Especiales Semana

La honda crisis de la Policía

La institución se vio envuelta en una serie de escándalos que empañaron sus éxitos. Es necesario mejorar sus mecanismos de control interno y redefinir su misión

María Victoria Llorente*
21 de diciembre de 2003

A principios de noviembre pasado el presidente de la República, Alvaro Uribe Vélez, cambió de un plumazo toda la cúpula de la Policía. Salieron cinco generales de los escasos 10 que había. Esta decisión fue claramente una respuesta al progresivo debilitamiento en el liderazgo institucional, situación que se volvió insostenible tras el rosario de casos de corrupción que se han ventilado de manera pública desde mediados del año pasado.

Paralelamente se informó en la prensa que la Policía culminó un proceso de incremento sin precedentes de su pie de fuerza, en desarrollo de la Política de Seguridad Democrática. Así se logró cumplir en tiempo récord la meta de cubrir y proteger con suficientes efectivos las cerca de 160 cabeceras municipales que fueran abandonadas entre mediados y finales de los 90 por la presión guerrillera.

Este año se ha puesto sobre el tapete el debate sobre la Policía, el cual se había silenciado después de una discusión que produjo una reforma estructural hace ya una década. El actual debate es sin duda necesario y saludable. Desafortunadamente, hasta ahora se ha centrado en la espectacularidad de los casos de corrupción y en las disputas entre los miembros de la cúpula, mientras que los retos institucionales de la Policía poco se han discutido.

Los distintos incidentes de corrupción que se han publicitado últimamente han puesto de presente la carencia de una política institucional rigurosa para prevenir y controlar la corrupción interna. La Policía nunca ha contado con una política anticorrupción como tal. Lo que ha habido es más bien una serie de prácticas no formales que les permiten a los superiores manejar internamente las irregularidades de sus miembros sin que salgan los hechos a la luz pública.

Así, han sido usuales los traslados de personal cuestionado por irregularidades. En el sonado caso de un cargamento de coca incautado que fue devuelto a los criminales por policías del departamento del Atlántico, esta fue una de las primeras medidas que adoptó el general Teodoro Campo. Otro ejemplo de este tipo de prácticas es la llamada "medida discrecional" que faculta al director para apartar del servicio a miembros de la institución sin necesidad de justificar sus razones. De hecho, desde mediados de los 90 la depuración iniciada por el general Rosso José Serrano se centró en la utilización de esta medida. Desde su puesta en vigencia hasta principios de este año, cuando la Corte tumbó la norma, han sido retirados más de 9.000 policías. Sin entrar a discutir si estos retiros fueron o no justificados, parecería que esta medida ha sido de gran utilidad, pues sin ella la situación de corrupción interna sería aún mayor, dado que hubiese sido imposible hacer una "limpieza" de tal magnitud mediante la acción disciplinaria y penal.

Con la práctica de los traslados y el uso consuetudinario de la medida discrecional, se descuidaron los mecanismos formales para disciplinar al personal. Así, en los últimos años no se ha hecho nada para modernizar el régimen disciplinario y tampoco se ha avanzado en generar una instancia de control con suficientes poderes y recursos para investigar los incidentes y llevar a la justicia a los implicados.

De manera adicional se han emitido mensajes perversos tanto internamente como hacia el exterior. Internamente la institución se quedó sin capacidad disuasiva frente a la corrupción ya que la máxima reprimenda que puede esperar un policía corrupto es que lo echen o que lo trasladen a otra unidad. Externamente se creó un manto de duda sobre la transparencia con la que la Policía maneja los casos de corrupción ya que en la mayoría de los casos no se emprendieron investigaciones judiciales por las supuestas faltas cometidas. Nuevamente el caso del Atlántico sirve de ejemplo. En éste, lo que más se cuestionó fue el que el mando institucional hubiese ocultado el incidente, pues optó por manejarlo trasladando y sacando a algunos de los efectivos implicados, y además no alertó debidamente al alto gobierno.

Aunque es comprensible que sus directivas prefirieran "lavar la ropa sucia en casa", la experiencia de los últimos meses indica que se requiere con urgencia una política institucional anticorrupción. Lo mismo se puede decir frente a las instituciones de control externo, en particular el Comisionado Nacional para Policía, creado hace 10 años para velar por la integridad de la Policía. Esta oficina por múltiples razones ha sido inoperante y ha desempeñado un papel insignificante frente a la magnitud de los escándalos. Ante este panorama, el gobierno nombró en septiembre pasado y por un período de cinco meses, a una Misión Especial conformada por expertos que están estudiando los mecanismos de control internos y externos con el fin de dar recomendaciones que permitan tanto prevenir y controlar efectivamente la corrupción en la institución.

