Especiales Semana

El reto mayor

Disminuir la pobreza no sólo es posible sino que es una obligación. El problema es que además de los desprotegidos de los cordones de miseria de las ciudades, se sumarán otros más: los bachilleres, los viejos y los habitantes del centro del país.

Alejandro Gaviria*
24 de septiembre de 2004

La ciencia ficción económica nunca ha sido un tema de mi predilección. Si el pasado es insondable, como alguna vez afirmó Thomas Mann, el futuro es ininteligible: una ocupación para novelistas. O para gurúes. O para charlatanes. Eso en general. En el tema de la pobreza, en particular, la dificultad se multiplica. Cualquier lector cavilante, antes de comenzar su lectura, tendría que preguntarse ¿qué diablos podría decirse (seriamente, al menos) sobre la pobreza del futuro cuando ni siquiera conocemos la magnitud de la pobreza del presente? No mucho, es verdad. Pero al lector escéptico le pido posponer su juicio hasta el final. O al menos comenzar la lectura.

Pasado y presente

Lo primero es que el pasado es menos insondable de lo que se cree. Y el presente, menos opaco de lo que se afirma. Comencemos con la historia de la pobreza durante la última generación. En contradicción con las opiniones desinformadas de muchos comentaristas, la pobreza disminuyó de manera sistemática en Colombia entre 1978 y 1995. Las encuestas de hogares del Dane permiten reconstruir una historia ignorada. Entre los años mencionados, la tasa de pobreza pasó de 80 por ciento a 60 por ciento y la de indigencia, de 45 por ciento a 23 por ciento. Durante el mismo período, las coberturas de electricidad y agua potable, la desnutrición global y la asistencia escolar aumentaron de manera significativa. En suma, el progreso social del país fue notable durante los 80 y la primera mitad de los 90.

Vino después la crisis de fin de siglo, cuando todo cambió. La pobreza aumentó varios puntos porcentuales, la indigencia retrocedió a los niveles de los años 80 y la pobreza coyuntural se sumó a la pobreza estructural. Pero al mismo tiempo aumentaron la cantidad y la calidad de los servicios sociales prestados por el Estado, lo que contribuyó a disminuir las repercusiones más nocivas de la pobreza como la deserción escolar y la desnutrición infantil.

La historia de los últimos años pone de presente una ecuación incuestionable: pobreza = desempleo. O dicho de otra manera, la disminución de la pobreza está íntimamente ligada al aumento del empleo privado. Este punto, a pesar de su simpleza, debería zanjar varias discusiones recientes. La primera, el aumento reciente del empleo tuvo que haber disminuido la pobreza. Y la segunda, el lento crecimiento del empleo sigue siendo el principal obstáculo para la reducción de la pobreza. No sólo en Colombia, sino en Latinoamérica. Y hasta en Estados Unidos.

Futuro

Sería absurdo hacer predicciones sobre los niveles de pobreza en el futuro. Son muchas las variables involucradas. Y numerosas las contingencias posibles. Una estrategia más razonable sería invertir el problema; esto es, fijar de antemano una meta de reducción de la pobreza y determinar seguidamente las transformaciones consistentes con la meta acordada. A saber: ¿cuánto tendría que crecer la economía?, o ¿disminuir la desigualdad?, o ¿aumentar las transferencias directas a los pobres?

En particular, conviene preguntarse sobre las transformaciones requeridas para reducir la pobreza a la mitad en el año 2020. Esta meta no sólo tiene sentido en sí misma, sino que posee el interés adicional de coincidir con lo acordado por el país en el marco de las Metas del Milenio: una iniciativa de las Naciones Unidas que vigila el cumplimiento de una serie de metas sociales por los países afiliados. Aunque las Metas del Milenio tienen como fecha de corte el año 2015, cinco años antes de lo aquí planteado, un lustro más o un lustro menos poco importan en las cuentas de los futurólogos -la ciencia ficción permite ciertas licencias-.

¿Qué se requiere entonces para reducir la pobreza a la mitad en el año 2020? Si la distribución del ingreso se mantiene invariante, como se ha mantenido por largo tiempo, salvo fluctuaciones coyunturales, la economía tendría que crecer a una tasa cercana a 7 por ciento anual. Si además la natalidad se reduce sustancialmente, un evento improbable dadas las tendencias históricas, la tasa en cuestión se reduce a 6 por ciento: un valor todavía sustancial. Así, el país tendría que emular la experiencia reciente de los países del sureste asiático para reducir la pobreza a la mitad sin mejorías apreciables en la distribución del ingreso. Necesitaríamos, en otras palabras, un milagro económico.

Alternativamente, si el crecimiento económico durante el período en cuestión no supera el crecimiento de la población, esto es, si se mantiene constante el producto por habitante, se necesitaría una disminución de la concentración del ingreso de 52 por ciento para reducir la pobreza a la mitad. Tal cambio implicaría no sólo una redistribución de la riqueza sin precedentes en la historia contemporánea, sino también la abolición de la iniciativa privada y la eliminación de los incentivos para la acumulación de capital humano. Una pesadilla orwelliana, loable en los objetivos pero terrorífica en los medios.

