Especiales Semana

La casa en el aire

La vida de los Olaya en el campo era modesta y digna hasta que la guerra los sacó a la fuerza. Están entre el millón de colombianos desplazados por el conflicto armado en la última década.

15 de julio de 2002

David Fernando Diaz y Julia Olaya se conocieron en Dabeiba, un municipio del occidente de Antioquia en la puerta al Urabá. Julia, quien tenía apenas 15 años, había escapado allí porque doña Filomena, su patrona, la maltrataba. Un ligero acento del Valle del Cauca era la única herencia de sus padres, que murieron cuando ella tenía 11 años. Se enamoraron y pronto armaron su hogar en una casita que ellos mismos construyeron en la vereda Caliche, a tres horas de camino de Dabeiba por entre montañas y rastrojos. Allí tuvieron sus siete hijos. Hoy Jesús, el mayor, tiene 21 años; Laura, la única hija y la única bachiller, 20 años; Jaime tiene 18, Santiago 13, Andrés 11, Tomás 8 y Jorge 6.

David Fernando y sus hijos mayores eran jornaleros en una finca que quedaba a una hora de camino, donde desyerbaban y cultivaban fríjol y maíz. Por un trabajo de sol a sol recibían 3.000 pesos, que les servían para comprar la ropa y completar la comida ya que en la huerta de una hectárea que mantenía Julia alrededor de su casa cosechaban maíz, yuca, habas, garbanzos, guanábana, plátano, café y cacao. Además criaba las gallinas, que servían para poner huevos y en ocasiones especiales para el sancocho. El clima era agradable y la tierra pródiga. Los hijos crecían libres y felices, bañándose en la piscina del estadero Villa Carmen, correteando por entre los sembrados, cogiendo las frutas que caían generosas de los árboles y jugando a los naranjazos, la única guerra con licencia ya que por aquel tiempo Dabeiba era conocida por ser 'remanso de paz'. Todos estudiaban en la escuela de la vereda. Los diciembres eran lo mejor. El pueblo se vestía de fiesta, los que podían mataban el marrano y celebraban con aguardiente y en época de feria llegaban al pueblo los gallos. Julia, con la ayuda de los más pequeños, preparaba el añoviejo con ropas de la familia y a las 12 del 31 le prendía fuego y se quedaba viendo ensimismada cómo se esfumaban los últimos gestos del muñeco.

"Nosotros no conocíamos la guerrilla, recuerda Julia, había gente que decía que ésta llegaba hacia Antadó pero en el lado donde vivíamos no los habíamos visto". Por eso se sorprendieron cuando empezaron a escuchar en el pueblo que un grupo de paramilitares estaba intimidando a la gente, tildándola de ayudantes, de la guerrilla. "Nos decían que estaban matando a la gente con garrotes y que luego los tiraban en el túnel de La Llorona". Después los muertos empezaron a aparecer por los caminos y los cadáveres no cabían en la morgue del pueblo. "Los traían en camiones como si nada y los botaban como si fueran cosas. La gente estaba muy asustada", dice.

Además la comida empezó a escasear. Los paramilitares pusieron un retén en Uramita y las Farc otro en La Llorona y no dejaban pasar los camiones con la comida. Los campesinos tampoco podían sacar sus productos. Intentando levantar el bloqueo el gobernador antioqueño dirigió una caravana a principios del año a Dabeiba para llevar víveres.

Por el miedo y la escasez comenzó el éxodo de campesinos y finqueros desde mediados de 2000. Todos abandonaron sus casas y tierras. Así ocurrió con David Fernando y Julia y su familia. Huyeron despavoridos. "Salimos un viernes a las 6 y media y llegamos a Dabeiba a las 9, íbamos los hijos adelante porque los papás se quedaron recogiendo víveres para llevar ?cuenta Jesús?. A las 10 de la noche llegaron ellos destilando por el fuerte invierno que los cogió por el camino. En Dabeiba estuvimos cinco días hasta que el cura del pueblo nos recomendó que nos fuéramos para Medellín ya que peligrábamos y nos dio 20.000 pesos, algo de comida y ropa".

Los Olaya y algunos de sus vecinos partieron en una flota rumbo a Medellín en octubre de 2000. Ocho horas demoró el viaje. Llegaron a donde un compadre del pueblo que los acogió dos meses en su casa. Además le consiguió un trabajo operando una máquina de confecciones a Jesús, el hijo mayor. Aprendió rápido y ya logró cerrar 4.000 pantaloncillos diarios. También Jaime aprendió el oficio pero la demanda era poca y no había suficiente trabajo. Ana estuvo desolada y lloraba parejo con los niños. Al fin pudieron independizarse en un rancho de uno de los barrios de invasión en el nororiente de la ciudad que alquilaron por 30.000 pesos. Sin embargo cuando llovía se entraba el agua. Recuerdan las noches en blanco calmando a los niños y haciendo fuerza para que amaneciera rápido. Allí aguantaron dos meses. Luego se mudaron a un barrio todavía más alto, enclavado en la montaña. Allí viven un poco mejor, sopla la brisa y tienen una estupenda vista sobre la ciudad. De todos modos la casa es estrecha, el piso es de tierra y sus 11 habitantes deben acomodarse en los tres espacios que tiene.

Un barranco amenaza con dejar despeñar la casa en poco tiempo debido al intenso invierno. Es por eso que decidieron construir en un campito más allá la que esperan sea su morada definitiva. Consiguen cada tabla que pueden, tapan lo que les falta de techo con plásticos y aún falta llevar el agua. Aun así están dispuestos a pasarse cuanto antes porque les atemoriza una catástrofe. Comparten su pobre techo con una muchacha embarazada del pueblo, a la que están ayudando con sus precarias posibilidades, y a una bebé de 18 meses de una comadre que está en muy mala situación a quien también le tienden una mano. La solidaridad es de lo poco que les quedó en esta fuga para salvar la vida. Y, claro, también tienen la esperanza de que algún día podrán recuperar su parcela y su tranquila vida campesina. Esa es la única ilusión que no deja desfallecer al millón de colombianos que los violentos han desplazado a la fuerza en la última década.