Especiales Semana

MACONDO INVADE AL MUNDO

García Márquez partió en dos la historia del Nobel

10 de enero de 1983

Levantó la mirada, dejó ver su asombro infantil en sus ojos escuchó la ovación que arreciaba, y lentamente fue girando sobre sus talones, escrutando estupefacto a la multitud que lo aplaudía. Fue como si recordara toda su vida en ese instante: de Aracataca a Estocolmo. Parecía un torero en el ruedo, en una tarde triunfal, pero en realidad era Gabriel García Márquez en el Concert Hall de Estocolmo, de pie sobre el círculo con la letra N y donde sólo pueden pisar los reyes y los genios.
En el fastuoso salón, bajo las lámparas de cristal que pesan toneladas, se hallaban los reyes de Suecia, los miembros de la Academia y unas 500 personas más, todas de riguroso frac. De espaldas al busto de bronce de Alfred Nobel, el hombre que inventó la dinamita, de los seis premios Nóbel de este año estaban sentados en sillones de abedul decimonónico, abullonados con terciopelo rojo.
Todo allí era de lustrosa y fúnebre belleza, salvo el liquiliqui blanco de García Márquez, el traje de lino suave, apuntado al cuello que según él usara su abuelo y todos los generales guerreros del Caribe, pero que los colombianos de hoy no conocieron hasta que García Márquez lo mencionara. Entonces con la blancura de su liquiliqui hasta los pies vestido, García Márquez escuchó la ovación que se prolongó más y más, todos los asistentes de pie, un aplauso que duró casi tres minutos. Luego, en forma lenta, casi imprecisa, caminó de nuevo hasta su sillón y se sentó cuidadosamente junto a los premios Nobel de física y química.
En ese instante, Macondo se sentó al lado de las Universidades de Cambridge y Cornell. Aunque eran sólo las seis de la tarde en Estocolmo, parecía medía noche. Afuera las calles de la ciudad eran barridas por un viento que venía del polo y que traía los cuchillos lacerantes de una temperatura de 5 grados bajo cero.
En ese mismo momento, a más de 15 mil kilómetros de este augusto salón, eran las once de la mañana en Aracataca. Y un sol abrasador arreciaba una temperatura de 32 grados a la sombra. Más allá del horizonte, en la ardiente sabana, un tren se apoximaba a Macondo, cargado con los padres de García Márquez, doña Luisa Santiaga y Gabriel Eligio, y una multitud de cataqueños que regresaban a su tierra para celebrar allí el Nobel.
Las mariposas amarillas
Más de diez mil pariposas amarillas, cuidadosamente elaboradas en papel, fueron lanzadas al vuelo en Estocolmo por la delegación folclórica colombiana que organizó Colcultura y que sembró el calor en la yerta capital sueca durante una semana. También millares de mariposas amarillas, muchas de verdad, fueron lanzadas desde una avioneta sobre la polvorienta Aracata, mientras el tren del pasado trepidaba en sus calles como en los mejores años de la fiebre del banano en Macondo y en Cien Años de Soledad.
Este fue un hermoso episodio que hermanó dos centros urbanos tan remotos en la geografía y la civilización como la tierra y la luna, pero muy próximos esta semana gracias a la acción de la poesía. El mismo García Márquez, durante el banquete en el Palacio del Ayuntamiento, levantó su copa y dijo: "Brindo por la poesía que es la prueba más contundente de la existencia del hombre". Habló del hombre de Aracataca y del hombre de Estocolmo en el salón donde había 1.700 comensales y 300 banqueteros, y donde las trompetas medievales habían anunciado la llegada de los Reyes. Una vez pasado el brindis sucedió allí algo insólito: por las anchas escaleras de mármol entraron los conjuntos folclóricos colombianos, desde los vallenatos hasta Totó La Momposina. Fue como si el trópico se hubiera colado por la ventana.
