Especiales Semana

EL NARCO-AGRO

Más de un millón de hectáreas del país están en manos de los narcotraficantes. SEMANA analiza las implicaciones económicas, políticas y sociales de este fenómeno.

26 de diciembre de 1988

Todo el que haya viajado recientemente por las carreteras de Córdoba, Sucre, Antioquia, Meta o el Magdalena Medio, las ha visto. Son fincas gigantescas, impecablemente cercadas con alambrado y postes de colores, cuando no con costosas tapias de ladrillo y piedra, con un lujoso portal por el que entran camperos último modelo y, en ocasiones, con animales exóticos y pista de aterrizaje para las más modernas avionetas. Un viajero desconocedor de la realidad nacional, que viera cómo proliferan en algunas zonas del territorio nacional, estas haciendas donde pastan enormes hatos de ganado, podría creer que el país está viviendo una gran bonanza agropecuaria y que ningún negocio está dejando tan alta rentabilidad como el de ser hacendado.

Bonanza sí existe, pero hay que buscar la explicación más allá de los Holstein, los Brahma y los Cebú. Se trata, como lo demuestran numerosas investigaciones, del influjo de los dineros del narcotráfico en el sector agropecuario colombiano. En Charlas de coctel y hasta en congresos gremiales, la frase "los narcos están comprando al país" se ha vuelto un lugar común. Pero hasta ahora, las cosas se habían quedado más en el nivel de los rumores que en el de las cifras concretas. El mayor esfuerzo por poner las cosas blanco sobre negro lo hizo la semana pasada Fedelonjas en su asamblea anual, cuando su presidente, Oscar Borrero, reveló las cifras que, según sus estudios, han invertido los narcotraficantes en la compra de tierras e inmuebles, tanto en el sector urbano como en el rural, en los últimos 10 años. De acuerdo con Fedelonjas, entre 1979 y 1988, la compra de inmuebles usados, lotes urbanos y fincas ha ascendido a unos 5.500 millones de dólares que, al cambio de hoy, representan un billón 789 mil millones de pesos. En dólares, esta astronómica cifra equivale a la tercera parte de la deuda externa colombiana y, en pesos, a las dos terceras partes del presupuesto nacional consolidado del país para el próximo año. Como Fedelonjas registra solamente las transacciones de finca raíz y no las mejoras que se puedan haber realizado en esos predios con posterioridad a su compra, es posible que las cifras del valor actual de esos predios sean aún mayores.

Estos datos, que pusieron los pelos de punta a más de uno, colocaron sobre el tapete algunos interrogantes: ¿cuál es el margen de evasión tributaria de estos dineros? ¿Qué porcentaje del total de las ganancias del negocio del narcotráfico representan estas inversiones? Y, en un terreno más social que económico, ¿qué implicaciones tiene el hecho de que personas no vinculadas al negocio y presumiblemente miembros de la clase dirigente del país--seguramente la poseedora de esas riquezas-- hayan hecho pingües ganancias en transacciones pagadas con dineros calientes? Contestar estos y otros interrogantes podría copar la temporada de vacaciones que se acerca y dar tema para innumerables best-sellers.
Pero ninguno de ellos es tan preocupante como el que tiene que ver con las implicaciones que tienen estas inversiones en el sector rural, agobiado por la violencia. Aunque las explicaciones sobre las causas de esta violencia son múltiples, todos los estudiosos coinciden en un punto. Un factor determinante de la violencia en los campos es el de la concentración de la tierra en pocas manos y la existencia de una gran masa campesina desposeida, sin mayores posibilidades de satisfacer sus necesidades básicas. Los investigadores aseguran que más de medio millón de familias campesinas no poseen tierra. Esta cifra era cercana a las 800 mil hace 15 años. La migración campesina a las ciudades y no precisamente la reforma agraria explica el descenso del número de familias campesinas sin tierra en el país. Menos de 40 mil familias obtuvieron tierras gracias al Incora en los primeros 25 años de aplicación de la ley de reforma agraria, aprobada durante la administración de Alberto Lleras Camargo. Pero no sólo las familias sin tierra justifican la reforma agraria. Según investigaciones de expertos norteamericanos de la Universidad de John Hopkins, citados en la ponencia del representante Alfonso López Caballero para el proyecto de reforma agraria aprobado hace un año, "el rendimiento por hectárea disminuye en la medida en que aumenta el tamaño del fundo". O sea que el latifundio no es sólo síntoma de injusticia social, sino claramente antieconómico .

