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EL SIGLOS DE LA CIENCIA

El siglo de la cienciaEl siglo XX ha sido el de mayor transformación tecnológica, pero eso no ha garantizado un mayor grado de civilización.

21 de diciembre de 1998

En 1455 Gutenberg inventó la imprenta y le regaló al mundo un sistema que, según los especialistas, redujo los costos _y en general los obstáculos de transmitir información_ en un mil por ciento. El suceso marcó un hito tan significativo en la historia de la humanidad que tuvieron que pasar más de cuatrocientos años antes de que apareciera un nuevo invento que fuera lo suficientemente eficaz para competirle: el microchip. Sin la gracia estética y monumental de su antecesor evolutivo, este minúsculo dispositivo no sólo aceleró los procesos de transmisión de datos en un millón por ciento, sino que sentó las bases de una nueva era, para muchos incluso superior a la industrial: la de la información.
Puede que la imprenta haya causado un mayor impacto durante su época en una sociedad que al mismo tiempo daba cuenta de las observaciones astronómicas de Copérnico, vivía del esplendor del Renacimiento y contemplaba maravillada el descubrimiento de un nuevo mundo. Pero no cabe duda de que las transformaciones ofrecidas por la informática a la sociedad actual son comparativamente más abrumadoras.
En realidad, el siglo XX ha evolucionado a velocidades tan vertiginosas que proporcionalmente ninguna centuria anterior logra equiparársele. Y no sólo gracias al microchip. Albert Einstein habló por primera vez de la teoría de la relatividad y puso en tela de juicio la estabilidad de la física de Newton. Fleming desarrolló la penicilina y revolucionó el tratamiento de las infecciones; mientras Crick y Watson describieron la estructura del DNA. Sin embargo, paralelo a estos grandes descubrimientos, la informática se erigió en el símbolo de la ciencia aplicada a las necesidades más elementales del hombre. En pocas palabras, y como lo afirma Eric Hobsbawm en su Historia del siglo XX, nunca como en el siglo que está por terminar la ciencia había repercutido de tal manera que ya no fuera concebible vivir sin ella en la más elemental cotidianidad en cualquier rincón del planeta.
Los grandes conflictos mundiales, pero en especial la segunda guerra, habían demostrado que la concentración de recursos con un propósito tecnológico determinado _en este caso el desarrollo de la bomba atómica_ rendía frutos en períodos de tiempo sorprendentemente breves, lo cual catapultó la inversión en investigaciones científicas _ con sus consecuentes aplicaciones tecnológicas_ a dimensiones nunca antes vistas. Según Hobsbawm, "en 1919 el número total de físicos y químicos alemanes y británicos juntos llegaba, quizás, a los 8.000. A finales de los años ochenta, el número de científicos e ingenieros involucrados en la investigación y el desarrollo experimental en el mundo, se estimaba en unos 5 millones".
Las sofisticadas innovaciones científicas, en principio sólo comprensibles de manera teórica en el reducido círculo de la llamada alta ciencia, se vieron rápidamente reflejados en contundentes avances tecnológicos en la práctica, gracias a este afán de conocimiento inmediato. "El láser es un ejemplo de esta rápida transformación, escribe Hobsbawm. Visto por primera vez en 1960, a principios de los ochenta había llegado a los consumidores a través del disco compacto. La biotecnología llegó al público aún con mayor rapidez: las técnicas de recombinación del ADN, es decir, las técnicas para combinar genes de una especie con genes de otra, se consideraron factibles en la práctica en 1973. Menos de veinte años después la biotecnología era una de las inversiones principales en medicina y agricultura".
El caso es que a pesar de que la ciencia continuó siendo esfera exclusiva de expertos cada día más especializados, la tecnología pasó a ser un elemento fundamental en el desenvolvimiento cotidiano de la humanidad. Las masas se habían apoderado de ella, aunque son muchos los que sostienen que, en realidad, ha sucedido lo contrario. Basta observar el acelerado desarrollo de las telecomunicaciones en los últimos treinta años para entender las dimensiones del evento. Los primeros viajeros siderales no sólo pudieron constatar que la Tierra se veía muy pequeña desde el espacio, sino que pronto confirmaron que en realidad lo era mucho más de lo que imaginaban. Las distancias se acortaron de tal manera gracias a la informática y a la comunicación satelital, que hoy no existe ningún suceso, por ínfimo que parezca, que no sea posible transmitirlo al mismo tiempo a todos los rincones del planeta en fracciones de segundo.
Desde las compras por catálogo a través de internet hasta las cirugías operadas a control remoto, la tecnología le ha abierto al hombre posibilidades que quizás sólo soñaban los ilusos autores de ciencia ficción.
Sin embargo, las grandes transformaciones científicas no han asegurado que este sea un siglo más civilizado y armónico que los anteriores. Por un lado, los conflictos mundiales han dejado secuelas escalofriantes para la historia de la raza humana (ver recuadro). Por el otro, la despiadada velocidad con la que los propios avances tecnológicos van ensanchando el abismo entre las naciones ricas y pobres, es una realidad que no deja de ser desconcertante. Sin duda solucionar esta dicotomía será uno de lso grandes retos del próximo siglo.

El lado oscuro
Ninguna era de la humanidad tuvo tantos avances científicos en tan poco tiempo como el siglo que está a punto de terminar. Es posible decir que la ciencia cambió más en los últimos 90 años que en el resto de la historia. Sin embargo, también es posible decir que nunca antes el género humano había presenciado una época de mayor barbarie.
Las guerras han acompañado al siglo desde su propio comienzo y en todas las latitudes. En los cinco continentes los ejemplos abundan. En Africa, la guerra de los bóers, que enfrentó a los colonos de origen holandés y alemán con la potencia colonial británica causó más de 300.000 muertos en una población que escasamente llegaba al millón. Y ese era apenas un abrebocas de lo que habría de venir en un siglo marcado por el rojo de la sangre.
La Primera Guerra Mundial, también llamada la Guerra Europea, anunciada en esa época como el conflicto que acabaría definitivamente con todas las guerras, no sólo causó la muerte de 10 millones de personas, sino que dejó sentadas las bases para el conflicto que asolaría, esta vez sí, al mundo entero. La Segunda Guerra Mundial, precedida por un sangriento conflicto civil que mató a un millón de españoles, arrojaría un saldo estremecedor: 54 millones de personas muertas y una destrucción generalizada que tardaría varias generaciones en ser superada. El Holocausto de seis millones de judíos quedó en los anales de la historia como el mayor símbolo de la barbarie humana. Y la bomba atómica, resultante por excelencia del avance de la ciencia en el siglo, marcó la vida de miles de millones de personas que vivieron en el temor de una conflagración planetaria durante décadas.
Otros hechos no son menos espeluznantes: la hambruna producida por la colectivización forzada de Stalin mató 30 millones de campesinos en Rusia. En Africa, las guerras civiles y la falta de alimento han diezmado la población. Más recientemente, el conflicto causado por la desaparición de la antigua Yugoslavia convirtió en campo de muerte a un territorio que se había convertido en ejemplo de convivencia interétnica y religiosa. Todo ello para no hablar de la criminalidad que, en la mayor parte del mundo, es un cáncer que silenciosamente ataca a la humanidad entera.