sectores más miserables que había en el país. El 50% de la población es menor de 15 años y los cien mil niños que conforman el núcleo escolar sólo tenía nueve escuelas públicas con cupo para 4 mil alumnos. El 47% de los habitantes eran económicamente activos, pero la mitad no tenía empleo. E 18% vivía de las ventas ambulantes montadas en la Plaza de Caycedo en los andenes. Y sólo el 6% tenía empleo fijo con salario mínimo. Po eso las calles permanecían atiborradas de jóvenes que se juntaban en las esquinas ofreciéndose para que los expendedores de basuco y marihuana los engancharan en algún trabajito.

Esta mezcla de problemas fue e caldo de cultivo para los grupos guerrilleros que empezaron a ganarse la simpatía de un pueblo harto de promesas electorales que no se cumplían. Los primeros coqueteos los hizo el M-19 a mediados de los ochenta. Montaron campamentos en los barrios más pobres del distrito --Charco Azul, El Retiro y Marroquín. Iniciaron una carrera proselitista apoyada por golpes publicitarios como el asalto a supermercados para luego repartirse la comida entre la gente. Los campamentos se extendieron por todo el Distrito y a medida que la guerrilla ganó confianza montaron polígonos de entrenamiento a orillas del río Cauca. De los polígonos se pasó al montaje de trincheras para la preparación militar de los guerrilleros reclutados. Entonces Aguablanca se convirtió en un pueblo sin ley donde sólo imperaba la justicia de las ametralladoras y fusiles que todas las noches repicaban en cualquier esquina.

"Nadie se atrevía a entrar a estos barrios. Todas las noches había entre dos y cuatro muertos. A la Policía le daba miedo venir de noche y sólo aparecían en las mañanas escoltados por radiopatrullas", señala Jaime Vargas, líder comunal del barrio El Retiro. Pero el M-19 tampoco era el trampolín que permitía dar el salto de la indigencia a una mejor calidad de vida. Por el contrario, los problemas sociales se agudizaron. Las autoridades municipales centraron su trabajo en la erradicación del foco guerrillero a través de acciones militares. Por lo menos una vez a la semana se presentaban enfrentamientos con las autoridades militares, que convirtieron el Distrito en un polvorín. Una especie de copia de las comunas orientales de Medellín, pero con la diferencia de que sus protagonistas no eran sicarios del narcotráfico, sino militantes de la guerrilla. Entonces la gente vió que la realidad era otra y el precio que estaban pagando por haber invitado a la guerrilla a casa era demasiado alto.

Contrario a lo que ocurre en Medellin en donde ni el gobierno ni la empresa privada han encontrado un plan de rehabilitación que ocupe el espacio dejado por las bandas de sicarios desmanteladas, en Cali los dos sectores ensayaron con éxito salidas para desactivar la bomba de tiempo que es Aguablanca. Todo comenzó a finales de 1986 cuando el entonces director del Instituto Colombiano de Bienestar Familiar montó un programa de Hogares Infantiles para cobijar a un millón de niños desprotegidos, en diez lugares de pobreza absoluta.
Uno de los escogidos fue el barrio El Retiro del Distrito de Aguablanca, un sector de calles enlodadas por las aguas negras, en donde no existía un espacio para recreación, y los niños, en cambio, jugaban a ser delincuentes con pistolas de madera.

Factor clave en el éxito del programa en este sitio fue el director del Instituto en el Valle, Roberto Rodríguez.
Se trata de un profesional que durante su niñez y adolescencia fue gamín y hoy, rehabilitado, conoce como la palma de su mano las reacciones, el lenguaje y los sentimientos de los muchachos de la calle. Lo primero que hizo, el 16 de diciembre de 1986, fue pedirle a la Fundación Carvajal, una entidad sin ánimo de lucro, un aporte de seis millones de pesos en alimentos, para que al entregarlos los líderes comunales comenzaran a conseguir credibilidad entre la gente. Simultáneamente, Bienestar Familiar giró 20 millones de pesos para El Retiro y Rodríguez optó porque fuera la comunidad la que decidiera qué hacer con la plata. Llamó, entonces, a Soledad Tenorio, que había vivido también la vida de gamín, y a Jaime Vargas, un bultero de la Central de Abastos con ascendiente sobre la gente del barrio, para que le ayudaran a pensar en la inversión del dinero.


La decisión que tomaron se convertiría luego en el milagro de Aguablanca. Decidieron pedirle a la comunidad que se constituyera en grupos de pequeños empresarios y que ellos les darían la plata en calidad de préstamo para que montaran sus negocios. Así se reunieron carpinteros, panaderos, albañiles, tenderos, etc. Tres años después hay 60 microempresas consolidadas que no sólo abastecen el barrio y el Distrito, sino a numerosos negocios comerciales de Cali. Pero el milagro no fue esto. Lo importante fue que el ejemplo del trabajo y la organización del barrio se extendió rápidamente por todos los 41 asentamientos. Una mentalidad distinta a la del crimen comenzó a expandirse.
Los caleños de bien que antes le temían al Distrito se acercaron poco a poco. Un grupo de jóvenes ejecutivos entre 20 y 39 años, herederos de las grandes empresas familiares del Valle y conocidos como el Club Activo 2030, se dedicó a asesorar técnicamente a los pequeños empresarios y diseñó un programa de nutrición para la niñez. Este trabajo ha sido reconocido mundialmente y el año pasado fue premiado en Canadá.

La organización social se extendió por todo el Distrito de Aguablanca.
Hoy, el 80% de los habitantes están organizados en centros comunitarios.
En cada barrio existe una estructura con personería jurídica. Sus líderes son lustrabotas, celadores y ex gamines. Los recursos del Estado y de las empresas privadas se manejan allí mismo autónomamente y no ha habido ni el menor intento de fraude a pesar de que hoy se mueve un presupuesto de dos mil millones de pesos.

La transformación de Aguablanca es evidente. En estos tres años se han montado 6.016 hogares infantiles que atienden a 100 mil niños menores de siete años, a través de 387 asociaciones de padres de familia que administran el programa. Se han reconstruido las viviendas de 102 familias que cambiaron sus ranchos por casas de ladrillo y cemento y las convirtieron en sedes para las madres comunitarias que se quedan cuidando niños, mientras sus madres salen a trabajar. Los sesenta grupos microempresariales están reunidos, a su vez, en una cooperativa llamada Solidarios, que funciona como una corporación de ahorro y crédito y que tiene colocados más de cien millones de pesos. Pero quizás lo más importante es que los índices de mortalidad y desnutrición se han reducido en un 65% y el consumo de droga y delincuencia es ya cercano al 0%.

El último acto fue el de hace tres semanas cuando Soledad Tenorio y Jaime Vargas reunieron a los pandilleros del barrio que todavía quedaban y protagonizaron con ellos una de las entregas de armas más curiosas de este país en violencia, aunque sin mucha publicidad. En el salón comunal del mismo barrio El Retiro las pandillas juveniles de Aguablanca se desmovilizaron y prometieron vincularse desde ya a la rehabilitación de ese polvorín.
Amanecerá y veremos, como dice el Presidente Barco. Pero por ahora, todo indica que esa bomba de tiempo, escondite de guerrilleros, ladrones, prostitutas, asesinos y pandilleros, que por muchos años fue Aguablanca, puede convertirse al finalizar la década en un asentamiento urbano modelo no sólo para el Valle sino para el país entero, y una fuerza productiva capaz de generar sus propios recursos.