Especiales Semana

FERNANDO BOTER0

EDUARDO SERRANO
9 de noviembre de 1998


FERNANDO BOTERO
Nació en 1932 en Medellín. En un comienzo quiso ser torero. Estudio arte en la Academia de San Marcos de Florencia. En 1958 fu nombrado profesor de pintura en la Escuela de Bellas Artes de Bogotá.
Es considerado como uno de los más importantes pintores vivos. Ha realizado exposiciones en Estados Unidos, Francia, España, Alemania, Italia y Japón.
Sus esculturas han sido expuestas en las principales ciudades del mundo: Nueva York, París, Madrid, Washington y Florencia.

EL SIGLO XX FUE magnánimo en cuanto a la calidad y cantidad de la producción de los artistas plásticos colombianos, desde Santa María hasta Obregón y desde Cano hasta Negret. No obstante, ningún artista nacional consiguió durante la centuria un lenguaje tan original elocuente e identificable como el de Fernando Botero, y ningún otro ha logrado un reconocimiento internacional tan unánime y entusiasta como el que han suscitado su pintura y su escultura en el público de las más diversas culturas y de todos los continentes. Podría decirse que Botero ha escrito su nombre, y por consiguiente el de Colombia, en los recintos y espacios abiertos más sacrosantos del arte y de la historia.
Fernando Botero nació en Medellín en 1932, ciudad que marcaría su personalidad y le suministraría experiencias imborrables que constituyen la sustaneia de su producción. Se trasladó a Bogotá en 1951 y al año siguiente viajó a Europa, donde asistió a varias academias. Pero en realidad Botero nunca ha dejado de estudiar el arte de los grandes maestros, razón por la cual conoce profundamente los más recónditos secretos de sus obras y cuenta con una insuperable tabla de valores para medir sus propios logros.
Su interés en la historia del arte lo condujo a Italia y especialmente al trabajo de artistas como Masaccio y Piero de lla Francesca, el cual se destaca por el sentido del volumen y la solidez y presencia de las figuras, atributos que también estarían presentes en los lienzos que Botero expondría a su regreso en 1955 a Bogotá. Viajó poco después a México, donde los muralistas habían implantado una pintura de intención social y de temática local, lo cual le reafirmó acerca de la importancia de las raíces culturales en el trabajo artístico, así como en la certidumbre de que América Latina es un continente insólito y poético digno de ser interpretado plásticamente. Y de ese momento en adelante su trabajo constituye una combinación fascinante de talante renacentista e idiosincrasia latinoamericana, o de quattrocento y siglo XX, puesto que si bien hace evidente una intención de clasicismo, también es cierto que se trata de una obra que sólo hubiera podido darse en esta centuria, en la cual la transformación de la naturaleza ha sido bienvenida y la libertad de los artistas ha sido irreducible.
En México, precisamente, y de manera más bien fortuita, descubriría su particular vía a la originalidad y por lo tanto a la fama. El hecho de haberle añadido un hueco de sonido muy pequeño a una mandolina que había representado, enfatizando su volumen como ya era característico en su producción, le permitió percatarse de que el contraste entre el detalle y la totalidad del objeto había cambiado visualmente la contextura del instrumento musical y le había otorgado proporciones fantásticas.
Su obra plantea un universo exuberante y sensual donde no sólo las figuras sino todos los elementos y el paisaje gozan de una escala monumental pero verosímil. Sus formas, plenas y abundantes, no proyectan sombras ni acusan texturas diferentes y su color, rico y variado, es el producto de una constante investigación que lo ha llevado, desde un cromatismo suave y claramente matizado por el blanco, hasta una consciente disminución en la utilización de ese color gracias a la cual se han abierto paso las tonalidades más definidas y saturadas de sus pinturas más recientes.
Botero, sin embargo, no se ha interesado por la evolución de su lenguaje sino por la reafirmación de sus valores. Hay, desde luego, diferencias entre sus pinturas de épocas distintas e inclusive entre trabajos de un mismo período. Pero el artista ha evadido los cambios y rupturas que han determinado el desarrollo de los movimientos modernos, dedicándose más bien a profundizar en sus convicciones acerca del arte como comunicación de una particular visión, en su intención de conducir el volumen a una exaltación sin precedentes, y en las metas estéticas y expresivas que se planteó cuando tomó la determinación de ser artista.
Para Botero pintar, más que una vocación, es una necesidad. Ha realizado más de mil pinturas, un número similar de dibujos y tantas obras tridimensionales como cualquier escultor prolífico de la era contemporánea, lo que permite comprender el gran placer que le produce su trabajo. A pesar de su irrevocable fidelidad con su propio estilo, Botero con fronta cada lienzo con una autonomía creativa que lo faculta para realizar alusiones inesperadas y composiciones improbables. Y a pesar de cierto dejo irónico en algunas de sus obras y de que en la mayoría de sus pinturas la referencia a la cultura colombiana resulta inescapable, no es su intención primera transmitir mensajes o elaborar comentarios que no sean sobre la pintura misma. De ahí que sus figuras más que personajes identificables sean un prototipo, seres neutros sin cualidades morales ni pretensiones de tipo sicológico.
Botero añade algo personal a cada tema que confronta, puesto que su trabajo condensa sus particulares experiencias y valores, y tal vez sea esta la causa de que no exista una escuela boteriana. Su trabajo se halla encaminado a integrarse a una tradición que sólo puede ser continuada mediante la excelencia, y también a celebrar la vida a través de la sensualidad y la imaginación. Pero Botero no ha pintado una sola pincelada insincera o innecesaria en toda su carrera, y es en esa honestidad a toda prueba donde radica la eficacia de su lenguaje rotundo y poderoso. Algunos aspectos de sus obras pueden divertir y otros conmover, pero todo su trabajo hace gala de una calmada dignidad y de una presencia memorable, las cuales se cuentan entre las razones de su justa consideración como uno de los aportes más notables de América Latina a la historia del arte del siglo XX.