Especiales Semana

Los criminales y la paz

Colombia no es una sociedad violenta sino una sitiada por los violentos. El desafío de la paz implica rescatar la idea de que la violencia es perniciosa e intolerable.

Mauricio Rubio
31 de julio de 2000

Que las guerras son escuelas del crimen es un hecho bien documentado. Las razones son simples: durante la guerra la noción de cumplir la ley es precaria, la línea que separa las conductas aceptables de las reprochables se hace difusa, el aparato judicial se debilita, se desgasta el aparato productivo, se fortalecen las industrias ilegales y, por último, los guerreros adquieren hábitos que después resultan difíciles de revertir. Así, una incertidumbre asociada con la paz se deriva de la integración a la vida civil de unos individuos armados, desconfiados, acostumbrados al combate, a los excesos y a la impunidad.

Una excepción es Guatemala, en donde la reinserción de la guerrilla se dio de manera poco traumática. A pesar de unos índices de delito elevados, hay acuerdo en que el crimen actual tiene poco que ver con los combatientes. Esto se debe a la alta proporción de indígenas en la guerrilla, a que el narcotráfico no alcanzó a contaminar el conflicto y, no menos importante, al esfuerzo que, desde antes de los acuerdos, se hizo para controlar la criminalización de los guerrilleros. Un ejemplo: la sanción por no pagar el ‘impuesto de guerra’ era la destrucción de las propiedades en el campo y no el secuestro de los propietarios.



¿Se dispara la criminalidad?

Como ninguna de las condiciones que facilitaron una transición en Guatemala se da en el país, es razonable suponer que luego de un acuerdo habrá inercia de la criminalidad y de la violencia. O aun un incremento, como ocurrió en El Salvador. El escenario más realista es que persista, o se agrave, lo que ya existe y se ha arraigado durante el conflicto.

El desafío no es tanto prevenir nuevos desafueros de los combatientes sino tratar de controlar lo que, durante la guerra, aprendieron a hacer y, por otro lado, su posible reclutamiento por parte del crimen establecido. Por eso predecir lo que ocurrirá en Colombia en materia de crimen después de unos acuerdos de paz pasa por el análisis de lo que está pasando durante el conflicto. Una vía segura para la previsión es descubrir las inercias, los hábitos, las costumbres. El diagnóstico de la situación criminal durante la guerra tiene dos componentes. Primero, detectar las peculiaridades de la situación en un contexto internacional; identificar lo que caracteriza el crimen en el país, lo que lo diferencia de otras sociedades. Segundo, establecer los vínculos entre el crimen local y los actores del conflicto.

En relación con el primer punto, desde hace años hay en el país conciencia de que algo que nos distingue es la tasa de homicidios, o sea el número anual de muertes violentas por habitante. Aun para los estándares de América Latina, los homicidios por habitante en Colombia son excepcionalmente altos. Sólo El Salvador, otro país con un largo conflicto, sobrepasa la tasa colombiana durante la década anterior.



No está mal

Para otras conductas criminales las comparaciones son más difíciles de hacer. Las cifras oficiales no muestran la incidencia de las conductas sino la proporción que se denuncia. A pesar de ello ya existen fuentes que permiten equiparar cifras. La primera es el Latinobarómetro, una encuesta sobre incidencia de delitos, y la segunda es la Encuesta Internacional de Victimización (EIV), que ya está disponible para seis países latinoamericanos.

En términos generales, éstas sugieren es que Colombia no es excepcional en el crimen. Según la primera, el país muestra alta incidencia —más del 35 por ciento de los hogares sufrieron algún ataque criminal el último año— pero esta tasa no es excepcional para la región. De hecho, porcentajes más altos se observaron en 11 de los 17 países incluidos en la muestra.

Los resultados de la EIV tienden a corroborar que Colombia no es anómala en la delincuencia común. Ni siquiera dentro del limitado conjunto de países incluidos en la EIV que, de acuerdo con el Latinobarómetro, son de criminalidad inferior al promedio, Colombia aparece como líder. Tampoco se destaca en denuncias ante la policía, o en afán por evitar ciertos lugares durante la noche, o en miedo ante el crimen, o en percepción del riesgo de un robo en la casa, o en violencia doméstica. Ni siquiera es atípica la posesión de armas.

Así, aquel trajinado guión según el cual estamos en guerra porque somos violentos no corresponde con los datos. Tampoco es lo que sugieren los desplazados o los emigrados. No se trata de una sociedad violenta, sino de una sociedad sitiada por los violentos.



Violencia profesional

Lo que sigue distinguiendo a Colombia son las manifestaciones de violencia profesional: el tráfico de drogas, un levantamiento armado cada vez más sofisticado y desenganchado de la realidad social y el absoluto liderazgo mundial en secuestros.