Hubo un silencio contenido. Entonces tronaron los tambores y las danzas comenzaron su concierto atropellado, vibrante, como si fuera el pasar de las incesantes páginas de Cien Años de Soledad. El estrépito de los acordeones se tomó el salón, cabalgó sobre las largas mesas donde se hallaban los 1.700 platos de filete de reno y de trucha ahumada y se fue adentrando en los corazones de todos los presentes hasta que la Reina Silvia de ancestro brasileño, comenzó a aplaudir, dando así luz verde para que docenas de acartonados escandinavos en frac, acompañaran torpemente el ritmo.
De esta manera, durante la entrega misma del Nóbel y durante el banquete de gala, quedó marcada para siempre la huella de un hombre solitario que con poesía conquistó al mundo, y la magia de un continente que se tomaba por asalto una ciudad y una cultura tan distintas. Fueron los dos momentos culminantes de una semana que había comenzado con un avión cargado de música en Bogotá.
La corronchería?
A las seis y media de la tarde del lunes 6 de diciembre, un jumbo de Avianca decoló del aeropuerto Eldorado con destino a Estocolmo. Era la primera vez que un avión comercial colombiano cubría este itinerario y era también la primera vez como una nave de Avianca partía con fiesta a bordo.
Muchos pensaron: ahí van los corronchos a hacer el ridículo en Suecia. Los músicos eran 70, desde las apacibles danzas de Ingrumá de Riosucio, hasta la desaforada Escuela de Danzas de Barranquilla.
Con los músicos iba un selecto y envidiado grupo de periodistas colombianos y por lo menos 150 turistas que se habían apuntado al tour del Premio Nóbel, ofrecido por Avianca a 1.900 dólares, con derecho a 14 días de permanencia en Europa y un programa que incluía visitas a ciudades como Amsterdam y París. El jumbo y su música llegaron a las ocho de la mañana a Madrid. Allí los colombianos vieron por primera vez en esta gira a Gabriel García Márquez; venía de Cuba, donde había hablado durante once horas con Fidel Castro, y tenía una cita al medio día para almorzar con el jefe del gobierno español, Felipe González. El escritor abrazó a los músicos y a los turistas y les dijo "nos vemos en Estocolmo".
Esa misma tarde se encontraron en Estocolmo. Toda la delegación y la colonia colombiana residente en Suecia salió en tropel para recibir a García Márquez en el aeropuerto. El escritor llegó con un saco café y una bufanda carmelita y cuando se bajó del avión agitó en su mano derecha un ramo de flores amarillas. Eran flores legítimas y colombianas, llevadas por la periodista Alexandra Pineda desde un jardín de Melgar. "Con estas flores nada me puede pasar", dijo el escritor mientras atendía una tumultosa rueda de prensa que se llevó a cabo en el aeropuerto.
Desde ese momento, cuando la presencia de García Márquez desbarató la milimétrica organización del aeropuerto, todos empezaron a comprender que el novelista colombiano sería en realidad el Rey de Estocolmo durante una semana. Su impacto durante la estadía fue tal que un funcionario oficial se quejó por la prensa de que la administración sueca no estaba funcionando como siempre desde que habían llegado Gabriel García Márquez y los colombianos.
Esa noche García Márquez cenó con el acádemico sueco Arthur Lundkvist, el hombre de 75 años experto en literatura latinoamericana y quien había dicho dos años antes: "No quiero morir antes de que Gabriel García Márquez haya ganado el Premio Nóbel". Por fortuna, el año pasado logró superar un infarto cardiaco.
Gabo y su gente
Como todos los días durante el invierno, el martes 8, sólo duró Suecia con sol durante apenas cinco horas, de las diez de la mañana a las tres de la tarde. Pero la jornada para García Márquez fue larga e intensa, y memorable para los premios Nóbel y para la literatura y la cultura latinoamericanas.
García Márquez desayunó en el fastuoso comedor del Gran Hotel, frente una bahía ya casi congelada, en compañía de un grupo de personas que entrañan todo su pasado y su lucha. Eran las únicas 20 personas colombianas que entraron a la ceremonia de entrega del Nóbel. Fue un desayuno de Gabo y su gente.
