Especiales Semana

LA MUJER Y EL TRABAJO

La mujer ha hecho de su presencia un factor definitivo en el trabajo, a pesar de los múltiples obstáculos que encuentra en un mundo más favorable al hombre.

10 de enero de 1983

DE LA COCINA A LA SALA DE JUNTAS
Mujeres, ejércitos de mujeres invadiéndolo todo. Ya no hay campo que les sea vedado. Por voluntad o por fuerza de la necesidad cada día más mujeres huyen de la cocina y entran a formar parte del mundo productivo. Esta vez, sin embargo, no sólo tienen que producir hijos como lo ordenaban las Sagradas Escrituras. Además producen desde obras de arte hasta tuercas y tornillos, desde balances consolidados de final de año hasta pañolones de macramé, estructuras de concreto y prótesis dentales. Con el siglo XXI ad portas la mujer-objeto, ese ser inútil de lágrima fácil, cabellos largos e ideas cortas, ha cedido paso a la mujer ejecutiva, aquélla que tiene sus antecendentes históricos en las aguerridas sufragistas inglesas. A innumerables mujeres las cuatro paredes del hogar les han quedado estrechas y han salido a trabajar, a garantizarse su propia subsistencia. Para ello tuvieron que ganarse el derecho a la educación; las mujeres dejaron de "adornarse" con clases de música, canto y bordado para entrar de lleno en el mundo de las matemáticas, la biología, la anatomía, la metafísica y la química. El mundo de los hombres se vio de pronto "invadido" por legiones de mujeres que, junto con ellos, empezaron a organizar, diseñar, litigar, experimentar, gerenciar, construir. Y esta especie de "explosión demográfica" en un medio acostumbrado a corbatas y pantalones largos, vozarrones y bigotes, empezó a presionar cambios en las instituciones y en las actitudes tradicionales.
Las mujeres, con más fuerza que nunca hace cerca de 20 años, comenzaron a organizarse para ganar acceso al poder fuera del círculo familiar. Adquirido el control de la maternidad por la masificación de los anticonceptivos orales, irrumpieron en el campo de los negocios, la industria y el gobierno con la intención de quedarse. Muchos, no sólo los más reaccionarios, interpretan ésto como sinónimo de libertinaje, abandono del hogar y desamor por los hijos. Sus límites iban más allá de la simbólica rebeldía contra el sostén.
La verdad es que no existe campo alguno en el cual no se destaquen.
Sin embargo, lo importante de la intervención cada vez mayor de las mujeres en actividades que antes sólo eran exclusividad de los "machos", es el cambio que ha producido en todos los niveles de la vida. Eso de pasar de ser simples "consumidoras" a exitosas "productoras" tiene implicaciones en la vida de la pareja, de la familia, de la sociedad en general. Actualmente en los Estados Unidos, por ejemplo, el 52% de las mujeres entre los 19 y los 59 años son empleadas. Cerca del 90% de las mujeres mayores de 40 años trabajan; en sólo 11% de las familias norteamericanas el padre trabaja y la madre se queda en el hogar cuidando los hijos; el 58% de las madres de niños en edad escolar trabajan. Aunque en Colombia no se conocen estadísticas discriminadas en este sentido, hay indicios evidentes de que la tendencia de las mujeres a ingresar en las distintas esferas del trabajo es cada vez mayor.
Las espinas
No todo es lecho de rosas para las mujeres que trabajan. El trabajo doméstico, por ejemplo, sigue acaparando la mitad de su tiempo de manera que en la mayoría de los casos, a una jornada laboral igual a la del hombre la mujer debe añadir otra similar en extensión, que le dedica a casa y familia, y así termina trabajando 20 horas ininterrumpidas que se han dado en llamar la "doble jornada de trabajo". Es decir, la esclavitud de la mujer a la plancha, los pañales, a la viruta y la escoba, se combina con las 8 horas de trabajo al pie de una máquina de escribir, dibujando planos, haciendo cálculos, sacando muelas o parada en la línea de producción de alguna fábrica.
