Especiales Semana

Febrero 1 de 1935<br>Sin discriminación

La educación superior para las mujeres, que comenzó como un derecho por ley, se convirtió en uno de los logros de la modernidad del país

María Himelda Ramírez*
30 de mayo de 2004

El 10 de diciembre del año 1934 se presentó al Congreso de la República un proyecto de ley para que las mujeres pudieran ingresar a la universidad en igualdad de condiciones que los hombres. Suscitó una gran controversia como todo lo que tenía que ver con los derechos de las mujeres.

Jorge Eliécer Gaitán defendió el proyecto desde una perspectiva moderna y Germán Arciniegas lo rebatió, pero en últimas fue aprobado. La Universidad Nacional de Colombia, en el ambiente de renovación del gobierno liberal de Alfonso López Pumarejo, abrió sus puertas por primera vez en Colombia a las jóvenes que aspiraban cursar una carrera diferente al proyecto matrimonial y familiar al cual habían estado adscritas de manera exclusiva.

Gerda Westendorp fue admitida en 1935 a la carrera de medicina e inició clases probablemente el primero de febrero. Pero Gabriela Peláez, que ingresó en 1936 a estudiar derecho, se convertiría en la primera abogada colombiana.

Además de estos hechos hubo otros que fueron ampliando la presencia de la mujer. María Carulla fundó en 1936 la primera escuela de trabajo social adscrita a la Universidad del Rosario. Las facultades de ciencias sociales fueron receptivas al ingreso de las jóvenes. Se emprendió así el camino hacia el logro de la ciudadanía plena para las mujeres y la oportunidad de contar con otra mirada calificada sobre la vida, los problemas sociales, el pasado, las artes, las ciencias. Se empezaron a despejar las dudas sobre la inferioridad intelectual de las mujeres, al demostrar las primeras universitarias que eran competentes en su trabajo académico, creativas y disciplinadas.

De estas primeras épocas se conserva el anecdotario de las experiencias pioneras: las ambigüedades, el paternalismo y la galantería en las relaciones de género; la hostilidad de algunos profesores para quienes el saber era cosa de hombres; la ausencia de sanitarios para mujeres; la expedición de los títulos en el universal masculino: doctor en medicina o en derecho, maestro en bellas artes o música, ingeniero, para Gabriela, Mercedes, María y las demás.

El ingreso de las mujeres a la universidad posibilitó la investigación de temas nuevos. Maestra como Virginia Gutiérrez de Pineda y su discípula y aliada Ligia Echeverry Ángel pudieron asumir los estudios sistemáticos de la familia, la niñez de la calle, la vejez. Sus hallazgos se han incorporado a las propuestas de política pública en esas materias y han contribuido a la cualificación de los servicios de bienestar familiar.

La investigación sobre las violencias en el país, y en particular la violencia en las relaciones familiares y de pareja, lo mismo que el maltrato infantil, se ha fortalecido con la contribución de mujeres profesionales e investigadoras, quienes no sólo interpretan esos temas desde perspectivas científicas, sino que construyen alternativas de intervención preventiva, remedial y promueven reformas legislativas.

Los estudios sobre la mujer y el género, que fueron un desafío a las tradiciones académicas, han significado un avance en la comprensión de las dimensiones subjetivas y de construcción social de las identidades, en sintonía con los debates internacionales sobre las feminidades, las masculinidades, la diversidad sexual.

El trabajo discreto en los laboratorios de investigación científica y en las áreas medioambientales se alimenta hoy del aporte de importantes mujeres, al igual que en campos como la educación.

Desde hace 60 años hasta el momento, la matrícula universitaria femenina ha aumentado de manera gradual hasta representar hoy en día algo más del 50 por ciento. La igualdad aspirada en la propuesta original de 1934 ha sido interferida por los prejuicios sexistas y por las resistencias culturales a los cambios. Si bien los avances son notorios, la matrícula femenina se concentra en las disciplinas y profesiones asociadas al cuidado (enfermería, educación, terapias, trabajo social, psicología) que si bien se inspiran en una ética del compromiso social, son campos desvalorizados, de menor prestigio, menor remuneración y menores oportunidades de incidencia política que los campos disciplinares y profesionales en los que se concentran los hombres.

María Emma Wills, en una investigación reciente sobre las mujeres en la educación, muestra una presencia femenina notable en la educación preescolar y básica que decrece de manera sensible en la educación universitaria, ámbito en el cual es muy visible el techo de cristal. Es decir, la orientación vocacional mantiene los sesgos de la división sexual del trabajo, y las pruebas académicas estandarizadas reportan aún vacíos en la formación básica y sesgos de interpretación.

La mayoría de quienes aspiran ingresar a medicina son mujeres, pero ingresa una mayoría masculina. El entrada de las mujeres a la universidad y la conquista de un título potencia su autonomía y la libertad de pensamiento, es decir, contribuye a la expansión de la democracia incluyente. Por lo demás, se fomenta la independencia económica, base de la construcción de relaciones sociales más justas y equitativas. Desarrolla la conciencia de la solidaridad y del compromiso social.

En síntesis, el país cuenta con el aporte de las mujeres profesionales que contribuyen con su trabajo a la distensión de los problemas más críticos, tal como lo reportan las estadísticas recientes sobre la presencia de médicas, enfermeras, comunicadoras sociales, antropólogas y sociólogas en las zonas de conflicto. Además cuenta con artistas y creadoras que construyen y reconstruyen proyectos y nos muestran lo que somos.



*Trabajadora Social, profesora Universidad Nacional