Especiales Semana

LA RUMBA POPULAR

El pueblo cartagenero monta toldo aparte para celebrar sus fiestas.

10 de diciembre de 1990

LA RUMBA POPULAR
Detrás del Castillo de San Felipe, está la otra Cartagena. La que todos los años monta toldo aparte para celebrar sus fiestas de noviembre. La que elige su propia reina de un ramillete de 50 aspirantes. Y la que vibra y goza en las verbenas sin fin que se montan en las calles de sus barrios. Esos que todavía conservan los recuerdos de sus ancestros palenqueros.

Ahí se viven y se disfrutan las fiestas nativas. Esas que comienzan en la zona de Chambacú, el sector más popular del Corralito de Piedra que permanece durante gran parte del año desierto, pero a medida que se acerca noviembre comienza su reconstrucción con casetas y tarimas para las orquestas.

Es la fiesta de los pescadores de La Boquilla, que arrancan a su trabajo antes del amanecer, de los vendedores ambulantes que van y vienen como un yoyo por las calles rebuscándose la vida, de las legendarias y míticas palenqueras que con su enorme platón repleto de frutas y cocadas sobre sus cabezas, casi cuadradas como una panela, recorren las playas de la Heroica.

Todos ellos tienen una cita anual. Y no es propiamente para meterle cabeza a los problemas. Por el contrario, es para divertirse. Para entregarse en un frenesí que sólo los regresa a la realidad cuando la resaca del otro día les golpea el alma.

Chambacú es el primer eslabón de un rosario de barrios que se prenden como pólvora cuando el primer parlante deja escuchar las notas sensuales del calipso y del reggae. Porque allá, en la tierra de Pambelé, no suena la música de Juan Luis Guerra. Es otro idioma. Es otro sentir. Y es que hasta sus fiestas tienen ese toque mágico de los cartageneros, tímidos pero explosivos. Por eso a sus rumbas se llevan dos policías. Uno que paran en la puerta de la entrada y otro que vigila la pista de baile para que cualquier pisotón o empujón no vaya a terminar en fenomenales grescas.

El protagonista de esos jolgorios tiene nombre propio. Son los picós, que se utilizan en las casetas populares y en las verbenas de las calles. Así como suena, a estas cajas que sacan el sonido, en Torices, La Boquilla, El Socorro, en Bonnie y en la cadena interminable de barrios, se les rinde un culto muy singular. En Torices por ejemplo, donde se montó una de las fiestas callejeras más grandes de la Heroica. El rey de las festividades fue un enorme bafle engallado con imágenes de santos, vidrios ahumados y una inmensa fotografía de Elvis Presley con una leyenda que decía: "Yo, soy el Rey..."

Las bellas mulatas
La parranda que se toma cada año a los barrios populares que rodean El Laguito y a Bocagrande, tiene su gran atractivo en el reinado popular de la belleza.

Un concurso que durante varios años ha funcionado simultáneamente con el Reinado Nacional. La reina popular, quien hasta hasta hace un tiempo era elegida días antes de que las candidatas departamentales llegaran a Cartagena, era la anfitriona del concurso mayor. Pero la democracia, en esto de reinados, parece que no funciona muy bien. La soberana del pueblo sólo mojaba prensa el día en que el avión real se posaba en el aeropuerto de Crespo. Después su vida volvía a la normalidad. Ella no era invitada a ninguno de los clubes sociales y ni siquiera compartía piso real en el Hotel Hilton. Ella se hospedaba a pocos pasos de allí y volvía a aparecer encabezando el desfile de carrozas. Después desaparecía como por encanto. Esto le ocasionó más de un dolor de cabeza a los organizadores del concurso nacional, quienes decidieron cortar de un tajo el problema. Como la reina de los barrios la elige el pueblo, las dos fiestas se independizaron y el pueblo cartagenero se quedó con su fiesta tradicional y su soberana.
Por eso, durante las festividades de este año, se celebraron dos reinados. Uno, el Nacional, que se realiza entre los clubes privados, el centro de convenciones y un fugaz paso por las calles del Corralito de Piedra. El otro se tomó las zonas populares de la ciudad, tienen los tintes de un carnaval y se baila y se goza hasta el cansancio.

En esta oportunidad, cincuenta mulatas recorrieron las calles de sus barrios en busca de votos que las llevaran a la elección final, que se realizó en la plaza de toros. Pero su carrera hacia el título comenzó hace tres meses. Ellas, más que cuerpos esculturales, medidas perfectas, desenvolvimiento en pasarela, muestran su belleza al natural y libres de artificios se someten al veredicto del jurado, que es el mismo pueblo.

La reina popular encarna la esperanza de sus vecinos para que muchos de sus problemas se solucionen. Durante su reinado, en lugar de asistir a desfiles y actos sociales, la soberana del pueblo pasa sus días recorriendo las oficinas municipales, metiéndole el hombro a las palancas, buscando citas con las autoridades y en reuniones con los líderes populares para que el alcalde de turno les construya el acueducto, les pavimente las calles, o les autorice la instalación de redes eléctricas. Al final, estas reinas se convierten en un líder cívico, con todo un electorado que las respalda.

Claro que no todo es trabajo. A medida que hacen proselitismo, van montando sus vistosas carrozas y consiguiendo el billete para el traje de elección, el vestido de baño y dos más para asistir a las casetas y montarse en las tarimas de las orquestas para demostrar sus dotes de bailarinas.

Durante los diez días que duraron las fiestas del Corralito de Piedra, las reinas populares se tomaron las noches y bailaron sin parar en busca de votos que las llevaran al título final.

Ellas, por esta época, se convierten en las consentidas del alcalde de turno. El, a su vez, tira la casa por la ventana, pues allá en Chambacú, Torices, La Boquilla y todo ese conglomerado que conforma esa Cartagena exótica y amable, están los votos suficientes para ascender en esa escalera política que es el país. -