Especiales Semana

Hacia el mismo norte

Mientras no se supere la obsesión por Estados Unidos y se elimine la burocracia, las relaciones de Colombia seguirán mal manejadas y en pocas manos.

Arlene B. Tickner*
24 de septiembre de 2004

Desde tiempos inmemoriales, las relaciones internacionales de Colombia han sido signadas por varios rasgos que en poco o nada han cambiado hasta el día de hoy. En lo formal, éstos se han destacado por su carácter presidencial y personalista, y en lo estratégico, por el predominio de las relaciones bilaterales con Estados Unidos.

Un examen somero de este andamiaje de la política exterior permite ver que entre sus componentes formales y estratégicos existen niveles considerables de retroalimentación. La cercanía de Colombia a la potencia, contemplada la mayoría de las veces en términos de subordinación, ha demandado un manejo cerrado y excluyente de las relaciones externas, mientras que ese mismo estilo ha impedido la exploración de otras vías más audaces. Aunque no soy adivina, ni creo que hacer predicciones sea función de la academia, no es difícil pronosticar que el año 2020 será igual que hoy si este círculo vicioso no se rompe.

La ausencia de una clara división del poder público, junto con la participación marginal del Congreso de la República en los asuntos internacionales, significa que el ejecutivo goza de un enorme grado de libertad en la formulación de la política exterior. A lo anterior se suma la personalización extrema del sistema político del país, lo que equivale a decir que un pequeño número de individuos cercanos al Presidente manejan con él las relaciones con el mundo, y no unas políticas estatales de largo aliento.

Sin duda, el presidente Álvaro Uribe ejemplifica este fenómeno mejor que cualquier otro en la historia reciente de Colombia. El primer mandatario refleja un tipo de liderazgo propio de la 'democracia delegativa', que consiste en el ejercicio del poder político libre de controles de la ciudadanía (cuya participación en la 'cosa pública' se limita al voto) y de las ramas legislativa y judicial. El hecho de que Uribe sea además un presidente carismático cuyo liderazgo ha adquirido dimensiones casi mesiánicas le ha ganado al primer mandatario amplios espacios para tomar decisiones, sin importar mucho si éstas sean buenas o malas, convenientes o desafortunadas.

Una política exterior excesivamente personalizada produce decisiones ad-hoc precisamente porque desconoce las instituciones en cuyas manos su diseño y coordinación deberían estar. Los gobiernos de turno suelen utilizar el argumento de que la falta de profesionalización del Ministerio de Relaciones Exteriores imposibilita el ejercicio de esta función. Sin embargo, diversas administraciones que han intentado modernizar el aparato diplomático (sin éxitos notables) también han abusado del servicio exterior con fines clientelistas. De todos los cargos diplomáticos y administrativos en el exterior, 62 por ciento y 93 por ciento, respectivamente, son nombramientos políticos. El caso del servicio exterior colombiano ofrece un burdo contraste con los demás países del mundo, en donde los únicos nombramientos libres suelen hacerse a nivel de embajador, y son pocos (entre el uno y el 20 por ciento del total). En cambio en el país se estipula que hasta un 80 por ciento de los puestos de embajador pueden ser llenados a discreción presidencial.

Es insólito que justamente en este país, en donde las relaciones externas deben ser utilizadas para resolver la crisis interna, ser 'amigo' del Presidente sea criterio de repartición de cargos diplomáticos, mientras que en el mundo entero éstos se asignan por méritos dentro de una carrera diplomática institucionalizada.

A diferencia de otros países de América Latina, la cercanía política y económica de Colombia con Estados Unidos tampoco ha sido un tema controversial. Es cierto que algunos pocos gobiernos se han debatido entre la aceptación de la subordinación y la búsqueda de mayores márgenes de autonomía (los gobiernos de Belisario Betancur y Virgilio Barco vienen a la mente), pero por lo general el principio denominado respice polum (mirar hacia el polo, y si es con veneración sumisa mejor) ha sido el eje de las relaciones bilaterales.

Desde el año 2000, cuando fue aprobado el Plan Colombia, la política colombiana hacia Washington se ha caracterizado por una subordinación agresiva que refleja la supuesta importancia de la 'relación especial' con Estados Unidos. Hoy, la política exterior de Colombia refleja el programa doméstico del presidente Uribe: el fortalecimiento de la seguridad 'democrática', la guerra contra la insurgencia y la legitimación del uso de la fuerza.

Pero el entusiasmo con el que algunos celebran los niveles actuales de penetración estadounidense al país hace perder de vista que cualquier relación, y en particular ésta, tiene costos que deben evaluarse antes de cantar victoria. El horizonte de las relaciones colombianas con América Latina -de por sí difíciles por la regionalización de la crisis nacional- es muy complejo, dado que la alineación extrema con Washington aleja aún más a Colombia de sus vecinos. El discurso antiterrorista del presidente Uribe, que lo hace ver como portavoz de Washington, ha chocado con las posturas de otros países suramericanos que han buscado distanciarse de las políticas de seguridad de Estados Unidos.

