Especiales Semana

EN EL PAÍS DE LAS HISTORIAS MÍNIMAS

Julio Ramón Ribeyro, uno de los mejores cuentistas latinoamericanos, murió hace 10 años y aún no se lo ha valorado como se merece.

Diego Garzón
18 de abril de 2004

Bel-Amir, un argelino de más de 60 años que trabajaba cargando carbón en la estación de Payol en París, anhelando, resignado, lo imposible: volver a Orán. Arístides, un hombre que había malgastado su vida en un sótano anotando partidas del registro civil, sin esposa, sin "querida", "excluido del festín de la vida", buscando, en vano, en los prostíbulos, el amor. A Eusebio Zapatero, ayudante de contador, empleado de la Casa Ferrolux S.A., en la fiesta de la empresa, la vida le cambió cuando todos se empezaron a ir de lugar y se quedó solo festejando, como viejos amigos, con Felipe Bueno, su jefe, un hombre que apenas sabía su nombre. Fernando Pasamano, se convenció de que un magno banquete en su casa, a pesar de que tuviera que cambiar los muebles, invertir sus ahorros en un menú digno y acomodar el espacio para recibir a 150 personas, entre ellas al presidente, era la única forma de dar el paso que siempre había soñado.

Esos son, entre muchos otros, los personajes de los cuentos de Julio Ramón Ribeyro, uno de los mejores cuentistas que haya dado Latinoamérica. Gente común y corriente que se levanta a trabajar a la oficina, que tiene un horario, que "esperan lo que venga". Esas personas lo apasionaban y por eso, quienes lo conocieron, lo recuerdan sentado en un café de Montparnasse, en París, donde vivió la mayor parte de su vida, mirando a la gente, construyendo sus historias. Pasaba horas enteras fumando y observando. Alguna vez admitió que le fascinaba retratar la tragicomedia de la clase media, de la que él provenía: "Quién va a imaginar que este hombre que fuma cigarros rubios y que viaja en taxi a la oficina tiene tan sólo un par de zapatos y que para colmo le ajustan. Quién va a pensar que debe tres cuotas de hipoteca, la matrícula de la universidad, el valor de un terno en la sastrería.", escribió.

En Prosas apátridas, un libro sin género, lleno de reflexiones de lo que le venía en gana, tampoco dejó de lado su reflexión sobre estos personajes: "Los dos barrenderos franceses de la estación de metro, con sus overoles azules hablando en argot, gruñendo más bien, acerca de su trabajo. ¿En qué los ha beneficiado la Revolución Francesa?". O, mejor, cuando escribió: "Todos los días alguien muere y nace alguien, eso no es novedad; lo importante es que esa muerte sirva de abono a la vida que comienza, lo importante es que la permanencia de nuestra especie tenga algún sentido. Si se vive por vivir, entonces, no se vive, se malvive, se malgasta una existencia. Al hombre que bordea los años en que morir es casi una rutina tendría que preguntársele: ¿Y tú, qué nos dejas...?".

Se dice, ahora, que es el "genio del realismo urbano" de la literatura peruana aunque, obviamente, también jugó con los cuentos fantásticos: desde ese hombre que se obsesionó en que debía existir un doble suyo en el mundo y no tuvo más remedio que ir a buscarlo, hasta otro personaje (tal vez él mismo) que se enamoró de Bárbara, una hermosa polaca que le dejó una carta, sin que él, después de 10 años de intentos fallidos, pudiera traducirla al español, sin saber nunca lo que ella le quiso decir.

Ribeyro, en teoría, tuvo un verdadero reconocimiento después de su muerte hace 10 años. Precisamente en 1994 se le entregó el Premio Juan Rulfo, algo tarde, y muy poco para lo que su prosa representa. Pero, sin duda, sigue siendo un autor por descubrir: Los gallinazos sin plumas (1955), Crónica de san Gabriel (1960), Silvio en el Rosedal (1976), Prosas Apátridas (1978) y su diario La tentación del fracaso (¿hay un título mejor que este?), siguen en el anonimato para la mayoría.

Convencido de que para amar a una persona no se necesita estar correspondido, mientras que para tener a un amigo sí, y de que la verdadera cultura -por encima de libros y de viajes- se demuestra con los modales en la mesa, Ribeyro pasó los últimos años de su vida en París, repitiendo a menudo una frase de su compatriota César Vallejo que le encantaba: "Soy peruano del Perú, y perdonen la tristeza".