Especiales Semana

LA ETERNIDAD PARA VALLEJO

Entre la locura bélica de Europa y el incontenible avance de las vanguardias plasmó sus versos cargados de angustia. Semblanza del más grande poeta peruano del siglo XX.

Enrique Serrano
18 de abril de 2004

Murió mi eternidad y estoy velándola", dicen unos versos de César Vallejo, el poeta peruano par excellence. Pues parece que se equivocó, y su eternidad no ha muerto, y la inmortalidad le está garantizada. Sus poemas son poderosos y arrastran, ya que están deliberadamente alterados, cargados, casi plagados de metáforas fuertes, pletóricos de rayos disparados en todas direcciones. Vallejo logra reunir una cantidad inmensa de fuerza en sus figuras y sus trazos poéticos, haciendo a veces poemas terribles de pequeñas escenas campesinas y recuerdos de infancia.

Tiene alientos venidos de los misteriosos aires de las montañas del Perú, pero será en Europa, y con las vanguardias enloquecidas de comienzos de siglo, en donde florecerán tales vientos poéticos extremos. César Vallejo nació en Santiago del Chuco, en 1892, un pueblito perdido entre cerros míticos, y pasó su infancia idílica en aquellos terruños dignos de místicos extrañamientos incaicos. Situado en la región montañosa del escenario silencioso andino, creció embebido por esa lejanía fatal, feraz e inspiradora, esa simplicidad rústica y ese sobrecogimiento que azota a las almas mestizas, y que las llena de una melancolía dura, como ya no la conoce el presente. Seguramente Vallejo hoy habría sido considerado un caso patológico, un desadaptado fundamental, un loco. Por suerte nació en tiempos en que eso era todavía el genio, la desmesura, el arrebato poético, pleno de fuerza y de carga.

En 1918 publica su primer libro de poemas, que habría de ser el bastión de su consabida grandeza: Los heraldos negros, del que se han hecho elogios incontables, y cuyo poema central es una suerte de himno universal a la desesperación y la angustia. Poeta del desgarramiento, de la miseria, de la compasión trágica, es también un brillante comentarista de la vida terrible de comienzos del tumultuoso siglo XX. En 1920 es acusado sin razón y encarcelado en ese Perú mítico y autoritario, que lo juzga genial y desequilibrado a la vez, y que no lo comprende en absoluto. En 1922 publica Trilce, un libro que marcaría el rumbo de una poética febril, que rehúye el desvío de las modas; un año después publica algunas prosas y harto de la insensatez de su propia tierra, viaja al París que lo verá morir en plena juventud.

En 1928 viaja a la Unión Soviética de Stalin, ese escenario sombrío y cruel, y a su regreso a París rompe con los movimientos políticos de izquierdas apocalípticas y fundamentalistas que habían acompañado su ánimo exaltado hasta entonces. Tras un breve regreso a la tierra de Pushkin, después viaja a España en 1930. Su vida no halla la calma con las locuras de la España de la República. El militantismo de sus poemas se exacerba, pero siempre lleva a cuestas esa negrura de los heraldos.

Regresa a París, pero es expulsado por razones políticas; es un agitador sin destino fijo; se traslada entonces a España de nuevo, antes de la guerra civil. Se puede decir que se buscó la vida que tuvo: siempre entre la pasión y la razón. Los ecos de tales lucubraciones poéticas quedaron resonando y nos han llegado, vivos, calientes, como recién paridos. La dimensión galopante del lenguaje de Vallejo no permite a nadie quedarse indiferente. Produce fanáticos, a favor o en contra, pero en todo caso muta, cambia la impresión que el lector tiene de la poesía y de su función. En 1931 publica su novela Tugsteno, en la que incursiona en un género que le fue siempre ajeno. No ve el stalinismo más que por la sombras que le permiten ver, y se inscribe en el Partido Comunista de España, rodando como un alucinado, un Rimbaud peruano, con aires de adolescente aunque adulto. En 1932 regresa a París y vive en la ilegalidad, da tumbos como un clochard y pierde los estribos. No cesa, sin embargo, de escribir. En 1937 dejó huellas de su paso en el Congreso de Escritores Antifascistas en Madrid con una serie de poemas bélicos en los que denuncia la brutalidad de la guerra que ya estaba cobrando sus víctimas. Murió en París, "un día del cual tenía ya el recuerdo", en 1938, en posesión de la miseria más profunda. Su vida había sido una carrera loca hacia una muerte largamente esperada. En 1939 se editaron sus Poemas humanos. Qué triste vida, puede decirse; qué vida llena de vida, puede decirse también. Hoy los poemas ya no son más como Vallejo. Los tiempos ya no dan para eso.