Especiales Semana

Los 'realities' de las monarquías

Este año los medios de comunicación se dieron gusto por cuenta de los escándalos de las dos monarquías más importantes del mundo: la española y la británica.

María del Pilar Guevara, Sandra Janer
21 de diciembre de 2003

En 1945 el Tercer Reich aleman, que según Hitler iba a durar 1.000 años, cayó. Tiempo después el muro de Berlín se fue al suelo, la Unión Soviética llegó a su fin y el Concorde salió de circulación. El hombre llegó a la Luna, Michael Jackson se volvió blanco, una oveja fue clonada y Terminator se volvió gobernador. Y mientras el mundo cambia, en algunos países una institución milenaria como la monarquía sigue campante. Parece increíble que en pleno siglo XXI algo tan anacrónico se mantenga en pie, y más aún, bajo el reinado de los medios de comunicación, en el que la vida privada de los monarcas es de dominio público. Si antaño se creía que eran los "elegidos de Dios", hoy se ven tan humanos como cualquier hijo de vecino, con el agravante de que lo que puede ser común en la vida de un plebeyo en ellos significa noticia y en la mayoría de los casos un escándalo.

En 2003 los medios se han dado gusto por cuenta de las dos monarquías más importantes del mundo: la española y la británica.

Por el lado de los Borbón las noticias fueron buenas. Cuando la prolongada soltería del príncipe Felipe se estaba convirtiendo en un problema de Estado, el anuncio de su compromiso con la periodista Letizia Ortiz suscitó suspiros de alivio entre los monárquicos. El noviazgo, que se mantuvo en secreto por varios meses, se convirtió en la mejor garantía de la continuidad de la institución en ese país. Después de todo los españoles están acostumbrados a la imagen de una familia real intachable y el heredero al trono estaba en la obligación de producir una igual.

Aunque en España la prensa del corazón es de las más respetuosas con su monarquía, la casa real hizo una jugada maestra para evitar suspicacias. Antes de que la relación del príncipe de Asturias se volviera motivo de especulación, como le había sucedido con noviazgos anteriores, emitió un comunicado oficial presentando a la futura princesa como "doña Letizia", con toda la majestuosidad del caso, sin ocultar su condición de divorciada, ni su origen humilde. Si bien hubo algunas críticas por la elección de una plebeya en vez de una aristócrata, los súbditos aceptaron la decisión de su príncipe.

Si la historia del heredero español es para muchos la versión moderna del cuento de hadas, la monarquía británica, por el contrario, parece una vulgar parodia. El cuento El príncipe y la plebeya es mucho más romántico que El príncipe y el mayordomo. El protagonista de este último es el príncipe Carlos, heredero de la corona británica de quien se había dicho de todo en los últimos 20 años: que hizo infeliz a la 'venerada' Lady Di, que no está preparado para ocupar el trono, que es despilfarrador, que sólo le preocupan sus plantas y que su amante, Camilla Parker-Bowles, es un adefesio. Sobre lo único que no habían opinado sus súbditos era sobre sus inclinaciones sexuales. Por ello el desprestigio de la monarquía británica llegó a su máxima expresión con la supuesta relación homosexual del príncipe con uno de sus empleados.

George Smith, ex empleado del palacio, aseguró que en 1989 fue violado por otro sirviente, y que en una ocasión encontró a éste en la cama con el príncipe Carlos. Aunque la casa real trató de frenar el escándalo, incluso con acciones legales que prohibían a los medios británicos publicar detalles sobre el episodio, la historia se conoció en diversas páginas de Internet y en la prensa española e italiana. El escándalo creció cuando Paul Burrell, quien fue durante más de 10 años mayordomo y confidente de la princesa Diana contó en su libro A Royal Duty que ella se quejaba de que su esposo tenía "una relación poco sana y excesivamente íntima" con uno de sus empleados.