Estos datos son suficientes para poner en evidencia la necesidad de intensificar el proceso de reforma agraria, uno de los proyectos en los cuales está especialmente interesado este gobierno. Pero de entrada, tropieza con un grave obstáculo. En los últimos años no sólo es poca la redistribución que se ha hecho de la tierra sino que, en forma paralela, los dineros del narcotráfico han sido utilizados para alimentar un acelerado proceso de concentración, en franca contravía con la reforma .

SEMANA, después de indagar con agremiaciones del sector agropecuario, hacendados independientes e investigadores privados y del gobierno, ha logrado aproximarse a cálculos confiables sobre las dimensiones del fenómeno. En los últimos cinco años, millonarias sumas de dineros calientes han sido utilizadas para comprar un poco más de un millón de hectáreas en todo el territorio nacional, preferencialmente en nueve regiones del país (ver cuadro). Esta cifra es superior a los 919 mil hectáreas que, en 25 años de reforma agraria, ha adquirido el Incora por compra, cesión o expropiación. Si las tendencias de los últimos años se mantienen, es muy posible que los narcotraficantes adquieran el próximo año cerca de 250 mil hectáreas, el doble de lo que aspira a comprar el Incora para repartir entre los campesinos sin tierra. Conclusión: nada de lo que haga el gobierno en materia de reforma agraria parece suficiente para contrarrestar el ritmo de concentración de tierras en pocas manos, las manos de la mafia.

Las zonas rojas
Pero los problemas que esta situación plantea van mucho más allá de la contradicción que se presenta entre un país que necesita y ha diseñado un proceso para acelerar la redistribución de la tierra, y el hecho económico real de que un pequeño grupo de inversionistas está acaparando la tierra.

Para empezar, está el problema de la violencia. Resulta que, como lo demuestran los mapas que ilustran este artículo, algunas de las regiones donde los narcotraficantes están invirtiendo, coinciden precisamente con algunas de las que presentan un grado más alto de problemas de violencia política. Y a la vez, unas y otras coinciden en algunos casos con las escogidas este año por el Incora, dentro del plan indicativo de la reforma agraria.

Para lo anterior, hay varias explicaciones. Paulatinamente, los guerrilleros colombianos han ido dejando las regiones más remotas del territorio nacional, para penetrar algunas de las más ricas y desarrolladas. Con excepción quizá de la zona cafetera, los alzados en armas están sembrando el terror del boleteo y el secuestro en las tierras que, como Urabá, el Valle del Cauca, el piedemonte llanero, el Magdalena Medio y los departamentos de Córdoba y Sucre, han tenido un importante desarrollo de las actividades agropecuarias. Esto precisamente porque son las zonas donde su chantaje puede resultar más rentable. Pero el que sean tierras buenas y cada vez más productivas no sólo atrae a la guerrilla. También y mucho, a los narcotraficantes, que siempre quieren comprar lo mejor, no importa el precio que tengan que pagar. Así por ejemplo, en Antioquia, buena parte de las inversiones de la mafia en tierras se ha dado en las riberas del Cauca, donde se encuentran los mejores suelos del departamento, en fincas que antes pertenecieron a la gran burguesía paisa. Y más recientemente, esa inversión se ha dirigido también hacia las sabanas de Córdoba y Sucre, que tienen algunas de las mejores tierras del país para la explotación ganadera.