Estaban Tita de Cepeda, Germán Vargas, Alfonso Fuenmayor y sus esposas. Como quien dice, un pedazo de La Cueva, aquellos años en Barranquilla cuando eran pobres, bohemios y felices y no soñaban siquiera con la gloria. También Plinio Apuleyo Mendoza, Alvaro Mutis, el matrimonio Castaño Castillo y Gonzalo Mallarino. Es decir, sus amigos de los años de reportero pobre en Bogotá y de su errancia por el mundo. Desayunó igualmente con Carmen Balcells y José Vicente Kataraín, sus amigos de ahora los ejecutivos de esa multinacional de la literatura que es Gabo. A esa hora el Nóbel y su gente llevaban ya sobre la solapa las flores amarillas que lucirían durante todo ese fin de semana en Estocolmo.
Por la tarde, sus amigos y 900 personas más lo observaron en la sede de la Academia Sueca, cuando pronunció un hermoso discurso que despertó la primera interminable ovación. Vestido con una chaqueta de cuadros con botones de cuero, una corbata verde y un pantalón gris --ataviado de manera exquisita para una corrida de toros--, durante 25 minutos leyó pausadamente su discurso, consciente de que se trataba de un documento histórico: "La Soledad de América Latina" (ver recuadro).

Víspera de gloria
El jueves 9, víspera de la entrega de los Premios Nóbel, ya todo Estocolmo estaba "tocada" por la fiebre de Macondo. Los 70 músicos, algunos de los cuales jamás habían montado en avión o no habían visto nunca la nieve --como si fueran personajes de García Márquez--, ensayaban allí donde estaban alojados, en un barco anclado en la bahía. La mayoría eran "morochos", tan vigorosos como Poncho Zuleta o tan soñadores como Rafael Escalona, y constituían allí un tropel de músicos que se habían metido ya en el alma de buena parte de la población sueca, de la misma manera que "Cien Años de Soledad" se había infiltrado en Suecia en cien mil ejemplares.
Y mientras los músicos afinaban instrumentos, el Premio Nóbel discutía de alta política internacional. Fue en la residencia privada del primer ministro Olof Papme, donde se llevó a cabo un almuerzo especial, que resultó una minicumbre del socialismo internacional. Asistió la esposa del presidente francés Francois Miterrand, Regis Debray y el exprimer ministro turco Acevit. Después de la cena, García Márquez se reunió de nuevo con sus amigos en el Grand Hotel y estuvo revisando su liquiliqui, regalo de los estudiantes de Yucatán, Méjico.
El pasado en un instante
Apenas acababa de amanecer, a las diez de la mañana del viernes, cuando sonó el teléfono en la suite de García Márquez. El escritor ya estaba impecablemente de blanco en su atuendo caribeño y se disponía a salir para el Concert Hall, para recibir el Premio Nóbel. Al otro lado de la línea telefónica interoceánica estaba el presidente Belisario Betancur, aún en piyama a las cuatro y media de la mañana, en la Casa de Nariño en Bogotá. El presidente le contó que durante esa mañana se lanzaría una emisión de tres millones de estampillas con la efigie del escritor. "Que mi estampilla sólo lleve cartas de amor, presidente", le dijo, y agregó para terminar la conversación: "Bueno, me voy por el Nóbel, porque ya estoy vestido de gloria". El presidente con su estilo habitual y su buen humor le respondió: "Oh gloria inmarcesible".
Entonces Garcia Márquez salió del hotel hacia su Nóbel, mientras Colombia comenzaba a despertar ese diez de diciembre.
