Especiales Semana

Los libros

Obras perdurables, de innegable calidad, retrataron a la sociedad colombiana en todas las épocas de su historia.

Luis Fernando Afanador
12 de julio de 2010

 
El Carnero(Juan Rodríguez Freyle)
Una de las características de los libros emblemáticos en una tradición cultural es que son conocidos e influyen aun sin ser leídos. Tal vez no muchos colombianos se han acercado a las páginas de El Carnero, pero sin duda conocen en detalle la picante historia de Doña Inés de Hinojosa que allí se relató por primera vez con gracia y talento narrativo.

Con El Carnero, un libro inclasificable que participa de varios géneros -crónica, autobiografía, historia, novela, cuento- entró el prosaísmo en las letras nacionales: el chisme, la infidencia, el adulterio, en fin, la vida privada y las pasiones oscuras que se escondían detrás de las apariencias y las buenas maneras de sociedad colonial. Si es cierto que la literatura es la historia privada de una nación, éste fue sin duda un buen comienzo literario.

María (Jorge Isaacs)
"Ya nadie puede tolerar la 'María' de Jorge Isaacs; ya nadie es tan romántico, tan ingenuo". Ante ese prejuicio, Borges, en 1937, decidió hacer la prueba y leerla de nuevo. Su conclusión, tras una ininterrumpida jornada de lectura, fue: "María no es ilegible y Jorge Isaacs no es más romántico que nosotros". La prueba de Borges se podría repetir hoy, en 2009, y el resultado sería idéntico: María no ha envejecido, su lenguaje sigue siendo tan fresco y tan vivo como el agua de una quebrada de los Farallones.. Jorge Isaacs trazó un dibujo único de la Colombia del siglo XIX que sigue siendo una fuente para los científicos sociales.

El renacuajo paseador (Rafael Pombo)
Los poemas-cuentos de Rafael Pombo han sido para millones de colombianos el primer contacto con la musicalidad de su idioma. Varias generaciones crecieron escuchando las rimas de La pobre viejecita, Simón el bobito y El renacuajo paseador, que luego transmitieron con gratitud a sus hijos. Cada quien tiene su poema favorito, pero, según la Fundación Pombo, encargada de divulgar su obra, el preferido de la gente es, de lejos, El renacuajo paseador. La explicación no es difícil: de todas sus fábulas con una clara intención moral, esta es la que mejor sirve a los padres para justificar la legitimidad de su papel: "muchacho no salgas, le grita mamá". A la hora de ser padres, todos los colombianos somos conservadores.

Nocturno III (José Asunción Silva)
El misterio seguirá acompañando por siempre a este poema. Porque alude a sentimientos sombríos, enfermizos y complejos que, sin embargo, son expresados en una forma perfecta. Sugerir era el ideal estético de José Asunción Silva y también alcanzar una música que no se apoyara en la rima, que trascendiera las palabras. Desde cuando Rafael Núñez lo publicó en el periódico Una lectura, de Cartagena, hasta la semana pasada, cuando unos muchachos de la tribu urbana conocida como los 'góticos' le hicieron un homenaje en la Casa de Poesía Silva, el Nocturno III ha sido sin lugar a dudas el poema más celebrado de la poesía colombiana.

Canción de la vida profunda (Porfirio Barba Jacob)
De Porfirio Barba Jacob dijo Gastón Baquero: "Tomó su vida brutalmente entre las manos, y la arrojó sobre las cuartillas". Por si acaso, él mismo lo aclaro en uno de sus poemas: "he vivido". La vida intensa, desgarrada y sensual primó sobre cualquier consideración estética. Y eso es lo que transmite su poema más famoso, Canción de la vida profunda, que probablemente compuso en La Habana alrededor de 1915 y que le entregó a un amigo de su puño y letra -junto con otros poemas- para que lo insertara en la tradición oral colombiana. Y así fue: desde entonces, el pueblo, gente común y corriente o analfabeta, ha recitado sus poemas, que sobreviven gracias a la memoria colectiva que hace caso omiso de las reticencias académicas.

La marquesa de Yolombó (Tomás Carrasquilla)
Es imposible no querer a Bárbara, la Marquesa de Yolombó. Es autodidacta, funda escuelas, le ayuda a su región. Pero tiene la desgracia de enamorarse del hombre equivocado y una loca obsesión por la Corona española. Cómo no querer a esta Marquesa que murió hace muchos años y que, sin embargo, volvió a la vida a través de la pluma de don Tomás Carrasquilla, que sentía devoción por la manera de hablar de su gente antioqueña. Por si acaso, para que nunca dejara de ser real, hizo el milagro de revivir en todos sus detalles -con la precisión de un relojero- el mundo en el que ella había vivido: la música, la danza, los bautizos, las procesiones, las fiestas, las reuniones, la mitología, la economía, las razas y las clases sociales. La cultura colombiana, antes de la República, vive en estas páginas.