En efecto, entre los 10 países que en la actualidad darían cuenta de más del 90 por ciento de los secuestros en el mundo, la tasa colombiana es cinco veces superior a la de la segunda nación en esa lista, México, y alcanza casi 50 veces el promedio de todos los demás países.

La imagen de la guerra colombiana que más recientemente le dio la vuelta al mundo, la del collar bomba, es imposible de acomodar en el discurso de la intolerancia, o el de la protesta popular, o el de la injusticia social, o el de la falta de canales democráticos, o el de la pequeña delincuencia. Se trataba de una extorsión.

¿Cuáles son las relaciones entre los participantes en el conflicto y las manifestaciones del crimen peculiares a Colombia? No podría imaginarse una mayor simbiosis. El conflicto se nutre, los guerreros viven de las drogas, de la extorsión y del secuestro. En eso se han especializado, en eso se han concentrado y sofisticado, a eso se han habituado.

Si recordamos que cualquier actividad rentable es terca y persistente la predicción más sensata es que, aun después de unos acuerdos de paz, tendremos tanto narcotráfico como secuestros.



Narcotráfico y secuestro

Para ir un poco más allá de este escenario conviene hacerse tres preguntas. La primera está relacionada con el conocimiento para controlar las conductas criminales en las cuales nos hemos especializado. La segunda tiene que ver con el esfuerzo que se ha hecho en el país para combatirlas. La tercera es si el narcotráfico y el secuestro tienen algo en común, si comparten cierta tecnología que pueda ser adoptada por otras actividades criminales después de la guerra.

Para las dos primeras preguntas las respuestas son simples y no vale la pena entrar en detalles. Que se sepa, aún no se han inventado remedios contra el narcotráfico. Por el contrario, contra el secuestro se sabe lo que se debe hacer, y es algo que se ha hecho con éxito en todo el planeta: condenarlo moralmente y combatirlo legalmente. En forma paradójica en Colombia, con una terquedad suicida, nos hemos dedicado a erradicar lo imposible de erradicar y hemos hecho todo lo posible por dejar consolidar lo que se podría erradicar. Se han hecho todos los malabares legales, políticos, éticos y hasta lingüísticos para permitir que se afiance una conducta que ninguna sociedad moderna tolera. Varios intelectuales, formadores de opinión, aún no dan el paso de condenarlo.

La tercera cuestión es la que más incomoda cuando se trata de pronosticar lo que puede ocurrir después de la guerra. Es claro que existe un elemento común entre el secuestro y el narcotráfico, que ha demostrado ser una tecnología versátil, aplicable a infinidad de actividades, legales e ilegales. Es lo que los estudiosos de las mafias llaman el suministro privado de protección. El esquema es simple: un actor con capacidad para la violencia, con credibilidad para las amenazas, vende, a cambio de un pago, o tributo, protección privada.

¿Protección contra qué? En principio, contra lo que el cliente necesite, o se le antoje. En la droga se compra protección contra los competidores, contra quienes incumplen acuerdos o contra quienes persiguen esa actividad. En el secuestro, la versión extrema, se compra protección contra los excesos de quien vende el servicio.

Acerca de la generalización y de la sofisticación a las que se ha llegado en Colombia en esta industria, tanto por el lado de la oferta como por el lado de la demanda, la tendencia al arreglo privado de los problemas de inseguridad, la evidencia es abrumadora. Progresivamente, y ante el derrumbe de la capacidad protectora del Estado, cada cual negocia su seguridad.

No cabe duda de que uno de los principales obstáculos para la paz es justamente la proliferación de estos acuerditos privados. Incluso las recientes medidas legislativas desde las montañas de Colombia se pueden interpretar bajo esta óptica. El protector más eficaz contra el secuestro invita, a quienes no lo hayan hecho, a firmar el contrato privado de protección.

¿Cuáles son los riesgos de no desarmar a tiempo este esquema? En el terreno del crimen organizado, la continuidad y la consolidación. En el ámbito de lo público, el debilitamiento de las finanzas públicas, las oficiales. Es claro que los corruptos también pueden contratar estos servicios. Es inoficioso pagar tributos a dos protectores; y cuando se tiene uno poderoso todos los demás protectores, incluyendo el Estado, son redundantes.

En el ámbito privado, y por eso hay que observar lo que sucede en Rusia o en Italia, el protector puede convertirse en herramienta para eliminar la competencia, para interferir licitaciones o para alterar cualquier decisión que pueda afectar la marcha de los negocios.

Para evitar tales perspectivas parecería razonable poner un poco más de atención a la médula de las actividades criminales colombianas: el uso instrumental de la reputación de violencia. Un primer paso sería enfrentar la paz como asunto estatal, colectivo, e iniciar la labor de desbaratar antes de que sea tarde el andamiaje de arreglos individuales de paz con los guerreros. También sería útil rescatar una idea simple: que la violencia —la instrumental, la organizada— es perniciosa, inaceptable y condenable, sin atenuantes. Para, por fin, volvernos intolerantes con los violentos.