Eran las once de la mañana, casi las cinco en Estocolmo, cuando se produjo el momento de la verdad. Fue breve pero intenso. El representante de la Academia llamó a García Márquez; el escritor se levantó lentamente de su silla y caminó con pasos vacilantes hacia el Rey. El monarca le estrechó la mano y le entrego la medalla del Nóbel en un estuche de terciopelo. La ceremonia había sido ensayada en la mañana, pero García Márquez sucumbió a la emoción. Cuando se retiró el Rey, el escritor quedó solo allí en el círculo. Giró lentamente sobre sus pies y recibió la ovación que se prolongaba apoteósica. Parecía un gladiador asombrado con su propio triunfo. Era como si un sentimiento de grandeza y de tragedia invadieran su mente y si corazón. Sus ojos brillantes parecieron inciertos, como extraviados. Tal vez en ese instante el escritor evocó todo su pasado, el camino recorrido. Sonaba un intermezzo de Bella Bartola, su compositor predilecto. Fue su vida en un instante.
El reportero pobre en Bogotá. El vendedor de enciclopedias por los pueblos guajiros. El escritor sin puesto en París. El novelista que envía los manuscritos de Cien Años de Soledad al editor y su mujer que le dice en Méjico: "Ahora sólo falta que no sirva esa vaina". Todo había empezado en un polvoriento pueblo tropical, adormilado por el calor y sólo identificado en el mundo por el grito de los alcaravanes. Y lo evocaba allí en aquel pequeño círculo, bajo gigantescas lámparas y frente a miembros de una vieja realeza que lo exaltaba como poeta mayor de su tiempo.
Hasta llegaral Frac
Cuando salieron del Concert Hall ya García Márquez llevaba el Nóbel en su corazón y los 157 mil dólares del premio se hallaban ya consignados en el Banco de Suecia, se dirigió hacia el banquete real, eran los últimos días de una semana que había partido en dos la historia del premio Nóbel.
Vino el banquete en el Palacio del Ayuntamiento, tal vez el episodio más espectacular y suntuoso de la semana, celebrado en un gigantesco salón. Mil setecientos comensales lujosamente vestidos de gala y con frac, a excepción de uno, el escritor, de liquiliqui blanco, 300 banqueteros sirviendo filetes de reno y de trucha. El Rey y la Reina, príncipes y nobles. Todo como un cuento de hadas. Allí Mozart fue reemplazado por la música de los acordeones y los tambores. Los vallenatos, los llaneros y los bambuqueros irrumpieron en el salón. Por primera vez en los casi 80 años de la historia del Premio Nóbel, la formalidad y el protocolo reales cedían paso a la informalidad del trópico.
Fueron 15 minutos, la violencia negra de Leonor González Mina y Totó la Momposina; el tropel galopante del conjunto llanero, el desparpajo de los vallenatos y la nostalgia andina de las Danzas del Igrumá la Reina Silvia y el Rey Gustavo Adolfo, lo mismo que los 1.700 comensales que habían pagado 60 dólares por plato estallaron en un largo y cerrado aplauso.
Después fue el brindis que ofreció García Márquez en nombre de la poesía, la "prueba más contundente de la existencia del hombre" .
Una flor para la reina
El sábado once Gabriel García Márquez, por primera vez en su vida vistió un frac. Asistiría a la cena real, con su esposa rigurosamente vestida de negro. Ya en el Palacio Real, García Márquez buscó en la lista para saber cuál mesa le correspondía. Uno de los pajes le dijo: "Usted estará al lado de la Reina". En ese instante, la Reina lo miraba sonriendo, sorprendida por la desorientación del Nóbel. La Reina y el escritor tomaron asiento. Ella le preguntó por el significado de la rosa amarilla en la solapa. "Es que en el Caribe es una superstición llevar una rosa amarilla para evitar cualquier cosa mala "le dijo el escritor. La Reina le recordó que ella era hija de una brasileña, que creía en las supersticiones y que sabía algo sobre la macumba. Entonces García Márquez, en un gesto que muchos no entendieron, le regaló la rosa. Avanzada la cena, el acto más exclusivo y cerrado de la semana, García Márquez le preguntó a la Reina por qué no había música. Ella le respondió que no se había ordenado.