Cuando dos grupos de presión deciden perseguir la misma presa, es evidente que, tarde o temprano, tienen que luchar por ella. Y eso, exactamente, es lo que está pasando en Colombia. Los narcotraficantes han ido adquiriendo grandes extensiones de terreno en las llamadas "zonas rojas". Pero a diferencia de los hacendados que antes las ocupaban, no se les pasa por la imaginación que ellos, que cuentan con grupos privados entrenados para su defensa, vayan a seguir pagando las tradicionales "vacunas" a los grupos guerrilleros. No sólo se han negado a pagarla, sino que la primera medida que toman cuando se instalan en una región, antes incluso de poner a producir sus tierras, es lo que llaman una "labor de limpieza" contra todo lo que huela a comunismo. No en vano algunas de las 20 masacres de campesinos que se han registrado en lo que va corrido del año, son atribuidas por los servicios de seguridad a los narcotraficantes. Aunque sería simplista atribuir a la mafia la autoría intelectual y la financiación de todos estos asesinatos colectivos, es evidente que los dineros calientes han desempeñado un papel determinante en estas sangrías. La existencia de verdaderos ejércitos de paramilitares, como el que asoló a la población de Segovia (Antioquia) hace dos semanas ha llevado a algunos de los hacendados ajenos al narcotráfico que no quieren vender sus tierras a sustituir el pago del boleteo a la guerrilla, por el pago de un llamado "impuesto de seguridad", para financiar grupos de autodefensa.

Sin embargo, es presumible que el conflicto no pare ahí. Para empezar, la guerra de retaliaciones entre guerrilla y narcotráfico tiende a agudizarse. Pero aparte de esto, si el Estado efectivamente pone en práctica los planes de reforma agraria, un nuevo protagonista va a entrar en juego en la lucha por estas tierras. La pregunta, entonces, es: ¿qué va a pasar cuando el Incora decida intervenir en latifundios de un narcotraficante?

Si se tienen en cuenta algunos antecedentes relacionados con problemas con la mafia, es presumible pensar que estarán dispuestos a echar mano de toda suerte de recursos legales, para ganar la partida con los códigos en la mano. Basta recordar la forma como algunos han quedado exonerados por la ley o la forma como se vino abajo el Tratado de Extradición. Pero no faltan antecedentes de otra índole, no propiamente legales, sino violentos. Y son estos los que permiten presumir que si los incisos y los artículos de la ley no les permiten conservar "por las buenas" sus tierras, no tendrán agüero en recurrir a la violencia para impedir la intervención del Estado.

Lo que da la tierra
Es, pues, un hecho innegable que desde hace pocos años la tierra ha venido concentrándose en las manos de unos pocos, cuyas fortunas deriban del narcotráfico. Aunque en este terreno los cálculos no son precisos por razones obvias, algunas operaciones matemáticas pueden ayudar a obtener una idea de las dimensiones económicas del fenómeno. Si en efecto en los últimos cinco años, los "capos" han comprado alrededor de un millón de hectáreas, y si se le aplica a cada hectárea un valor promedio de 200 mil pesos, podría decirse que han invertido cerca de 200 mil millones de pesos en estas adquisiciones. Pero es un hecho que cuando un narcotraficante compra una hacienda es para ponerla "al pelo". Según los conocedores, valorizan sus tierras sembrando los mejores pastos, importando los mejores sementales, abonando con los mejores productos, contratando a los mejores técnicos y, en fin, introduciendo las más óptimas mejoras posibles. Según un ganadero antioqueño consultado por SEMANA, "no es una locura pensar que con estas mejoras, el valor de estas tierras, en algunos casos, llegue hasta a cuadruplicarse". Esto permitiría aventurar un cálculo, según el cual, el valor de esas tierras hoy podría alcanzar los 800 mil millones de pesos, equivalentes a unos 2.500 millones de dólares, cifra perfectamente creíble si se piensa que los investigadores económicos del fenómeno del narcotráfico calculan que los carteles colombianos ingresan al país anualmente entre 800 y mil millones de dólares.

