Especiales Semana

Los ‘místeres’ y las minas

Los mineros que llegaron al país en el siglo XIX, provenientes de Alemania, Inglaterra y Francia, se convirtieron en la colonia más numerosa de la época y, sin duda, en la más influyente.

Álvaro Gärtner*
28 de octubre de 2006

Si el descubrimiento de América se debió a la necesidad de conseguir especias, la Conquista fue la obsesión de tener oro. Y si la leyenda de El Dorado impulsó a muchos españoles a aventurarse por las montañas de la actual Colombia, la certeza de hallar ricos yacimientos llevó a otros a reclamar para sí extensos territorios. Eso hizo Sebastián de Belalcázar, quien luego de fundar Cali, en 1536, siguió hacia el norte por la orilla del río Caucayaco, hoy Cauca, hasta una región que los indios llamaban Cartama, donde había ricos yacimientos y ríos que arrastraban pepitas doradas.

Por allí pasó el oidor Juan Vadillo dos años después y ratificó que, en efecto, las riquezas eran incalculables. En 1539 salió Jorge Robledo desde Vijes para fundar, casi seguidas, las ciudades de Cartago (actual Pereira), Santa Ana de los Caballeros de Anserma y Arma (hoy departamento de Caldas) y Santa Fe de Antioquia, para que ningún otro peninsular tuviera pretensiones sobre las minas cercanas.

Así, desde 1540 se comenzó a escribir la historia del oro en los yacimientos de Marmato, Supía y Quiebralomo, que hoy hacen parte del Alto Occidente de Caldas, pero fueron la primera frontera minera de la Gobernación de Popayán y punto de partida de la conquista de Chocó.

Para dar idea de aquella riqueza, dice la leyenda que los bueyes salían tan cargados de los socavones, que a uno de ellos se le quebró el espinazo y de ahí el nombre Quiebralomo.

Como los españoles no sabían de minas, se limitaron a seguir las explotaciones comenzadas por los indígenas antes de la Conquista. Durante los dos siglos siguientes, la encomienda dio paso a la hacienda minera y ésta fue sustituida por las reales compañías mineras, a finales del XVIII, pero proseguían los malos resultados. Fue entonces cuando, por fin, el monarca español autorizó la traída de mineros alemanes a las labores de Mariquita, de donde salieron luego para Pamplona y Almaguer. De esta población caucana partieron para Quiebralomo, en 1790, los sajones alemanes Juan Abraham Federico Bähr (hoy Báyer) y Johann Burckhardt. Fueron ellos los primeros de los, aproximadamente, 286 ingle­ses, alema­nes, franceses, daneses, italianos y de otras nacionali­dades que llegaron en los cien años siguientes a Marmato, Supía y Riosucio.

La verdadera migración de mineros extranjeros tuvo por causa la necesidad de fi­nanciar la guerra de Independencia. Los gobernantes de la recién creada Re­pública de Colombia vieron en esos minerales una fuente de recursos, y para obte­ner préstamos las entregaron en arrendamiento y las vendieron a los ingleses, seculares enemigos del espa­ñol, siempre dispuestos a prestar dinero para combatirlo. Por esa causa, hacia 1827 el metalurgista fran­cés Juan Bautista Boussingault trajo centenar y medio de mineros oriundos de la localidad inglesa de Cornwalles a trabajar en las minas de Mar­mato y en las aguas del río Supía. Todos murieron insolados. Luego vino más gente de toda clase y condición, desde médicos, ingenieros, capataces, químicos, mecánicos y mineros expertos, hasta aprendices e inútiles, todos contratados por las compañías in­glesas usufructuarias de los yacimientos.

Algunos extranjeros se quedaron para siempre, contrajeron ma­trimonio con nativas -o con descen­dientes de otros místeres- y formaron familias. Sólo unos cuantos trajeron esposa. Un buen número murió en esos pueblos y sus tumbas ya están olvidadas. Otros emigraron hacia Medellín, tras acumu­lar caudales de diversas magnitudes. Otros regre­saron a sus patrias de ori­gen y los nombres de muchos se perdieron para siempre.

A finales del siglo XIX se podía encontrar en Marmato, Supía y Riosu­cio un puñado de familias de origen germano o británico hasta con dos genera­ciones nacidas en Colombia, apellidadas Goldsworthy, Cock, East­man, Ba­yer, Gärtner, Samuel, Hencker, Richter y Nicholls, entre otros. Con el correr del tiempo, los descendientes fueron emigrando.

El proceso social derivado de la llegada de los mineros extranjeros y de sus familias a sociedades ru­rales y atrasadas del siglo XIX no fue suave ni pacífico. Por el contrario, las comunidades locales esta­blecieron con los inmigrantes relaciones de amor-odio muy complejas, marcadas por todos los conflic­tos que azotaron el país: la actitud de los párrocos fluctuó entre la des­confianza y la guerra abierta, y se dieron casos de extranjeros que se vieron obligados a abrazar la fe católica para poder vivir, trabajar y hasta para des­cansar en paz. Para contraer matrimonio se debían obligar a educar a los hijos dentro de los preceptos ca­tólicos, y a pesar de la imposición, sus hijos recibie­ron una educación diferente, pues sus padres les transmitieron rasgos de sus cul­turas originales.

Un intento de asimilarse a la vida cotidiana local fue la españolización de los nombres: Bähr se transformó en Per, Cock fue Gallo, Bishop quedó Obispo, Red cambió por Colorado, Collon fue Colón y John Quick era conocido como Míster Pronto. Pero sus descendientes recuperaron los apellidos originales y, con ellos, su identi­dad.

Al finalizar los contratos de las compañías inglesas; al agotarse numero­sos yacimientos y, en especial, al convertirse en 1905 el general conservador Alfredo Vásquez Cobo en propietario de todos los yacimien­tos metalíferos de la zona, mediante hábil maniobra política, casi todos los extranjeros supervivientes -o sus descendientes- se alejaron en busca de residencias menos conflictivas. Sólo quedaron unas pocas familias que fue­ron extinguién­dose lentamente en esos pueblos, hasta casi desaparecer por completo de ellos y de su historia.
 
*Autor del libro ‘Los extranjeros en Colombia’. Investigador de la Udea.