Habían pensado que él, que andaba por todas partes con su música, como las mariposas amarillas con Mauricio Babilonia la iba a llevar y aprovechó para pedirle que le enseñara a bailar cumbia "Acepto, porque yo soy un mal escritor pero un buen profesor de cumbia", le dijo el escritor.
Resultó, resultó
Y el domingo fue la fiesta más democrática y latina de toda la semana. García Márquez llegó en guayabera a la Casa del Pueblo --una sede obrera--, donde cerca de 2 mil personas asistieron a la gran fiesta latinoamericana. Fue la fiesta grande en Estocolmo. Colombianos, muchos colombianos, mejicanos, cubanos, argentinos, nicaraguenses, venezolanos, peruanos, todos todos, se congregaron y celebraron el premio de Gabo. Fue el final del comienzo de una nueva etapa: después del Nóbel.
Ahora con el Premio Nóbel a cuestas, intentará recuperar su vida privada y su soledad, para emprender de nuevo su oficio y la razón de su vida: la literatura. La intención es terminar su historia de amor, la nueva novela que se vio obligado a interrumpir, cuando a las seis y diez de la mañana del día 21 de octubre lo llamaron de Suecia para comunicarle que se había ganado el Premio Nóbel de Literatura.
A Colombia le queda el sabor de que en Estocolmo todo resultó. No podía ser de otra manera. Garcia Márquez llevaba consigo el amuleto de la suerte: las rosas amarillas.--
Nuestra carátula
Su nombre de combate es Madame Crepé. Se hizo famosa imponiendo la moda de las flores de papel y ahora dedica horas enteras a la fabricación de unas alambicadas "cajitas" que bien pudieran inscribirse dentro de lo que ha sido llamado el arte kitsch. Eso que para los bogotanos podría ser sinónimo de lobo o de cursi, para los españoles de hortera y para los argentinos de mersa, cabe también con holgura dentro del concepto de corroncho como homenaje al corronchismo, atacado por los sofisticados habitantes del altiplano y reivindicado por García Márquez y el entusiamo insospechado de los suecos, SEMANA le pidió a Susana de Goenaga, Madame Crepé, que elaborara una caja kitsch para la carátula. "Cien años de soledad" se llama y en ella no sólo quedan incorporados algunos de los símbolos de Macondo como las sábanas de Remedios la Bella las mariposas de Mauricio Babilonia, los pescaditos del coronel Aureliano Buendía, sino también las rosas amarillas, el singular "contra" para la muerte por Nobel, descubierto por Gabo.--

El único oso
Algunos, los acérrimos enemigos del corronchismo, aquéllos que con frecuencia sufren de "verguenza ajena", alimentaban el temor de que la "función" organizada para la ceremonia de entrega del Nóbel a Gabo iba a ser el oso más descomunal de la historia colombiana. Sin embargo, todos, corronchos y no corronchos, cachacos y costeños, santendereanos y vallunos, llaneros y paisas, esperaban entusiasmados la hora señalada para la transmisión de TV. Fijada para el viernes 10 a las ocho de la noche, los colombianos comenzaron a prepararse con anticipación. Algunos, inclusive, organizaron reuniones especiales. Tal fue el caso de la compañía Skandia en Bogotá que en su sala cultural instaló una pantalla grande para que los invitados entre quienes se encontraban el Embajador de Suecia y el ministro de Relaciones Exteriores Rodrigo Lloreda, pudieran presenciar la ceremonia cómodamente instalados en las sillas del auditorio.
Desde la seis de la tarde, funcionarios de Inravisión y RTI, comprometidos en la transmisión estuvieron pendientes de la señal sátélite. Pero la señal no llegaba. Tuvieron que esperar 45 minutos hata que, por fin, se vieron las primeras imágenes.