La crisis de liderazgo

Toda la problemática de la corrupción exacerbó la división interna en la cúpula institucional. Es bien sabido que la sucesión del general Serrano en 2000 generó una división en la cúpula entre los adeptos del saliente director y los seguidores del general Campo, quien debería haberlo sucedido. Contrario a los cálculos hechos por el alto gobierno, la reincorporación del general Campo a las filas de la Policía para que asumiera su dirección agravó la división entre los dos bandos.

Campo contó desde un principio con un frágil balance de poder para liderar a la institución. Además no tuvo suficiente tiempo para fortalecer su posición, pues muy pronto tuvo que enfrentar una avalancha de cuestionamientos públicos. En la medida en que subía la temperatura del debate sobre la Policía, se generaba una oportunidad para los adversarios del general Campo en la puja por la dirección institucional.

La decisión de cambiar toda la cúpula se hizo inaplazable, pues resultaba fundamental para el Ejecutivo recuperar la gobernabilidad en la Policía. Una necesidad aún más urgente cuando el mando fue poco contundente y hasta titubeante en el manejo de los dos casos de corrupción de mayor notoriedad, tanto el del Atlántico como el de la posible utilización de fondos institucionales para gastos suntuarios en la Metropolitana de Medellín bajo el mando del entonces prestigioso general Leonardo Gallego.

¿Qué sigue?

Pese a que los hechos ocurridos este año han generado una gran incertidumbre entre los policías, paradójicamente la opinión pública sobre la Policía no se afectó de manera significativa. Según los sondeos que lleva Invamer-Gallup, la opinión favorable de la Policía se ha mantenido durante todo este año por encima del 70 por ciento y actualmente la Policía se sitúa entre las tres primeras instituciones que gozan de mayor favorabilidad entre los colombianos. Sin embargo las señales de alarma están prendidas y por fortuna la actual cúpula tiene claro que la situación institucional es supremamente frágil.

Los retos son enormes y van más allá de la recomposición del mando o de que se logre controlar la situación de corrupción. Está pendiente un debate acerca del carácter y la misión que le corresponde a la Policía colombiana. Este apenas se ha tocado tangencialmente este año con el resurgimiento de consignas como que se requiere un mayor control civil de la Policía, así como con propuestas para que sea un civil quien dirija a la institución o para crear cuerpos municipales que ejecuten las funciones rutinarias de vigilancia bajo el liderazgo de los alcaldes.

Sin embargo surgen dudas importantes que aún no han sido consideradas, sobre el camino que está tomando la organización policial a partir del papel que desempeña dentro de la estrategia contrainsurgente del actual gobierno. En función del propósito central de recuperar y controlar el territorio nacional, se han invertido millones de pesos para fortalecer la presencia policial en el campo. Así, desde mediados de 2002 hasta el presente se ha incrementado el pie de fuerza en 20.000 efectivos, la mayoría de los cuales se han desplegado en las principales carreteras del país y en zonas rurales afectadas por el conflicto.

En la última década se avanzó en la construcción de una vocación institucional más urbana que rural, asociada a un esfuerzo por construir una identidad menos militar y más cercana a lo que internacionalmente se entiende por Policía. Así, independientemente de lo acertada o no que sea la actual política del gobierno, surge la pregunta obvia acerca de los efectos que tendrá sobre la identidad policial el énfasis que se le está dando a la misión contrainsurgente. A esto se le suma que el logro de la meta de incrementar rápidamente el pie de fuerza, se ha hecho a expensas de la profesionalización. De hecho, el tiempo de entrenamiento para los efectivos profesionales se ha reducido a la mitad y, paralelamente, se ha aumentado de manera considerable el personal no profesional, en particular los llamados auxiliares regulares a quienes también se les redujo a la mitad el período de entrenamiento antes de ser enviados a los nuevos puestos rurales. Esto sin duda incrementa los retos institucionales tanto para la nueva cúpula, como para el gobierno.

*Investigadora del Programa Paz Pública del Cnetro de Estudios sobre Desarrollo Económico (Cede), de la Universidad de Los Andes.