Especiales Semana

La gran avenida

El Internet y otros inventos, como el libro electrónico, permiten que la cultura se difunda por el mundo como nunca antes.

Carlos Vidales
13 de noviembre de 2000

Algo ha cambiado desde cuando Lope de Vega escribió cientos de obras con pluma de ganso. Hoy en día, que para todos es imposible escribir un libro —o siquiera una página— sin computador, resulta increíble la dimensión física de la obra de Lope. Algún curioso ha calculado que, puesta una hoja detrás de otra desde el principio hasta el fin, serviría para trazar el camino de ida vuelta a la Luna. Cierto o no, esto sirve para recordar que hacer obras con tecnología de punta —de ganso— era posible.

En nuestros días, en cambio, las obras de los autores más prolíficos ni siquiera se imprimen. Los papeles se han convertido en electrones y las plumas de ganso en ondas cibernéticas. Acaban de publicar —los locos de Internet— la primera novela de Stephen King en forma electrónica, y el hecho reviste toda la fuerza de un símbolo vengativo. Porque Stephen King, este Lope de Vega del terror, este escritor que produce una novela espeluznante en cuatro días y gana una cantidad inimaginable de millones de dólares cada 12 meses, ha decidido ensayar sus habilidades narrativas comunicándose con lectores de todas las latitudes en la librería sin fronteras del ciberespacio.

Y casi al mismo tiempo el argentino Ernesto Sabato ha puesto en la red, en formato Glassbook, su hermoso ensayo La Resistencia, que es (¡oh, ironías de la vida!) un apasionado llamamiento a la resistencia de los pueblos contra la globalización. Sabato ha comprendido que ésta debe ser mundial y, por ende, manifestarse por las avenidas abiertas de la red cibernética, esas avenidas donde transitan las abigarradas muchedumbres de filósofos, mercaderes, accionistas de la bolsa, traficantes de niños y predicadores de la fe, literatos e historiadores, señoritas desnudas y politólogos adustos, propagandistas de la guerra y coleccionistas de tangos ya olvidados, dibujantes de ciencia ficción y sicoanalistas sin diván.

Todas las especies de la especie están ahí, yendo y viniendo, traficando, husmeando, olfateando y opinando como en un bazar turco. “Internet y la cultura” resulta por eso una expresión tan pintoresca como podría serlo “la Avenida Caracas y el teorema de Pitágoras”. ¿Dónde, si no en Internet y en la Avenida Caracas, podría transitar con mayor libertad que nunca la cultura o expresarse con toda su cruda desnudez el teorema de Pitágoras?



Una avenida para todos

Porque Internet no es más que eso: una avenida para todos, donde todos —por ahora— pueden decir, escribir y comunicar lo que se les venga en gana. En esa ancha vía se pasea ya, con más libertad que en ningún otro de los campos de la actividad humana, la cultura, como hace dos milenios y medio lo hacía en la plaza pública, el ágora griega, entre vendedoras de verdura, prostitutas, mercaderes y maleantes.

No existe ningún otro ámbito de la vida humana donde uno pueda encontrar a Heráclito al lado de Cervantes, las pinturas de Diego Rivera y las colecciones privadas con cuadros de Klee, Miró o Van Gogh, obras que no es posible ver en ningún museo y cuyas reproducciones están al alcance de cientos de millones de curiosos en todo el mundo.

Los escritores jóvenes hacen sus primeros intentos en jompeichs (barbarismo español de home pages) propias o ajenas, miles de jompeichs se alojan bajo los aleros de ‘portales’ comerciales, gigantescos paraguas donde cada cual puede producir lo que quiera a cambio de convivir con una que otra valla publicitaria, y los que tenemos más escrúpulos y algún centenar de dólares publicamos nuestras jompeichs privadamente sin aceptar anuncios ni hacerle concesiones al cochino capitalismo que nos ha derrotado en toda la línea y nos deja vivir la ilusión de los principios.

Sería cosa de nunca acabar intentar una clasificación de la masa de cultura que transita por Internet y aumenta su cauce día tras día. La información nacional, gubernamental, de cada país, incluye valiosos datos sobre la cultura, las creaciones y las formas de vida social de cada pueblo. Las universidades y centros de enseñanza difunden conocimientos que refuerzan y reavivan las raíces culturales de regiones enteras, de familias, de pueblos.

La Universidad de Guadalajara (México) tiene una bella página de cocina mexicana que ha hecho las delicias de más de uno que ha ensayado sus habilidades culinarias. Los claustros españoles nos regalan magnífica información sobre el legendario Camino de Santiago, ese camino que fue peregrinaje obligado de todos los europeos durante la Edad Media y que, al decir de Goethe, fue la cuna de la unidad europea. Los universitarios brasileños dedican hermosas páginas al movimiento trágico de Canudos y su líder profético, Antonio Conselheiro. Los argentinos nos dan gratuitamente la obra completa de Borges, el Martín Fierro, y muchos inolvidables tangos ya olvidados. La obra de Lope de Vega comienza ya a asomarse, junto a la de Cervantes, Quevedo, Santa Teresa y Sor Juana, en textos íntegros, de inmejorable calidad, gratuitos. Mucho de la obra pictórica de nuestra amada Frida Kahlo está ya en la red a la espera de nuestros ojos ansiosos.

A la par de esta feria de la cultura, que por primera vez se expone ante miles de millones de afortunados (recordemos que todavía hay más miles de millones que no tienen acceso a estos placeres), comienza ya a florecer el Libro Electrónico. Se trata de aparatos lectores en forma de libro, capaces de contener una biblioteca entera, que despliegan ante nuestros ojos una página tras otra con espléndida nitidez.

Así, la cultura se pasea por una avenida cada vez más ancha. Primero se desprendió del papel. Y ahora la cultura, que siempre tuvo la tendencia a desbordar los límites pero se encontraba de frente con la geografía, fluye incontenible. Transgrede las fronteras de los idiomas, de las edades y se reparte generosamente por un mundo que nunca habría soñado tanta riqueza y tanta diversidad.



* Periodista e historiador, profesor de la Universidad de Estocolmo.