La Vorágine (José Eustasio Rivera)
Cuando se publicó La vorágine en 1924, un sacerdote, confundiendo a José Eustasio Rivera con Arturo Cova, el protagonista de su novela, le recomendó que se casara con la "desgraciada" de Alicia y empezara así a responder por el hijo de ambos. En cambio, el escritor Horacio Quiroga lo reconoció como un hermano en su visión de la naturaleza y le declaró su admiración. Dos recepciones distintas, una literal y desalentadora en su propio país, y la otra, anticipatoria de la importancia que iba a tener La vorágine. Después de María, la segunda novela colombiana que alcanzaría trascendencia en la literatura universal.

"Se lo tragó la selva". Cualquier colombiano, aunque no haya leído La vorágine, ha escuchado alguna vez estas palabras. La selva implacable, devoradora de hombres, la que no perdona y, mínimo, conduce a la locura. José Eustasio Rivera, un poeta parnasiano, entre el romanticismo y el modernismo, había conseguido presentar la experiencia de la selva como un verdadero descenso a los infiernos.

La selva es la gran protagonista de esta novela, desde luego, pero no menos importante es su denuncia de la cruel explotación de los caucheros sometidos a un régimen esclavista, de la codicia que lleva a los seres humanos a las peores ignominias. La vorágine es quizá la novela colombiana más emblemática porque allí está presente, por primera vez en esta literatura, sin eufemismos, de frente, el karma de la violencia que nos persigue.

La vorágine sigue siendo nuestra novela inconclusa. Con unas pequeñas variaciones: donde antes se leía goma, caucho, ahora se debe leer: 'hoja de coca'. Arturo Cova jugó su corazón al azar y se lo ganó la violencia. Y todavía nos conmueve porque no ha dejado de ser nuestro contemporáneo.

Siervo sin tierra (Eduardo Caballero Calderón)
Siervo Joya era un campesino sin tierra. Para conseguirla, se volvió calanchín de los políticos liberales de Boyacá. Luego creyó que "la revolución", que prometía repartir la tierra a los más pobres, al fin cumpliría su anhelo. Lo que obtuvo, en cambio, fue una desgracia: mató al godo Anastasio y lo mandaron a la cárcel. De allí se fugó aprovechando el desorden que produjo la muerte de Gaitán. Los liberales perdieron sus ilusiones revolucionarias y los godos llegaron al poder. Siervo Joya siguió sin tierra hasta el día de su muerte.

Sin duda no es la mejor obra de Caballero Calderón, y la literatura de protesta pasó de moda hace tiempo. Que Siervo Joya siga vigente, que siga siendo un símbolo nacional, no es un anacronismo literario sino el anacronismo histórico de un país que se niega a resolver el problema de la tierra.

Cóndores no entierran todos los días (Gustavo Álvarez Gardeazábal)
Entre las obras de ficción y las obras realistas, el lector colombiano tiende a preferir las últimas. Por eso los testimonios, las crónicas y los libros de coyuntura son los más leídos en nuestro país. Cóndores no entierran todos los días es una novela, pero trata sobre acontecimientos históricos verídicos: la violencia partidista de los años 50 y un personaje que efectivamente existió, León María Lozano, el 'Cóndor', vendedor de quesos, conservador y católico a ultranza, a quien se le atribuye ser el jefe de los temibles pájaros que sembraron el terror en el Valle. Un personaje con el poder de señalar cuál de sus enemigos debía morir, ejerce a la vez fascinación y repudio en un país signado por la violencia.

Cien años de soledad (Gabriel García Márquez)
Cada cierto tiempo se hace una encuesta en la que los colombianos aparecen como uno de los pueblos más felices del mundo. Lo cierto es que una de nuestras características es un gran sentido del humor frente a las desgracias, que no son pocas. Pues bien, ese el tono de Cien años de soledad y uno de sus grandes hallazgos: contar las cosas más tristes y más terribles del mundo en un tono siempre festivo.

Para hacer el retrato completo de una sociedad no sólo hay que describir cómo viven sus gentes: hay que saber qué desean, cuáles son sus sueños. Nunca antes, como en esta obra, habíamos visto con tanta nitidez esa dimensión imaginaria que hacía parte indispensable de nuestra realidad. Allí se habla de la Guerra de los Mil Días, de la matanza de las bananeras, del saqueo y el subdesarrollo, pero a la vez hay mujeres que suben al cielo en cuerpo y alma, por encima de todas las vicisitudes, o que, tranquilamente, dialogan con el espíritu de sus muertos.

Cuando apareció Cien años de soledad, los lectores, sorprendidos, no sabían cómo clasificar esa rara y exagerada fantasía. Cuando el asombro fue decantando, de repente todos entendieron: eso que llamaban fantástico era la cotidianidad de los indios guajiros, las tradiciones orales y populares a las que por primera un escritor colombiano les daba carta de ciudadanía literaria. El país, ya no sólo era blanco y español, sino también negro e indio: mestizo. Al fin tuvimos un espejo en el que cabían todas las razas de Colombia.