Especiales Semana

EL No. 2

Vive en París como si viviera en Manga. Trabajando quince horas al día, sin tiempo para posesionarse de una fama que, tras años de penuria, le cayó derepente. Es hoy el pintor colombiano mejor cotizado en el mercado internacional, después de Botero.

2 de agosto de 1982

Un destello de intuición de su esposa Ana María lo salvó de regresar, apenas un año después de haber partido, a su corralito de piedra. Su beca de Icetex terminaba. Darío Morales había escrito una carta solicitando el pasaje de regreso. Camino al correo, Ana María, su mujer arbitrariamente decidió romperla. Aquella misma tarde consiguió un trabajo de servicio doméstico, lo único fácil de encontrar en París para cualquier latinoamericano. Y fue así como Darío, compartiendo con ella y con su hija recién nacida, el estrecho espacio de un cuarto, se quedó pintando. Allí se habría quedado quizá porque, hombre profundamente tímido, jamás se atrevió a golpear las puertas de una galería. Fue descubierto casualmente por un coleccionista americano que supo descubrir, entre muchos de otros pintores, un cuadro suyo. Han pasado desde entonces varios años.
En agosto cumplirá 38 años. Y por lo menos 30 los ha pasado pintando. Son muy pocos los artistas colombianos dotados de esa férrea vocación, de esa voluntad de hierro para permanecer 15 o 20 horas diarias en su taller, trabajando en la pintura, o en la escultura a la que prácticamente está dedicado desde hace cuatro años. O simplemente indagando sobre lo que quiere hacer, sin tocar nada, ni una espátula o un cincel.
¿De dónde esa curiosa vocación? El no lo sabe. Siempre pintaba, desde niño, y siempre con esa misma pasión. Es probable que la demoníaca determinación se la deba siempre al signo. Es un típico Leo, voluntarioso, terco, intransigente y orgulloso como corresponde a todos los regidos por el signo del sol. Como Bolívar y Napoleón, como Fidel Castro.
Y como sus gemelos zodiacales, es un solitario. Vive en París, en pleno Barrio Latino, bullicioso. Pero, su amplio apartamento, situado en lo más alto de un edificio de seis plantas, tiene ventanas con doble vidrio, contra el ruido. También allí, en pleno corazón latino, Darío Morales está al margen del mundanal bullicio.
Hombre de pocas palabras, de escasa vida social, prefiere, después de su agotadora jornada de trabajo, refugiarse con su mujer Ana María y sus dos hijas, Estefanía y Clara Serena y, a veces, con dos o tres amigos, para conversar sobre temas intrascendentes. De pintura no sabe hablar. Pero cuando pinta todo se le hace claro, comprende la vida, comprende el mundo; lo comprende en el cuerpo que está modelando, acariciando; comprende la vida en la pared que dibuja y en la cual siente que el tiempo se hace pedazos y se descascara sin remedio.

MUJERES DESNUDAS
Cuando habla de su arte, siempre se expresa como a medias, como en metáforas. Para aquellos críticos que buscan una explicación biográfica o sicoanalítica de su tema predilecto, siempre mujeres desnudas, el mismo Darío Morales tiene, quizá sin saberlo la mejor respuesta. Se la dio, un día cualquiera de otoño a su mujer, contemplando perplejo cómo su hija Estefanía, de ocho años, lloraba desconsoladamente, porque un amiguito no quería dormir con ella esa noche. Darío confesó que si su relación con las mujeres, cuando pequeño, hubiera sido tan natural como la de los niños de ahora, él probablemente no estaría pintando, obsesivamente, mujeres desnudas.
Porque esa es otra de las sorpresas de Morales. Es un pacífico hombre familiar de la casa. Un hombre que lucha constantemente para que nada del exterior, intrusos, mujeres, escándalos, invada su mundo privado. Termina volcando sobre su arte algo que aparentemente nada tiene que ver con él: el inquietante erotismo de sus mujeres desnudas. "Desde que pinto siempre las pinto así" Y pinta desde que era niño.
Ese niño vivía en Manga, el hermoso y apacible barrio de Cartagena de suntuosas mansiones y grandes patios llenos de árboles frutales. Pero el niño no veía los helechos eternamente chorreando agua en el inmenso jardín de su casa, ni los estantes llenos de libros antiquísimos de su padre, ni los daguerrotipos de los abuelos, ni los canarios cantando en las jaulas de bambú, ni los relojes midiendo el tiempo calcinado. El niño sólo veía a las muchachas del servicio doméstico y las imaginaba.

