Especiales Semana

El obstáculo de lo nuestro

El genetista y autor del libro 'Por qué somos así' habla de todo lo que les falta a los colombianos para ser felices.

Por Emilio Yunis*
21 de junio de 2009

Los colombianos podríamos ser felices si la corrupción fuera combatida de verdad. La obediencia a la ley y a la ética son claves para decir que no se ha fracasado en la construcción del Estado.

Las leyes son la expresión del derecho, una de las adquisiciones más importantes de la modernidad. Es el triunfo de la razón en tiempos irracionales, pero desafortunadamente no hemos superado los tiempos irracionales y la razón no nos ilumina.

La encarnación del derecho y de la justicia, es la de una diosa que la administra. Esa diosa está vendada porque la justicia debe ser ciega, para que se imparta sin privilegios y para que todos sean iguales ante la ley. Por eso el juez, administrador de la justicia, debe ser sabio, para ser justo. Derecho, justicia, leyes y ciudadanos, como deber ser, son una construcción de las sociedades modernas.

Cuando la corrupción campea, no hay ley ni justicia, los habitantes hacen lo que quieran, o los dejan hacer su voluntad; igual los pueden manipular como se desee; al fin y al cabo, no ejercen sus derechos. No piensan sin tutor, los piensan, o piensan por extensión, lo que significa que les dicen lo que deben y cómo lo deben pensar. La justicia no es ciega. La manipulación convierte la mentira en verdad, lo oscuro en luz, lo tenebroso en certidumbre. Viene a cuento la expresión de otro filósofo, célebre la frase y su autor: porque cuatro (pueden ser cinco) millones de personas acojan una mentira como verdad, no deja de ser mentira. También aquella otra que dice que tanto se repite como verdad una falsedad, que termina por entrar al circuito de la verdad, donde termina acogida.

El colombiano será muy feliz cuando su pasión regional la comparta con el de la otra orilla, que a su vez cree que la visión del mundo se acaba en su comarca. Si la identidad es un valor primario que nos lleva al barrio, al pueblo, a los primeros sabores y comidas, "a la forma como se prepara el arroz en el lugar", a los lenguajes propios de ese sector, debemos hacer una comunidad de otras formas de ver el mundo que permitan universalizar a Macondo.

El aislamiento encierra 'culturas' y sus productos, enclaustra a los humanos y a los genes que poseen. La identidad en Colombia, para que no sea una ficción, debería ser la suma, interpenetrada, como en muchos lugares del mundo, de las diversidades regionales. No encuentro una mejor definición que "la unidad en la diversidad".

Es notoria nuestra facilidad para fabricar ismos, como una clara respuesta a lo anterior, sin ruborizarnos ante los grandes ismos de la historia. Con facilidad encaramamos el uribismo, el samperismo, el gavirismo, el pastranismo, el luchismo, y no menciono otros porque algunos suenan muy feo, otros asoman sin llegar a esa categoría.

Se ha tratado de suplir la identidad con el nacionalismo, que no es lo mismo. El nacionalismo es como la defensa de la patria. Puede servir para algo bueno, pero también para lo peor. Su confusión, entre las perversiones, nos lleva a creernos los primeros en todo, aun a protestar cuando no nos reconocen un más que merecido primer lugar.

El aislamiento de las regiones, su incomunicación, es un tributo a la bella e imponente geografía que tenemos, por sus pisos térmicos, la fiereza de sus paisajes, sus hermosos ríos, la incomparable selva y parques naturales; las reservas ecológicas, su biodiversidad, una de las más importantes del planeta. Pero es difícil; separa, aísla. En el pasado y el presente. Determinó y determina comarcas y poderes regionales, caciques de todo tipo, los más importantes, religiosos, económicos, políticos. Muchos se confundieron y se confunden como poderes de clase.

La historia de un país de regiones, con culturas regionales y un centralismo a como dé lugar, originó y origina los poderes locales como antesala necesaria ante los jerarcas del centro en un "yo te doy, te permito", a condición de "que me elijas para poderte seguir dando".

Sumado lo anterior a la geografía (Colombia posee uno de los índices de fragmentación geográfica más altos del mundo), la incomunicación, el aislamiento y abandono, son la norma, que además se propicia. Todo esto, es gran acicate para la corrupción; tiene otras consecuencias funestas: un modelo económico a espaldas de la población, que no la integra ni la promueve, modelo exportador que parece diseñado para la desigualdad y la iniquidad. La doctrina de la seguridad nacional, que parte de la tesis de controlar mejor lo aislado, parece diseñada para la inseguridad y el abandono de inmensas extensiones del país. Y para la corrupción.

La realidad muestra que el aislamiento y la incomunicación son los mejores estímulos para nuestros males: salud, vivienda y educación (mientras más distantes del centro demográfico y de producción, peores son los tres condicionantes de la vida), para terminar con el abandono de la mayor parte del territorio (escenario de los más crueles, cruentos y numerosos vejámenes a los que nos acostumbraron y acostumbramos, con el embobamiento de todos los días que cree ponernos en movimiento cuando nos adormece y condiciona para permitir lo que no se puede ni se debe permitir), ensimismados en los territorios de los conquistadores y colonizadores, que eran los de los aborígenes, aupado todo por la ausencia de justicia que, cuando llega, no lo hace con los ojos vendados.

Es la misma sordina que orquesta lo dicho en una relación de causa efecto sin darnos cuenta del encadenamiento grotesco y perfecto que hace posible todo, para perpetuar la sinrazón en que nos encontramos y profundizamos cada día más.

También somos afortunados. Con una extensión y una población importante, Colombia ofrece muchas posibilidades. Situado en una esquina del mundo, que mira a dos océanos, un pasado que pudo ser envidiable por los pobladores que aquí se reunieron, podría retomar la historia para ser un crisol de culturas, a cambio del mosaico cultural y étnico que ostenta retazos de cada una de ellas, y nos recuerda un mestizaje de dominación y exclusión; con una geografía tan rica que no hemos sabido aprovechar en su diversidad ni en su riqueza, antes la hemos sometido a todas las expoliaciones; a pesar de todos los quebrantos y de la sangría a que es sometida, sobrevive; reunimos toda la diversidad biológica del planeta, expresada en las especies vegetales y animales, incluida la humana, tanta, que ni siquiera la conocemos, ni hemos construido una ética frente a ellas y, peor, le damos la espalda. Nuestra gran diversidad etnolingüística la desdeñamos (las lenguas y sus pueblos, en su mayoría, están en vías de extinción), sin culpabilidad ante semejantes descalabros evolutivos.

Los colombianos poseemos todos los genes que originan la diversidad biológica, punto de partida indispensable para acceder a la diferencia, también para comprender y defender que lo negativo que nos asalta en la vida de todos los días no obedece a perversión de los genes sino de la historia. No somos mejores ni peores por los genes, pero podemos ser mejores o peores por la historia, que no necesita de hombres providenciales, Mesías y salvadores, o de los autócratas que reúnen todos los poderes para reclamar obediencia total, sin importar el precio.

En los últimos meses nos han dicho que el colombiano es uno de los pueblos más felices de la Tierra. Se invocan varias tesis para defender tamaña aseveración que empezó hace años casi como un juego para convertirse en un indicador que, en breves palabras, podemos decir que es más feliz aquel que necesita menos para vivir o, se conforma con lo que tiene y no pide más o, tiene menos expectativas o, se abandona con más facilidad a su destino. Si miramos en profundidad, todas las explicaciones niegan la esencia de ser humanos. Es hora de tomar nuestro destino en nuestras manos.
 
* Genetista