Especiales Semana

El profundo sur

En Altos de Cazucá se dan cita casi todos los males de Colombia. Pero sus habitantes los asumen a punta de solidaridad, entereza y dignidad.

14 de octubre de 2006

El aguacero del viernes ha convertido las calles destapadas de Altos de Cazucá en un sinnúmero de arroyos amarillos que bajan en varias direcciones desde las laderas pobladas de casas y donde aún se ven vestigios de la vegetación propia de aquella zona más bien árida de la Sabana de Bogotá: arbustos, pencas, pastizales de color opaco.
El cielo plomizo apenas deja ver una mínima parte de la inmensa ciudad de ladrillo sin pañete y tejas de zinc allá abajo, donde se unen Bosa y Soacha. Fábricas, chimeneas, bodegas, decenas de barrios apretujados unos contra otros.
Acá arriba, a menos de tres kilómetros en línea recta del Portal del Sur de TransMilenio, símbolo por excelencia de eso que llaman “la Bogotá que queremos”, se viven día a día historias que uno imagina que sólo ocurren allá bien lejos, en Afganistán o en Etiopía. En este sector del municipio de Soacha viven 63.000 habitantes y, según la Red de Solidaridad Social, allí llega el 36 por ciento del total de los desplazados de Colombia. La luz es pirateada. El agua potable la llevan a sus casas a pie desde algún carrotanque o la reciben en sus casas, a cuentagotas, a través de mangueras que los surten apenas dos horas al día. Casas con el piso de tierra pisada, techos de teja de zinc que se apoyan en endebles entramados de madera y por donde se filtra el agua cada vez que llueve. La ausencia casi total del Estado la mitigan de alguna manera ONG como Médicos sin Fronteras (sí, los mismos de Afganistán, de Etiopía), Pies Descalzos, Unicef, Naciones Unidas...
Es como si todos los problemas de Colombia se dieran cita allí. Porque allá llegan los desplazados de todas partes, de todas las etnias: campesinos, afrocolombianos, emberás, pijaos... Están las autodefensas, la delincuencia común, la desnutrición, las enfermedades, el riesgo inminente de deslizamientos e inundaciones. Sesenta y cinco por ciento de los niños abandonan el estudio por falta de recursos o a causa de la violencia. Uno de cada 50 estudiantes llega a la universidad y son comunes parejas de adolescentes de 17 años que ya tienen que mantener pequeños bebés.
Pero aunque las cifras digan lo contrario, en Altos de Cazucá la pobreza está muy lejos de ser absoluta porque la riqueza espiritual de sus gentes es absoluta. Muchas familias de siete o hasta 10 personas que viven en a lo sumo 40 metros cuadrados con uno, si acaso dos salarios mínimos (y eso cuando consiguen trabajo en algún asadero, en alguna fábrica, en alguna casa de familia), les abren sus puertas a los extraños como si fueran amigos de toda la vida, narran sus desgracias como quien comenta que ayer estuvo en cine: un padre asesinado, la casa que se derrumbó. Comparten lo muy poco que tienen con una generosidad que asombra. Aprovechan cualquier metro cuadrado disponible para llenarlo de flores y de matas. Adornan sus casas con afiches, muñecos, cualquier recuerdo.
En Altos de Cazucá se entiende por qué Colombia a veces puntea en los listados del país más feliz del mundo. n