LA MODELO ANONIMA
Ahora 30 años después, lo único que ha cambiado es la modelo. Ahora es su mujer Ana María. Que sea precisamente ella y no otra, él lo explica perfectamente con dos motivos. Al principio, en los tiempos duros de los primeros años parisinos, cuando nadie daba un centavo por su pintura, no tenía para pagar una modelo. Lo poco que ganaba Ana María, trabajando en un laboratorio fotográfico, apenas si alcanzaba para medio comer. Después, cuando llegó el tiempo de las vacas gordas y el desquite, descubrió que no podía trabajar con modelos profesionales. Necesita que haya una relación muy cercana, muy íntima, una complicidad muy fuerte y muy profunda con la persona que pinta o que esculpe. "Para mí la comunicación entre el desnudo y el pintor es indispensable" Sin embargo, Darío y Ana María insisten en que la mujer de los cuadros no es ella. "La que aparece en los cuadros, en las esculturas, es quizá como Darío quisiera que fuera yo confiesa ella. Y puede ser cierto. Primero, él "ve" todo el cuadro en su imaginación y, luego, ella se adapta al personaje que su marido le asigna.

EL OTRO TALLER
Su taller, un taller que aparentemente no tiene nada de distinto de los de otros pintores, tiene dos plantas: la de abajo para el duro oficio de la escultura y la de arriba, a la cual se sube por dos escaleras distintas una de ladrillo y madera, otra metálica, de caracol-donde está el estudio de pintura. Hay, también arriba, un pequeño refugio equipado para la vida de enclaustramiento que le gusta al pintor.
Enclaustramiento. Esa es la palabra precisa que define su vida. Probablemente le viene del recuerdo de Cartagena, ciudad colonial llena de iglesias y claustros. Porque lo que más hace es mirar al pasado. Incluso, su taller anterior parecía una casa de Manga, con verjas de hierro oxidado y macetas de geranios en las ventanas. Ahora, el taller es más moderno, pero aún así tiene ese aire añejado de las casas y los techos coloniales de Cartagena. Su apartamento y su taller están colmados de pasado. De objetos del pasado. Hay ilustraciones antiguas. Hay fotos de postales eróticas de principios de siglo, restos de santos de yeso, con alucinados ojos de vidrio, que trajo desde la casa de sus padres en Cartagena; hay bustos de madera, afiches de Ingres, su pintor favorito, y también la máquina de coser antiquísima que aparece en varios de su cuadros.

UN SALTO AL VACIO
Tanto en su apartamento como en el taller hay un orden riguroso.
El orden de las cosas contrasta con el aparente desorden mental con el cual trabaja. A pesar de durar todo el día -y en no pocas ocasiones, toda la noche-- trabajando, su producción no es constante ni prolífica. Está regida por el azar. Un día puede fácilmente iniciar tres cuadros distintos y dos esculturas y trabajar en ellos durante semanas, pasando de una obra a otras, caprichosamente, sin un plan definido, sin una intención precisa, guiándose simplemente por el radar de sus intuiciones más profundas... Como un niño.
Sí, parece un niño, su actitud y su personalidad son las de un niño.
Amante de las películas de vaqueros, de las aventuras de Disney y de las series policíacas norteamericanas, es precisamente él quien está realizando ahora las esculturas más provocativas y escandalosas.
Eligio García

" SIEMPRE DESNUDA "
"No recuerdo cuántos años tenía cuando empecé a dibujar. Copiaba las tiras cómicas de los periódicos. Mi abuelo, que tenía gran sensibilidad para la cultura, se interesó en mis dibujos. Tenía yo doce años cuando me inscribió en la escuela dé Bellas Artes, lo que me obligó a alternar estos cursos con mis clases de bachillerato.
Además de estimular mi trabajo, mi abuelo me hablaba de libros. El era hermano del poeta cartagenero Luis Carlos López, el tuertó . Mi abuelo, en realidad, fue mi mejor guía.
Yo he pintado desnudos desde niño. Recuerdo que dibujaba a las muchachas del servicio. Siempre desnudas. No, yo no las había visto así. Las dibujaba como yo imaginaba que eran. Como es de suponerse, mi familia vivía siempre escandalizada.
¿Por qué el tema me persigue todavía? Hay dos razones. La primera, porque para mí la mujer representa un valor erótico y sensual muy impórtante. En segundo término, creo que, durante mi infancia, dibujar desnudos era una manera de insurgirse contra los tabúes. En el medio en que me levanté, todo lo que tenía relación con el sexo era considerado inmoral. Supongo que ese ambiente, donde todo se tapaba, me marcó profundamente.
Para mí Europa, y en particular París, representaba la cuna del arte, las grandes exposiciones, los mejores museos, el continente de los más importantes movimientos artísticos. En fin, el lugar donde viven los grandes artistas. Muchas de esas ilusiones desaparecieron después de algunos años. En París ya no hay grandes movimientos de pintura contemporánea. Sin embargo, prefiero vivir en París. Aquí puedo establecer contactos con pintores de todos los continentes aprovechar el ambiente cultural, aislarme. En definitiva, no veo por qué tendría que irme, ahora que tengo todas las condiciones ideales para pintar y esculpir.
Pero pienso en Colombia. No comprendo al país. Desde París lo veo sumamente bloqueado y su imposibilidad de evolucionar me preocupa. De vez en cuando me entra el deseo de irme a vivir a Cartagena. Por ahora, eso solo forma parte de mis fantasías".