Nada hace pensar que esta danza de los millones se vaya a detener. El consumo de cocaína en Estados Unidos y Europa sigue creciendo o por lo menos no, disminuye. Por otra parte, tampoco hay indicios de que este creciente y lucrativo mercado vaya a cambiar de manos. Si nada extraordinario sucede, los narcotraficantes colombianos conservarán sus enormes márgenes de utilidad, si es que no los aumentan. ¿Y en qué van a invertir estos nuevos dineros? De mantenerse la tendencia, en tierras. ¿Por qué? Según un abogado de Medellín, "ellos saben que si intentan invertir en la industria, nadie les vende acciones y que si lo intentan en el sector financiero el Estado tiene los instrumentos legales para impedirlo. Por eso, lo único que les queda es la tierra". Aparte de estas razones, hay otras de orden estratégico. Un ganadero de Córdoba asegura que "como los mafiosos necesitan muchas veces esconderse, nada mejor que las extensiones de una gran hacienda para hacerlo. Todos conocemos el caso en el cual Lehder se salvó de ser capturado una vez en una gigantesca finca de su propiedad en los llanos del Vichada. El no ha sido el único. La leyenda asegura que cuando Pablo Escobar se siente perseguido, se esconde en alguna gran finca".

Pero más que la tierra, a los narcotraficantes les encanta el ganado. En este escogimiento hay una combinación de factores económicos y estratégicos. Los primeros tienen que ver con la rentabilidad del negocio ganadero. Según conocedores, el promedio de esa rentabilidad en los últimos seis años ronda el 50% efectivo anual, superior al mejor de los papeles de renta fija de la Bolsa. Los segundos tienen que ver con el hecho de que estos personajes tienen que estar pensando siempre en que, en cualquier momento, deben tomar "las de Villadiego" y por eso necesitan inversiones de liquidez inmediata. "Para esto, el ganado es perfecto--le dijo a SEMANA un hacendado antioqueño. Cada cabeza de ganado es como un cheque al portador, como un puñado de diamantes en el bolsillo o media docena de cuadros de Botero".

Para tener una idea de la forma como el hato ganadero se ha ido concentrando en manos de la mafia, bastan las siguientes cifras: en sus mejores épocas el Fondo Ganadero de Antioquia llegó a tener 100 mil cabezas. Hoy sólo conserva unas 40 mil y se calcula que una sola de las grandes familias del negocio del narcotráfico está en posesión de 200 mil cabezas. Quienes conocen el negocio del ganado, aseguran que esas 200 mil cabezas pueden valer hoy más de 15 mil millones de pesos.

La concentración del hato ganadero en estas manos tiene implicaciones distintas a las del hecho de la concentración. Nadie discute que compran para mejorar y se afirma que son los dueños de los mejores sementales con que cuenta el país. Además, en muchos casos han mejorado la calidad de los pastos y han tecnificado la ganadería. Pero más allá de esto hay aspectos no tan positivos para tener en cuenta. Por una parte, afirman quienes conocen el negocio, los narcotraficantes tienen ganaderías de levante y engorde y no de leche, lo cual puede derivar en una considerable disminución del hato lechero y, por consiguiente, en un posible desabastecimiento del mercado con los problemas por todos conocidos. Por otra, si se mantiene la tendencia de destinar a ganadería las tierras buenas para la agricultura como ya está sucediendo en algunas regiones, no es absurdo pensar que en el futuro puede presentarse un problema de escasez de productos agrícolas con sus secuelas de carestía y de destinación de divisas para importación de alimentos y materias primas que podrían producirse en el país.

Como puede verse, la cuestión de que los narcotraficantes estén literalmente apoderándose de las tierras del país, no es un asunto de poca monta. Sus graves implicaciones no sólo son de orden social y político, sino también económico. El problema no es simple, y el reto para el gobierno y la sociedad en su conjunto no es fácil de afrontar .