Al hombre ni se le ocurre que el trabajo doméstico tiene que ver con él. Se cuentan en los dedos de la mano los que opinan que el cuidado de los niños y los oficios de la casa les atañen tanto como a su mujer. Y ellas les fomentan esa actitud cuando al educar a sus hijos varones se niegan a ponerlos a lavar platos o a tender camas por miedo a que se vuelvan afeminados.
Mientras en otros países ésto se ha solucionado en cierta forma con el surgimiento de guarderías infantiles, la tecnificación del trabajo doméstico y servicios comunitarios para las familias, en Colombia el único alivio --y no para todos-- es el trabajo doméstico. Este ha solucionado, al menos parcialmente, el problema para las mujeres que pueden costearlo, pero ha generado un problema mayor para otros sectores de la población femenina, las empleadas del servicio, quienes se encuentran entre los gremios con menos derechos y mayor carga laboral. Se calcula que el 40% de las mujeres se desempeñan como empleadas del servicio.
No se puede desconocer, sin embargo, que cada vez hay más mujeres que se destacan en cargos ejecutivos y en altas posiciones del gobierno. Este año, por ejemplo, el despliegue de nombramientos femeninos en los viceministerios fue estimulante. Sinembargo, la muestra no es suficientemente representativa y estas cuotas son sólo un porcentaje ínfimo de la población femenina. La norma es que las mujeres son las últimas en conseguir empleo y las primeras en perderlo. Aunque en ciertos campos las prefieren porque pueden pagarles menos, y no faltan ejecutivos que comentan que el personal femenino es mejor porque no se emborracha y no llega enguayabado a la oficina, la regla general es que en muchas empresas las eluden por los gastos que puede ocasionar la maternidad. Las cifras son contundentes: de 25 mil directivos y técnicos de la industria manufacturera, por ejemplo, sólo 2 mil son mujeres.
Hasta que la muerte los separe
Sea como sea, en niveles altos o bajos, en el momento de cambiar la cocina por la sala de juntas y de pasar de ser discretas administradoras del hogar a tener cuentas corrientes o de ahorros en los bancos, las mujeres entraron en una dimensión desconocida: la independencia económica. Con ella las mujeres han ganado autonomía frente a sus eternos proveedores y hasta hace poco imprescindibles puntos de apoyo.
Por este motivo se ha generalizado la crisis de la pareja y con ella la del matrimonio. A pesar de la actitud flexible que el hombre siempre ha tenido frente a la monogamia, salpicada con frecuentes escapadas y con propensión hacia segundos hogares, la pareja logró su estabilidad a lo largo de los siglos por la actitud paciente y tolerante de la mujer, siempre dispuesta a someterse y a renunciar a las prerrogativas que para sí mismo defendía el marido, con tal de retener a su lado a la fuente de ingresos y de conservar las apariencias. Hoy la mujer económicamente independiente sabe que no necesariamente hace falta la muerte para llegar a la separación, por que si la situación se le pone color de hormiga, puede "tomar las de Villadiego".
A nivel mundial las estadísticas lo prueban. En Francia hoy hay un divorcio por cada cuatro matrimonios; en Escandinavia uno por cada tres y en algunos lugares de los Estados Unidos, como en California, uno por cada dos. Se ha podido establecer que en Francia, por ejemplo, el 64% de las personas que solicitan el divorcio son mujeres, y que el mayor número de separaciones se da en las clases medias, en aquellas parejas donde la mujer también trabaja.
En Colombia, a pesar de la imposibilidad que tienen la gran mayoría de los colombianos para divorciarse por cuanto casi todos son casados por lo católico, las demandas de nulidad aumentan día tras día y las parejas recurren a toda suerte de malabares para romper su vínculo por la vía de los hechos. Aunque no están permitidas, las "segundas nupcias" se han convertido en fenómeno habitual. Pero mientras en las clases medias y altas se cumple con el requisito formal de visitar a un juez en Venezuela o Panamá, en las clases populares este paso se omite sin aguero.
