Especiales Semana

El riesgo de los mesías

La mayoría de colombianos, más que un líder político, lo que parecen anhelar es un salvador que los redima de todos los males que los aquejan. Nada más peligroso.

Eduardo Posada Carbo
8 de enero de 2001

Los políticos, dijo Giovanni Sartori, son populares en tiempos heroicos, pero escasamente lo son en tiempos de rutina, cuando la política democrática se vuelve un asunto ordinario”. No son estos tiempos de rutina para los colombianos. Tampoco de gloriosas hazañas; por el contrario, nos sentimos como nación huérfana de ellas, reclamando cualquier heroísmo. Vivimos, al parecer, el peor de todos los mundos, avergonzados cada vez más de nuestro pasado y confundidos frente al porvenir. ¿Qué significa, frente a este panorama desolador, ser hoy líder político en Colombia?

Muy poco, si nos atenemos a lo que nos repiten los formadores de opinión: aquí no hay líderes. También nos dicen con similar simpleza que “no hay clase dirigente”, que “este país se quedó sin élites”. Estas expresiones las repiten columnistas de diversas vertientes, ministros en ejercicio y en retiro, curas y laicos, aspirantes a la Presidencia y hasta representantes de la llamada ‘clase política’. Excepcionalmente surgen voces como la de Mauricio Pombo, quien reconoce que “lo de falta de liderazgo” nunca le ha “sonado: los países no necesitan líderes, más bien… sobran”. La corriente, sin embargo, va en sentido contrario. El clima de opinión podría definirse como una búsqueda afanosa, hasta ahora fallida, por llenar ese supuesto vacío de liderazgo. “Dios mío, se preguntaba Felipe Zuleta, ¿habrá alguien que pueda sacarnos de esta encrucijada?”.

¿Cómo gobernaría tal líder providencial? Sobre esto no se dice mucho, excepto la simple demanda: que lidere. Se aventuran ocasionales sugerencias, como la de Alfonso Llano Escobar, S.J: “¿No será que necesitamos de un líder no político que acabe con los partidos y cierre el Congreso?”. Anhelos de liderazgo se han expresado de otras formas. Hoy, tras los acontecimientos de la política peruana, las referencias a Fujimori tal vez se aplaquen. Pero han abundado. En 1996 SEMANA llamó a Antanas Mockus “el Fujimori colombiano”, por sus “asombrosos parecidos” y por las situaciones similares entre Perú y Colombia. Cuatro años después es claro que ni Mockus es Fujimori ni Colombia se parece al Perú. Las tradiciones políticas de ambos países son distintas. Como también son distintas las de Colombia y Venezuela. No obstante, pareciera existir cierta obsesión por identificar al ‘Chávez colombiano’. Este calificativo se les ha otorgado a locutores de radio, caudillos de provincia, productores de espectáculos, mujeres independientes —a quienes unen tal vez sus posturas populistas o sus ataques a los partidos—; pero ninguno tiene el perfil de militar golpista que lanzó al entonces comandante Chávez al liderazgo de su país.

Este clima de opinión, a la búsqueda del líder providencial, va acompañado de una serie de ideas —sobre la naturaleza del sistema político y la nacionalidad—, que me parecen cuestionables. Sobresale allí una narración que sólo ve en nuestra historia fracasos y frustraciones. En un lenguaje sin matices, en su versión más extrema, este juicio insiste en decirnos que hemos sido gobernados siempre por una misma casta desde la colonia. Cuando la responsabilidad no recae en esa ‘dinastía’ malévola se achaca la culpa de tanta tragedia a toda la Nación: los colombianos seríamos portadores de una cultura deforme de nacimiento. Tales percepciones del país se han arraigado bajo la pérdida de confianza social causada por el asedio del crimen organizado —guerrilla, paramilitares o narcotráfico— y de las enormes dificultades de garantizar así la seguridad ciudadana. Es en dicho escenario de desesperanza en el que tiene lugar la búsqueda de ese añorado Mesías, portador de un proyecto que resolvería entonces sí con certeza todos nuestros problemas.