Quizá los escenarios más plausibles son los que combinan un aumento del crecimiento económico y una reducción de la concentración del ingreso. Así, por ejemplo, si la economía crece a una tasa promedio de 5,5 por ciento durante 15 años y la desigualdad se reduce a una tasa promedio de 0,5 por ciento por año durante el mismo lapso, la proporción de pobres se reduciría a la mitad. Pero antes de pronunciar el consabido sí se puede, cabe señalar que la economía colombiana jamás creció a una tasa superior a 5 por ciento durante un período de tal extensión y que ningún país latinoamericano experimentó una disminución en la desigualdad en las proporciones señaladas. Ni reciente ni históricamente.

Afortunadamente existen otras alternativas de reducción de la pobreza, o al menos de la pobreza extrema, que no requieren ni milagros ni utopías. En particular, una transferencia cuantitativamente insignificante hacia las familias más pobres sería suficiente para eliminar la totalidad de la pobreza extrema.

Según cálculos del Banco Mundial, la magnitud de la transferencia no supera el 2 por ciento de los ingresos totales percibidos por los hogares colombianos: aproximadamente 10 por ciento del gasto social actual. Existen, sin embargo, dificultades prácticas para la implantación de una política como tal, relacionadas con la reasignación del gasto público social (las inflexibilidades son cuantiosas y los intereses creados, poderosos) y con la identificación de los beneficiarios (los instrumentos disponibles son imprecisos y manipulables).

En suma, una reducción sustancial de la pobreza sólo sería posible si: (i) se reorienta una proporción importante el gasto social hacia las familias más pobres (preferiblemente en la forma de transferencias en dinero o especie), (ii) se logran tasas de crecimiento superiores a 5 por ciento durante más de una década y (iii) se reduce, así sea levemente, la concentración del ingreso. El orden de los requerimientos no refleja tanto los sesgos ideológicos de quien escribe como su juicio sobre la factibilidad de cada uno de ellos.

Los nuevos pobres

En general, la pobreza ha tenido un rostro conocido, asociado con los arrabales urbanos y las zonas marginales del campo. La falta de educación, la ausencia de nexos con el mundo del trabajo formal y las altas tasas de dependencia han sido, desde siempre, las características comunes de los más pobres. Pero a los pobres de siempre se podrían sumar otros: los nuevos pobres. O mejor: los grupos más propensos a caer en la pobreza.

Primero están los bachilleres. Y no me refiero aquí solamente a los jóvenes que apenas completan su educación secundaria, sino también a los trabajadores que sólo cuentan con un grado de bachiller. Hace dos décadas, la probabilidad de ser pobre de una persona con educación secundaria completa era 32 puntos porcentuales menor que la de una persona con primaria. Hoy es sólo 18 puntos menor. Y la diferencia se seguirá estrechando. En el país del futuro, consecuentemente, un grado de bachiller no representará una protección contra la pobreza. Y los bachilleres engrosarán las filas de la pobreza en una proporción sin antecedentes.

En segundo lugar están los viejos. Hoy en día, a pesar de las inequidades del sistema pensional, los viejos son menos propensos a ser pobres que los jóvenes: un legado del buen comportamiento económico de las décadas precedentes. Pero todo puede cambiar. Por una parte, el crecimiento de la población mayor de 60 años necesitada de ayuda estatal desbordará los recursos previstos en los fondos de solidaridad. Por otra, muchos de los cotizantes actuales no podrán acceder a una pensión pues no lograrán cumplir los requisitos. Un resultado previsible dado que los requerimientos de fidelidad para acceder a una pensión han aumentado al mismo tiempo que ha crecido la informalidad en el mercado de trabajo.

Y en tercer lugar están los habitantes del centro del país. Durante los años 90 la pobreza disminuyó en el norte y aumentó en el centro, especialmente en los departamentos de la zona cafetera, el Tolima y el Huila. Esta tendencia podría acentuarse con la firma del Tratado de Libre Comercio, el cual tenderá a favorecer las zonas de frontera, tal como sucedió en México, a lo que se sumaría el hecho de que las regiones más vulnerables a la apertura agrícola se encuentran ubicadas precisamente en el centro del país. Cabría esperar, entonces, una recomposición futura del mapa de la pobreza, con el centro del país como presunto perdedor.

Las políticas orientadas hacia la reducción de la pobreza enfrentarán una disyuntiva fundamental. Primero está la necesidad de concentrar los esfuerzos en las poblaciones tradicionalmente pobres, buscando contrarrestar las fuerzas que conducen a la transmisión intergeneracional de la pobreza. Y segundo, la necesidad de proteger los grupos vulnerables, los nuevos pobres identificados con anterioridad, buscando impedir que se sumen a los pobres tradicionales. Así las cosas, los hacedores de política se verán en la necesidad de escoger, dada la carencia de recursos, entre los unos o los otros; esto es, entre los pobres y los empobrecidos.

Pero esta no será la única disyuntiva. En el futuro, se acentuará la predisposición a recurrir a políticas asistenciales que sirven como paliativos pero que no atacan las causas de la pobreza. Las políticas tradicionales, que enfatizan la educación y la capacitación laboral, podrían entonces verse desplazadas como resultado de la impaciencia social y el cortoplacismo político. Pues quizá la única certidumbre sobre la pobreza en los años por venir es su preeminencia en el discurso político. Aun más que en el pasado, las demandas sociales por una solución expedita chocarán contra un fenómeno tozudo y de larga duración.

*Doctor en economía, profesor, ex-sudirector de Planeación Nacional