Especiales Semana

Helena Araújo

Ella encarna la escritura como denuncia y autoconocimiento. En sus relatos, los personajes masculinos no salen bien librados.

Paloma Pérez Sastre - Claudia Ivonne Giraldo Gómez*
3 de diciembre de 2005

La obra de Helena Araújo marca un hito en la literatura en Colombia y en la escritura de las mujeres. Pertenece a la generación urbana contestataria de los años 70, que desacraliza los valores establecidos y ridiculiza a la burguesía. Y porque ella además aporta la conciencia de género y la búsqueda de una voz verdadera, profunda y libertaria. De pequeña leyó orientada por su padre diplomático, de quien, obligados por la trashumancia, recibió la primera educación. A su regreso, en un colegio conoció las limitaciones que se imponían a una niña de su clase. En la facultad de filosofía y letras vivió las alegrías de la independencia que perdería a los 20 años bajo la presión del matrimonio. El uso de anticonceptivos después de tener cuatro hijas le costó la represión de la Iglesia. Finalmente, en 1971 aterrizó en Lausana, libre para escribir cuanto y como quería. Es imposible separar la obra de Helena de su particular relación con la palabra, de su necesidad de decirse en una literatura experimental y de autoconciencia sin desvelos editoriales. Porque su afán es la urdimbre de su escritura; no contar, sino contarse; encontrar el lenguaje apropiado mediante un arduo trabajo de autoexploración y autodescubrimiento. Por eso, su búsqueda de otra lengua que transforme la sintaxis y contradiga las reglas de la gramática de un discurso usado para nombrar un mundo en donde ellos hablan y ellas escuchan. Su escritura caótica, fluctuante, íntima, deja aflorar un inconsciente fraguado en sueños, epifanías, intuiciones. El humor la atraviesa en la inversión de valores, en el desparpajo que en Las cuitas de Carlota (2003) señala la madurez de la escritora ya apropiada del lenguaje a fuerza de violentarlo, de reescribirlo. Sus relatos y cuentos apuntan a una inversión de roles de la que los personajes masculinos no salen bien librados. Libertad lingüística implica posesión consciente de un cuerpo que no es el que espera el deseo de otro; y en clave irónica, desacraliza la concepción ingenua del amor, esa relación de pulso de poderes, para darle al erotismo su justa medida. Helena no concibe el poetizar sin politizar, sin denunciar las iniquidades y el sometimiento de las mujeres, el mismo de sus antepasadas. De Elisa, la protagonista de Fiesta en Teusaquillo (1981), a Carlota, hay todo un periplo escritural y espiritual en lo que va de una mujer militante y rebelde harta de ser utilizada, a la otra que avanza y protagoniza una novela conductora al diálogo con ese otro tú implícito en la escritura. Desde sus años de juventud, hasta estos muchos de exilio voluntario en Europa, Helena se ha labrado un reconocimiento como escritora y ensayista dedicada al estudio de la escritura de sus colegas mujeres hispanoamericanas, desde una postura tutelar y solidaria. Interés que ha sido una constante en la vida literaria de incontables escritoras a lo largo de la historia. *Historiadoras