Las recurrentes demandas de liderazgo se chocan en un clima de opinión lleno de contradicciones. Pues mientras se aviva la búsqueda de ese líder y su visión redentora, la estructura del gobierno se ha modificado sustancialmente, tras las exigencias de mayor descentralización. Nunca hubo aquí realmente ‘presidencia imperial’, otra noción falsamente popularizada. Pero cualquier poder que hubiese concentrado el Ejecutivo, éste se vio debilitado en la Constitución de 1991. Como lo subrayó Rafael Pardo, se produjo “un cambio drástico del perfil del Estado y del papel del gobierno en la conducción de los asuntos públicos”. En estas circunstancias, recurrir a la figura del líder parecería anacrónico. Observación similar hace Manuel José Cepeda cuando advierte las contradicciones entre las nuevas instituciones que invitan a la participación y la actitud de quienes están esperando que aparezca quien nos salve. Lo que no se advierte con suficiente claridad es el preocupante rumbo que han tomado los principios que inspiraron la Carta del 91. Donde algunos hablan de democracia participativa otros leen democracia directa. Aquí sí se está abonando el camino para el gran salvador que, so pretexto de la tal democracia directa, sepultaría de una vez por todas la representación democrática y, con ello, la política.

Las preocupaciones sobre las características del liderazgo, frente a la irrupción de la antipolítica y de la democracia directa, no son típicamente colombianas. En casi todo el mundo occidental los políticos y sus partidos están hoy sometidos a juicio. Siempre ha sido así. Pero las democracias más establecidas cuentan con soportes intelectuales, generalmente ausentes entre nosotros. Por si hiciera falta, recién se ha reeditado una vez más el clásico de Bernard Crick, In Defence of Politics (En defensa de la política, publicado originalmente en 1964), en el que este profesor inglés alaba la política, pero también advierte los peligros de politizarlo todo, el paso más cercano al totalitarismo. Crick nos previene de quienes nos prometen una política llena de certezas en la acción de gobernar —la de los tecnócratas—, o una plagada de principios inamovibles —la de los ideólogos—, o de los falsos amigos —los antipolíticos—. Su mensaje está lleno de pragmatismo: “Casi cualquier sistema de representación, así esté maltrecho… y a veces incluso corrupto, es mejor que ninguno”. La política, en contradicción con la violencia, se define como el constante compromiso entre intereses diversos y contrapuestos.

Quienes insisten en defender la necesidad de líderes redentores desprecian, por encima de todo, nuestras propias tradiciones. Esta no ha sido tierra fértil para los caudillos ni para el populismo. Y cuando han surgido grandes líderes de masas sus ambiciones se han visto limitadas por las instituciones partidistas. De cualquier manera el legado de figuras populistas a la vida democrática, aquí y en la Patagonia, es debatible. Creo que la imagen de liderazgo político que aun forma parte del espíritu nacional es la de la figura austera y republicana de Alberto Lleras Camargo, quien en 1939 precisamente advertía sobre la “sombra terrible de los ‘hombres fuertes” de los ‘hombres necesarios” que “disponían a su acomodo el poder político”, mientras invitaba a los colombianos a confiar en nuestra propia historia.

¿Líderes heroicos en tiempos de caos? Cuando el país intentaba recomponerse del desastre de la Guerra de los Mil Días, a comienzos de siglo, Miguel Antonio Caro denunciaba a quienes “envidiando la paz y prosperidad” de que disfrutó por años la nación mexicana bajo el gobierno de Porfirio Díaz querían implantar una especie de ‘porfirismo’ en Colombia. Según Caro, pretender trasladar sistemas políticos extraños era un ‘delirio’, un proyecto que amenazaba “convertir a Colombia en una nación de payasos”.

Hoy, como ayer, el sentimiento generalizado de inseguridad ha motivado la búsqueda de liderazgo mesiánico, una búsqueda desesperada que reniega de todo lo existente. Un clima de opinión intelectualmente menos confuso tendría que comenzar por revisar muchos lugares comunes y estereotipos. Reconocer las virtudes del pasado nacional y reconocer también sin prejuicios los cambios ocurridos en el país. Abandonar los anhelos de figuras redentoras y de utopías. Y articular en serio un debate en el que vuelva a apreciarse el valor de nuestras instituciones. Sólo así entonces los liderazgos políticos podrían recuperar para la sociedad un pleno significado democrático.