Otro costo importante de la 'relación especial' son los altos niveles de dependencia que caracterizan a Colombia hoy. Ser dependiente implica no tener autonomía para ejercer las funciones políticas, económicas, militares y sociales del Estado, las cuales son monopolizadas en gran medida por Washington. Una incógnita que plantea la injerencia del Comando Sur en la crisis interna tiene que ver precisamente con la dependencia estratégica, técnica y financiera que han creado el Plan Colombia y el Plan Patriota. Cómo 'colombianizar' la guerra contra las drogas y el terrorismo una vez Estados Unidos reduzca sus niveles actuales de apoyo es todavía una pregunta sin responder en el país.

En el plano doméstico, la subordinación agresiva fragmenta a la sociedad en vez de construir consensos. La política exterior colombiana plantea la aparente paradoja de que la alineación con Washington ha contado siempre con un amplio apoyo de la mayoría de los actores políticos del país. Sin embargo, más que un consenso, a lo que hemos asistido es a un pacto entre las élites nacionales, para las que la subordinación puede reportar ganancias. Para ello, la estructura informal y cerrada que tenemos en política exterior ha sido un instrumento importante de exclusión de aquellos otros sujetos que no comparten esta estrategia. El carácter de cruzada de la guerra actual contra el terrorismo alimenta aún más la censura de posiciones contrarias a las del gobierno, ya que cualquier crítica a la política internacional del presidente Uribe es considerada 'subversiva' y antipatriótica.

El mundo de ayer, el de hoy y seguramente el de 2020 dejan pocos márgenes de maniobra para un país como Colombia. Pero seguir aferrados a la idea de que la única opción que tiene el país es atar su suerte a la de la potencia no solo es miope sino que desconoce la gama de opciones con las que se podría jugar sin necesidad de dejar de tener buenas relaciones con Washington. Querámoslo o no, Estados Unidos es el primer destino para los productos colombianos y su principal inversionista extranjero. Un porcentaje mayoritario de los tres millones de colombianos que residen en el exterior, junto con sus inmensas remesas, se encuentran allí. Y si se tienen en cuenta los efectos futuros que tendrá la firma del TLC, la estrechez de la relación bilateral llegará a ser aún mayor.

Tener relaciones estrechas no implica que la subordinación sea inevitable. Pensarlas en términos de una interacción estratégica para los intereses del país sería un punto de partida más inteligente hacia el futuro. Ésta debería consistir en la creación de niveles relativos de autonomía y la búsqueda del desarrollo nacional, entendido en términos políticos, económicos y sociales. Parece increíble que de los 3.150 millones de dólares que Colombia ha recibido, solamente el 20 por ciento busca mejorar la gobernabilidad del país y aliviar la pobreza, mientras que el 80 por ciento restante está dedicado exclusivamente a la guerra. Un país que compite para el premio al más inequitativo del mundo y en donde 66 por ciento de la población nacional vive debajo de la línea de pobreza no puede confiar su futuro a otro cuyo único interés en el mundo parece ser afianzar su predominio.

Reconocer y abrazar la condición de país latinoamericano y tercermundista constituye una condición indispensable para garantizar lo anterior. Podríamos aprender mucho de la experiencia internacional de países como Brasil, Argentina y Chile, y hasta incluso de los centroamericanos, los cuales poco a poco han abandonado el viejo y trillado sueño de tener una relación 'especial' con Estados Unidos. En su lugar, se han dedicado a construir esquemas regionales.

Para garantizar unas relaciones internacionales más ilustradas y estratégicas en 2020, lo que necesita Colombia hoy es una nueva arquitectura de política exterior. La relación 'especial' enceguece al país para percibir los posibles cambios en el escenario global del futuro, como un aumento del poder y el protagonismo de la Unión Europea o de China. El énfasis exclusivo en la lucha antidrogas y antiterrorista hace difícil que el gobierno pueda acomodarse a giros en la política estadounidense, producto de una mayoría demócrata en el Congreso, un fracaso del Plan Colombia y el Plan Patriota, o la aparición de nuevos 'problemas' en el hemisferio. Y si un eventual presidente de izquierda -escenario imposible hoy pero factible después de ocho años de Uribe- planteara, como lo ha hecho Lula en Brasil, que Colombia debe buscar más autonomía, se chocaría contra una precaria institucionalidad para lograrlo. Superar la obsesión con Estados Unidos, eliminar el amiguismo como criterio de manejo de la política exterior y reconstruir la carrera diplomática en función del profesionalismo y la excelencia que exige un servicio exterior moderno son tres factores que ayudarían a que el futuro no sea una repetición lamentable y mecánica del pasado.

* Profesora de las universidades de los Andes y Nacional de Colombia