El concubinato se ha convertido en una institución. Hace tantos años que existe, especialmente en sectores populares, que la legislación colombiana al respecto se ha puesto a tono con los hechos y ha colocado a la concubina en igualdad de derechos con la esposa, lo mismo que a los hijos naturales frente a los legítimos. Al parecer, la práctica y los hechos se han impuesto sobre la teoría y los principios formales.
Sin embargo, a pesar de muchas conquistas y de que ya existe en muchos países un estatuto de igualdad jurídica de los sexos, la realidad de la vida cotidiana es una y la de los códigos otra diametralmente opuesta. A pesar de los avances, las mujeres no las tienen aún todas consigo. Aunque muy pocos se atreverían a decir en voz alta que la mujer es inferior genéticamente, son muchos los que siguen considerándola ciudadana de segunda clase y la siguen homologando bajo el membrete poco halagador de "sexo débil", ganado tras una larga historia de marginamiento y destierro de muchos campos considerados tradicionalmente masculinos.

Mordiendo la manzana
El sexo es uno de los terrenos donde más le pesa la discriminación a la mujer, y donde más pasos ha dado por combatirla. Tradicionalmente se consideraba el placer como patrimonio exclusivo del hombre. En la casa, en el colegio y en la Iglesia siempre le repetían a la mujer que la sexualidad sólo tenía justificación en la reproducción, y que el goce no era asunto de su incumbencia. Era raro encontrar un hombre que se preocupara porque su compañera de cama obtuviera la misma satisfacción que él, lo cual se correspondía con un papel lánguido y pasivo por parte de la mujer, que hacía las veces de simple receptáculo para el placer ajeno. Todos los ritos previos al acto sexual obedecían al mismo patrón. La mujer no era la que sacaba a bailar, ni la que "echaba el cuento" y era mal visto que tomara la iniciativa en cualquier terreno, así fuera llamar por teléfono al novio. Ni qué hablar, pues, de que una propuesta en términos de cama saliera de su boca. Lo correcto era esperar, hacerse desear y cruzar los dedos para que el hombre que picara fuera el rubio apuesto que la hacía suspirar, y no su amigo, el gordito con acné.
El hombre, a su vez, se amoldaba a esta situación con una fórmula un tanto esquizofrénica:; diferenciando claramente a la mujer para "respetar y querer" --la esposa o la novia oficial de la mujer para "obtener placer" --la amiga de turno o la prostituta, "la otra", como eufemísticamente se le llama en los boleros--.
Pero es evidente que todo esto empieza a ser visto por las propias mujeres como un anacronismo relegado a los diarios íntimos de madres y abuelas. En las universidades, en las oficinas y aún en los colegios, es frecuente ver a las mujeres estudiando sobre su cuerpo y sobre sus funciones biológicas, preocupándose por pasar de objeto a sujeto de su propia sexualidad, y tomando la iniciativa frente a los hombres sin tener que comerse las uñas mientras espera que suene un teléfono.
Las nuevas generaciones de mujeres han torpedeado las costumbres tradicionales y con ellas han dinamitado los prejuicios sexuales. Tal actitud rescata una posibilidad que la mujer contemporánea no está dispuesta a desperdiciar: el derecho al placer, a obtener de la actividad sexual no sólo hijos sino también goce.
