Especiales Semana

El país que podemos construir

En los últimos 50 años ha cambiado más la estructura ecológica de Colombia que en el resto de su historia.

Germán Andrade*
20 de abril de 2013

El siglo XX podría ser recordado como el de la deforestación. Un hipotético viajero en los años cincuenta hoy no reconocería gran parte del territorio. Hacia 1960 había extensas selvas en el Magdalena Medio, el piedemonte amazónico, Urabá y el Catatumbo.  

El bosque seco tropical, ya severamente talado durante el siglo XIX, todavía no había sido disminuido a algunos diminutos retazos. La Ciénaga Grande de Santa Marta no había experimentado el colapso masivo del manglar,  la laguna de la Herrera en la sabana era un espléndido  y frustrado santuario de vida silvestre en las goteras de la gran ciudad. La laguna de Fúquene era todavía un gran lago en el norte de los Andes. 

Con un conocimiento de ecología, lo que más lamentaría el imaginario viajero sería la casi total desaparición en muchas regiones de los bosques altoandinos en la transición con el páramo. Para los ecólogos, en las últimas décadas se ha acelerado la transformación de los ecosistemas y la generación de una huella ecológica, ambos temas documentados en las revistas del mayor prestigio internacional; novedades del conocimiento que ni siquiera llegan a los medios de comunicación. 

Mientras en el siglo XIX se hablaba de “derribar montañas” para civilizar la tierra, hoy en las más alejadas fronteras se discuten “locomotoras para jalonar el crecimiento económico”. 

Los colombianos, como extranjeros en su propia tierra, seguimos empeñados en borrar la memoria de la naturaleza. A cambio no emerge un paisaje social y ambientalmente seguro y sostenible. Tenemos uno ‘potrerizado’ y no somos una potencia ganadera. La sociedad no parece todavía entender las implicaciones de ese país que estamos ‘cons o des-truyendo’. 

En los próximos 50 años no solo se define el futuro de las selvas del Chocó y de la Amazonia, de los mosaicos de sabanas en el Vichada, de los grandes complejos de humedales. Podría estar en juego el futuro del mejor país que todavía podemos construir. 

Páramo de Guerrero

Los páramos almacenan y regulan los flujos hídricos de la superficie y del subsuelo. En ellos nacen muchos ríos y allí habitan especies endémicas. El complejo de Guerrero es un sistema de páramos, en el norte de Cundinamarca, ubicado entre los 3.200 y los 3.780 metros sobre el nivel del mar (msnm). Se calcula que el 70,5 por ciento de su territorio ha sido modificado. Según el Atlas de Páramos de Colombia. 

Complejo Guerrero, las comunidades muiscas que lo habitaron aprovecharon los recursos de los pisos térmicos según los ciclos temporales. Durante la Colonia se sobreexplotaron sus maderas para la producción de energía. Según Paulo Rodríguez, líder del grupo de Valoración Económica en la Autoridad Nacional de Licencias Ambientales, en los años cuarenta se comenzó a expandir la frontera agrícola hacia las zonas de páramo. Se cultivó cebada para cerveza y papa destinada a Bogotá. 

Hoy en día no se registra una transición gradual entre el bosque andino y el páramo: ya no existen las coberturas propias de estas alturas. Por encima de los 3.000 msnm se encuentran 11 explotaciones de carbón activas y seis inactivas. También se extrae hierro y arcilla. 

Bosque seco

Es uno de los ecosistemas más amenazados de toda la región neotropical. Abarcaba una extensión aproximada de 80.000 kilómetros cuadrados y hoy en día registra el 1,5 por ciento de su tamaño original. El parque nacional Tayrona es el mejor ejemplo actual. 

Según Fernando Salazar Holguín, biólogo especialista en ecología del paisaje, la historia de la transformación de este ecosistema en el Caribe se puede reconstruir a partir del análisis de cinco factores: el inicio de las operaciones de la United Fruit Company en 1896, los extensos cultivos de banano que cubrieron la región desde las tierras bajas de las montañas hasta la Ciénaga Grande, la llegada de los colonos provenientes de Santander, Norte de Santander y Cundinamarca durante la Violencia bipartidista, que se dedicaron a cultivar café y después marihuana en los años setenta en la Sierra Nevada de Santa Marta. Por último, pero no menos importante, el uso del buldóceres D3 para tumbar el monte aceleró el proceso de transformación. 

Arrecifes de coral

Además de albergar fauna y flora marinas, son barreras naturales que protegen a la plataforma continental del oleaje. Dos factores están alterando los arrecifes: uno es el calentamiento global, que tiene dos efectos directos sobre este ecosistema. Por un lado, al aumentar la temperatura del mar se blanquean los corales, por el otro, se favorece la proliferación de microalgas. El otro factor es la sobrepesca porque reduce las poblaciones de peces, lo que afecta el equilibrio entre especies. 

En palabras de Jorge Maldonado, Ph.D en economía ambiental y del desarrollo: “El pez loro es muy parecido al pargo y cuando disminuye el segundo aumenta la pesca del primero para satisfacer la demanda de los turistas. Tiene un papel importantísimo en la vida coralina: es herbívoro, tiene pico y se alimenta de un alga que afecta a los corales. 

El pez loro garantiza que estos se mantengan vivos, que sean coloridos y bellos”. Maldonado también anota que se ha demostrado que las comunidades locales tienen un papel muy importante en la conservación cuando se dan las condiciones para que participen. Su conocimiento de la naturaleza y el hecho de depender directamente de las condiciones de la misma, los convierte en socios naturales para mantener y proteger estos importantes ecosistemas.


*Biólogo. Profesor  Facultad de Administración. Universidad de los Andes. Consejo científico IAVH.