Especiales Semana

FIESTAS Y REGALOS

14 de enero de 1991

UNA FIESTA DE AGOREROS
No cualquier mortal está en condiciones de aguantar las festividades de un 31 de diciembre. A pesar de la alegría desbordante que suele acompañar el último día del año, de la nostalgia por los años que se fueron y de las positivas expectativas del que viene, aún el más optimista debe reconocer que se necesita algo más que ganas para superar sin contratiempos todos los obstáculos de esta particular fiesta.

Ante todo, no debe pensarse que con la preparación adecuada de la cena y de la propia fiesta se tiene suficiente. En el transcurso de ese largo día uno se va dando cuenta de que el licor y la comida son lo de menos. La preocupación mayor corre por cuenta de todos los agueros que con el paso del tiempo van aumentando de manera considerable y que deben ser cumplidos en su orden estricto, sopena de arrepentimientos posteriores y malos augurios en el año venidero.

Por eso no es raro encontrar los almacenes de ropa íntima colmados de señoras -y también de señores- a la caza de un calzón amarillo, el color de la buena suerte; y luego largas filas en los supermercados, conformadas por una serpentina infinita de personas cargadas de docenas de uvas, de libras de lentejas y de papa.

Si se cree que con la quema del año viejo todos los males quedan salvados, se está muy lejos de la realidad. Porque las tías y las suegras agoreras confirmarán al instante que antes hace falta cumplir con toda una parafernalia de requisitos, pruebas y ritos benignos. Ritos que comienzan desde el mismo instante en que se inicia la preparación de la cena.

Pero el mayor susto viene después, cuando las manecillas del reloj están a unos pocos minutos de juntarse en el filo de las 12. Entonces todos los participantes de la fiesta olvidan el trago por un momento para preparar su organismo y su mente con el fin de enfrentar la maratónica jornada de los agueros. Con nerviosismo van analizando, renglón por renglón, los pasos por seguir. Y luego de que todo parece estar en orden, las 12 campanadas comienzan a retumbar en toda la casa. Y los invitados, crédulos e incrédulos, pierden la razón.

Y no es para menos. Las innumerables tareas impuestas por las buenas señoras con el ánimo de retirar cualquier maleficio en el año que comienza y de atraer la buena suerte en el futuro innediato, deben cumplirse a cabalidad. Con un agravante: ¡Todas al mismo tiempo!. Entonces la premisa de que no cualquier mortal puede salir ileso de la fiesta de año nuevo, comienza a ponerse prueba.

Porque todo aquel que desee viajar debe darle una vuelta a la manzana con naleta en mano. Pero ante ha debido colocarse el calzón amarillo, comido las 12 uvas, una por una, en representación de 12 deseos; haber escogido al azar una de las tres papas que se han dispuesto una entera, una semipelada y otra totalmente pelada para augurar la suerte económica del año venidero; haber abrazado inmediatamente después de las 12 de la noche a una persona del sexo opuesto; haber contado dinero en presencia de testigos; haber probado una cucharada de lentejas para asegurar el alimento del próximo año; haber tomado un sorbo de champaña, y además haberse dejado mojar la cabeza con el mismo licor. Y por si fuera poco, contra todo mal aguero, debe arrojarse la copa ya vacía hacia atrás y por encima del hombro derecho.

Pero si por casualidad se llegan a cumplir todos los requisitos anteriores, no se debe, por ningún motivo, cantar victoria. ¿Se alistó el huevo en el vaso de agua tres horas antes de la media noche para leer en él, en la madrugada del primero de enero, el destino del nuevo año? ¿Se guardó la argolla matrimonial en el bolsillo sin que nadie se diera cuenta para asegurar un año pleno de felicidad en pareja? ¿Se recordó saltar en el momento de las 12 para recibir el año en el aire?

La lista podría resultar interminable. Cada quien se inventa un aguero propio. Y lo peor: se lo cree. Así las cosas, la celebración del año nuevo es un acontecimiento que va mucho más allá de la simple fiesta. Es un rito casi religioso que obliga al más experimentado agorero a reconsiderar sus planes y a proponer estrategias, para tener la satisfacción de recibir el año con la mejor suerte del mundo.