Especiales Semana

La leyenda del dorado

De su búsqueda surgió la fundación de muchas ciudades colombianas. Hoy, el mito es una obra de arte que representa a la artesanía indígena.

Carl Henrik Langebaek*
24 de junio de 2006

El Dorado no existió, excepto en las mentes de los conquistadores, pero eso basta como para que hubiera existido realmente. Cristóbal Colón, perteneciente a la religión cristiana medieval, era, como sus contrapartes musulmanas, una persona que sólo podía ver el mundo desde un punto de vista forjado por textos sagrados complementados por los relatos fantásticos del medioevo.

De allí que nunca fuera el verdadero descubridor del Nuevo Mundo: de hecho, se negó tozudamente a aceptar que hubiese llegado a tierras desconocidas. Para él, lo descubierto tenía que ser Asia y debía, por extensión, ser tierra rica en oro. ¿Cómo podía ser de otra manera? Sus lecturas le indicaban que el oro se encontraba en aquellas regiones donde había gente de piel morena, aves de colores y gran calor; condiciones todas que encontró en las Antillas. Las mismas lecturas le indicaban que no estaba lejos de China, descrita por Marco Polo como abundante en oro y plata. Es más: quizá estaba cerca del paraíso, ubicado, según algunos, en tierras que permanecían a una temperatura constante, donde abundaban las aves, las flores y los árboles. Con la misma lógica medieval, Colón estaba seguro de encontrar gente buena, amazonas, y sirenas, quizá también caníbales. Y, sin duda, un Dorado.

Hasta el último momento, Colón creyó descubrir todo lo que sus lecturas le indicaban que debía hallar. Aunque encontró algo de oro, siempre las noticias sobre su abundancia se referían a un lugar más allá de los límites. Más al sur, más adentro, en la selva, por fuera de lo que podía ver y experimentar de primera mano. Para Colón, el oro no era un fin, sino un medio para lograr la liberación de Tierra Santa. Los indígenas eran la "mejor gente del mundo", todo cuanto encontraba le parecía bello. No obstante, con el paso del tiempo, su percepción cambiaría; a partir del tercer viaje, la experiencia había demostrado lo equivocado que estaba: los indígenas, en un principio generosos y hospitalarios, habían reaccionado duramente a la brutalidad de algunos de los conquistadores, y se demostraban despiadados enemigos de los recién llegados. No había duda: los indígenas eran verdaderamente enemigos de la fe, y debían ser cristianizados. El Nuevo Mundo de verdad era nuevo; quizá el paraíso se encontraba en otro lugar.

Pero si bien no había amazonas, ni sirenas, ni gente con un solo ojo, o con cola, el oro americano era una realidad. En la escala de prioridades del conquistador, el hallazgo de oro era fundamental. La mayor parte de los recién llegados era gente pobre desplazada de las más horribles condiciones de vida económica y social de la España del siglo XVI. Las mejores opciones para venir a América eran, en su orden: enriquecerse rápidamente, poder tener una encomienda, poder utilizar servidumbre indígena, o, la peor de todas, trabajar. Sólo unos pocos se enriquecieron; la mayoría sirvió de soldado durante la conquista y murió pobre, pero siempre con la esperanza de encontrar enormes riquezas más allá del horizonte. La experiencia de Cortés, quien había desembarcado en México en 1519, era alentadora: había conquistado un majestuoso imperio. Años más tarde, Pizarro, en Perú, había capturado un jugoso botín: ¿por qué no podrían otros españoles correr con la misma suerte en esas enormes regiones sin conquistar entre Perú y México? Ya los españoles habían hablado de nuevas riquezas en el sur de lo que hoy es Estados Unidos. Ya habían descartado algunas regiones de Centroamérica. Pero todo el mundo hablaba de las fortunas que escondía la selva entre los dos grandes imperios indígenas: Manoa, Meta, el Dorado; no importa cómo se llamara, sin duda se podría encontrar en algún lugar de los Llanos de Colombia o de Venezuela, hecho famoso por los indígenas que sabían labrar el oro como si fuera plastilina.

Jiménez de Quesada llegó al territorio muisca en búsqueda de ese Dorado. Trepó a la cordillera de los Andes desesperado de ir muy al sur y no encontrar lo que quería. Su deseo era atravesar las montañas y llegar a los Llanos, pero en el camino encontró la segunda mejor opción para cualquier conquistador: gente que podía ser encomendada, gente que obedecía a sus caciques, que practicaba la agricultura y que producía excedentes. No tenían minas de oro, pero poseían adornos de ese metal y además explotaban esmeraldas. El botín, aunque lejos de ser como el mexicano o el peruano, no era despreciable. Pero una vez trascurrido un año, la mira se puso de nuevo en los Llanos: los españoles se dirigieron al oriente, descendieron a los Llanos y penetraron las selvas. No les fue bien. El clima hostil y los indígenas impidieron que la expedición prosperara.

No obstante, en los Andes la sed de oro no acababa. Las encomiendas se habían repartido, y los conquistadores más pobres, como siempre, se habían quedado con nada. Ellos tendrían que buscar riqueza por su cuenta. Alguna la tendrían los muiscas: al fin y al cabo, ellos elaboraban tunjos de oro, cobre y aleaciones que ofrecían a sus dioses. Habría que buscarlos. Por lo menos había una pista: las lagunas eran sagradas. Allí quizá podrían encontrar riqueza fácil. Y así apareció la leyenda de Guatavita, como había cientos de otras leyendas comparables: una laguna donde, según algunas fuentes españolas tardías, y bastante cuestionables, se oficiaba la ceremonia de posesión del antiguo cacique de Guatavita. En 1550, cuenta el cronista Cieza de León, el Rey dio la orden de drenar el lago. En 1562, Antonio de Sepúlveda obtuvo licencia para hacerlo y parece que sacó una buena cantidad de oro. Luego, en 1625, un grupo de españoles trató de hacerlo nuevamente, sin mayor resultado. Después de la Independencia, José Ignacio París y algunos extranjeros se unieron en el propósito de desaguar la laguna, pero su intento se transformó en un desastre que terminó por matar algunos trabajadores. Finalmente, las miras se pusieron en otras lagunas cercanas, incluida la laguna Siecha, en la cual finalmente se encontraron algunos objetos de oro; aunque nunca se dejó de explorar Guatavita.

* Antropólogo, Universidad de los Andes.