Un tema espinoso
Tener derecho a ejercer control sobre su propio cuerpo suena a verdad de Perogrullo y aunque hay numerosas mujeres que lo han venido logrando, todavía hay millones que luchan por conquistarlo. Existen leyes y disposiciones sociales que la obligan a comportarse en forma determinada frente a sus propios procesos biológicos, muchas veces contrarios a sus necesidades y voluntad. Controlar su propio cuerpo significa, entre otras cosas, poder decidir si se quiere o no tener hijos y cuántos. Y esto supone tener acceso voluntario, no coercitivo, a los métodos de control natal, y amplia información para decidir cuál utilizar y cómo. El avance en este sentido se hace evidente en Colombia donde la reducción de la tasa de natalidad en 20 años no ha tenido paralelo en la historia: del 3.4% en 1962 al 1.8% en 1982. La población ha disminuído considerablemente porque las familias ven ahora con mejores ojos, aunque no así la Iglesia, el control de la natalidad. Sin embargo, el aborto --que responde a la decisión de no tener el hijo aunque el embarazo haya comenzado-- resulta ser en Colombia un tema espinoso y urticante.
La legislación colombiana está categóricamente en contra y practicarlo bajo cualquier condición es delito punible. El país hace parte del 8% de la población mundial donde el aborto está prohibido terminantemente. Hay otros países, el 13%, donde se lo admite si de eso depende la vida de la madre; el 15% contempla otras razones terapeúticas, el 24% reconoce impedimentos socio-económicos de la madre o de la pareja para mantener a la nueva criatura, y en el 40% del mundo el sólo deseo de no tener el hijo es razón suficiente para recurrir legalmente al aborto.
En Colombia, como en muchos otros casos, uno es el país legal y otro, ni remotamente parecido, es el país real. Las cifras en materia de aborto así lo testimonian: según las diferentes estadísticas que se barajan, el número de abortos en Colombia oscila entre 250 y 500 mil al año. Es decir, que según la cifra más baja habría un aborto por cada dos nacimientos y, según la más alta, la proporción sería de un aborto por cada nacimiento.
Las cifras, indudablemente, ponen a cualquiera los pelos de punta, más aún si se piensa que el 50% de la mortalidad materna se produce por abortos que se complican con infección. Pero la magnitud del problema varía de acuerdo con la extracción de la mujer afectada: si pertenece a las clases altas puede viajar al exterior, donde le practican el aborto legalmente y en las mejores condiciones médicas. Si pertenece a las clases medias puede tener acceso a equipo y personal especializado.
Pero si es de los estratos más bajos, los casos más frecuentes, no tiene otra salida que las comadronas y los remedios caseros que van desde lavados y sondas, hasta inyecciones y alambres.
Nadie es partidario del aborto por el aborto mismo, pero si una de cada tres mujeres recurre al aborto clandestino para interrumpir el embarazo, los legisladores. no pueden hacerse los de la vista gorda ante las dimensiones sociales del problema.
El fin del mito
Le dice la princesa al sapo: Yo sé que si te beso, te convertirás en un príncipe... y dominarás mi vida. Prefiero que sigas siendo sapo". En general, salvo las contadas excepciones de las feministas arrebatadas, la tendencia que cobra fuerza entre las mujeres no es a rechazar al hombre, o negar las evidentes virtudes de su compañía, ni a borrarlo del horizonte. Se trataría más bien de hacer el intento serio --más por las buenas que por las malas-- de convivir con él en el mismo planeta en condiciones de igualdad social, laboral y sexual, sin que esto implique guantes de boxeo, pero tampoco genuflexiones o agachadas de cabeza.
Hay quienes opinan que ésta es la era de las mujeres, a pesar de la briega contra las condiciones adversas por las que tienen que pasar todas las que se nieguen a aceptar que la sumisión es su mejor virtud. Cada día son más las que demuestran que pertenecer al llamado "segundo sexo" es en realidad una opción de primera. Que es esta misma briega, y la necesidad de ser cada vez mejores y más capaces, lo que hace de las mujeres seres llenos de vida y de dinamismo, que van haciendo rodar viejos clisés y prejuicios caducos, y que le dan un empujoncito al mundo en la medida en que cambian y renuevan actitudes e instituciones.
Como bien podría decir la princesa de marras, la mujer moderna prefiere vivir en un estanque, como sapo al lado de otro sapo, que en un palacio al lado de un príncipe azul.