Los diarios británicos, que por temor a una demanda hablaban eufemísticamente del tema como "el incidente sexual", se atrevieron a titular con frases como "se le escapa la corona a Carlos" o "el próximo rey de Inglaterra será Guillermo". Ciertas o no las acusaciones, esta era la opinión de algunos observadores, para quienes la única manera de que la monarquía sobreviva a un nuevo escándalo es que Carlos abdique en favor de su hijo, quien aún goza de popularidad. Este episodio, sumado a los adulterios, divorcios y casetes con revelaciones íntimas de la familia real, ha llevado a la monarquía a su mayor crisis desde que Eduardo VIII abdicó al trono para casarse con una norteamericana divorciada.

En la historia de las monarquías siempre ha habido infidelidades, hijos naturales, despilfarro, homosexualidad y hasta crímenes. Basta recordar que Enrique VIII decapitaba a sus mujeres para poder casarse nuevamente. La diferencia es que la privacidad en que todo esto sucedía hacía pensar al pueblo que sus reyes vivían en un cuento de hadas, y muchas veces sus acciones reprobables no pasaban de rumores. Hoy los secretos se divulgan en las fotos de los paparazzi o los testimonios de un empleado al que los diarios le pagan millones de dólares por la exclusiva. Seguramente la reina Isabel nunca imaginó que su afán por acercarse a sus súbditos se volvería en su contra, cuando a finales de los 60 decidió permitir por primera vez que las cámaras de la BBC entraran al palacio y filmaran escenas de su vida cotidiana para un documental. Desde entonces los medios perdieron los límites y hoy los nobles parecen los protagonistas de un reality show que atrae a los espectadores por el morbo que conlleva pero que a la vez todos reprueban en un arranque de mojigatería. "La caza continúa y habrá más historias sensacionalistas por venir, pues el público, que en cada nueva encuesta asegura que quiere preservar la monarquía, devora cada gota de tinta impresa en la cual se cuenten las intimidades del futuro monarca. Y eso significa incremento en las ventas", dice Gina Valke, corresponsal de SEMANA en Londres.

El asunto deja de ser un circo divertido cuando se sabe que el sueldo del payaso estrella es de 16,4 millones de dólares anuales, suma que sale del bolsillo de los contribuyentes. Aún más molesto es el hecho de que parte de ese dinero está destinado a pagarle a un empleado cuya función es ponerle crema dental al cepillo de dientes de Carlos.

Pero los Windsor no son los únicos que dieron sorpresas en 2003. Estefanía de Mónaco cambió a un domador de elefantes para casarse con un trapecista de circo y así aumentó su colección de maridos plebeyos. Magdalena de Suecia, a sus 21 años, decidió irse a vivir con su novio y el príncipe Johan Friso, segundo hijo de la reina Beatriz de Holanda, renunció a sus derechos dinásticos por una mujer que en el pasado había sido novia de un narcotraficante.

Para algunos observadores, debido a esta avalancha de escándalos la monarquía está perdiendo su razón de ser. En la actualidad al no tener un poder representativo la institución se ha convertido más bien en una figura decorativa y simbólica por representar la permanencia de las tradiciones de un pueblo. Sin embargo, como en el caso de la británica, ¿qué utilidad puede tener un símbolo que ha perdido la majestad y se ha convertido en un objeto del morbo colectivo y del ridículo mundial? Para la historiadora Diana Uribe, esta sentencia no es tan clara. "La monarquía británica ha logrado entender la naturaleza de los cambios y de los tiempos. Su fortaleza puede radicar precisamente en su normalidad y humanidad. Su continuidad histórica y su valor simbólico van más allá de un escándalo de tabloide y 1.500 años de historia pesan más que un instante", explica. Tanto es así que a pesar de más de tres décadas de escándalos la monarquía sigue en pie. En 1952, al ser destronado, el rey Farouk de Egipto se atrevió a hacer la siguiente predicción: "En el mundo solo quedarán cinco reyes: los de las cartas y el de Inglaterra".