Pero ahí no terminarían los problemas. Decidieron comenzar a transmitir como se había anunciado a las ocho de la noche. Los colombianos empezaron viendo un programa preparado por la TWI --la firma inglesa que por extrañas razones incumplió el contrato de transmisión--, en el cual se mostraban alternadamente aspectos de la ceremonia de entrega del Nóbel a los diferentes galardonados, aspectos de la vida y el trabajo de cada uno de ellos. La expectativa aumentaba Gabo sería el último, en lugar de ver los smokings de quienes recibían el Nóbel, véían unos que no esperaban ver.
Los colombianos esperaban con emoción y paciencia frente a sus pantallas. Véían al Nóbel de física bailando danzas escoscesas, veían las probetas en que el Nóbel de química hizo los experimentos que le acreditaron el premio, y más adelante, ya medio desesperados, empezaron a contar los millones que se iban acumulando en Teletón.
Con los nervios destrozados, los directivos de Inravisión lograron por fin que Venezuela --irónicamente fue Venezuela la que nos socorrió-- enviara en diferido la señal, que en ese país sí se había recibido perfectamente.
A quien sí quiere caldo, también se le dan dos tazas. Al cabo del incidente no sólo vieron los colombianos la transmisión con señal prestada, sino que además pudieron también ver el "bis", pues Bernardo Hoyos hizo repetir las imágenes acompañándolas la segunda vez de su propia narración, que afortunadamente no se perdió porque estaba hecha con profesionalismo y nivel.
Tanto fue el miedo a hacer el oso, que finalmente se hizo. Pero no el que temían los amigos de Fernando del Carpio, o sea el de los vallenatos y las cumbias. Fue el de una transmisión absurdamente malograda, que terminó en una airada demanda de RTI contra la firma inglesa de comunicaciones.
Por ello, hubo quienes pusieron en duda la efectividad de la rosa amarilla de Gabo como "contra" para los traspiés en la ceremonia del Nóbel.--
Palabras mágicas
El resultado final fue un discurso profético y alucinante, a la vez literario e histórico, que logró transformar el discreto rito académico en acto político, y una premiación al mérito individual, en una exigencia de reconocimiento para el continente entero. Con aires entremezclados de los más diversos libros --Las Crónicas de Indias Los Condenados de la Tierra de Fanón y Las Venas Abiertas de América Latina de Galeano-- el discurso se cerró con la última frase de "Cien Años de Soledad". Con la diferencia de que aquello que hace 15 años era para el escritor una condena inapelable, la "soledad", ahora aparecía vista como una esperanza; "Nos sentimos con el derecho a creer que todavía no es demasiado tarde para emprender (...) una nueva y arrasadora utopía de la vida, donde nadie pueda decidir por otros hasta la forma de morir, donde de veras sea cierto el amor y sea posible la felcidad, y donde las estirpes condenadas a cien años de soledad tengan por fin y para siempre una segunda oportunidad sobre la tierra".
Tras la catarata de imágenes de la realidad mágica del continente, lo que García Márquez mostró fue su cruda realidad social y su aislamiento histórico. El planteamiento, en el fondo simple,era un escueto postulado democrático: pidió reconocimiento para los procesos de cambio en América Latina y respeto por los "métodos distintos" impuestos por "condiciones diferentes" a las europeas. "La solidaridad con nuestros sueños no nos hará sentir menos solos --dijo el premio Nóbel a los europeos-- mientras no se concrete con actos de contacto legítimo a los pueblos que asuman la ilusión de tener una vida más propia en el reparto del mundo".
El discurso hacía, además, un planteamiento cultural. Pedía que no se interpretara la realidad latinoamericana con "esquemas ajenos", que sólo servirían para hacerla más lejana y más desconocida. "El desafío mayor para nosotros ha sido la insuficiencia de los recursos convencionales para hacer creíble nuestra vida". De ahí que el otorgamiento de este Nóbel fuera interpretado, por quien lo recibió, como un reconocimiento al esfuerzo por encontrar el nuevo lenguaje, la expresión inédita que ayude a que la América Latina emprenda la búsqueda "ardua y sangrienta" de su identidad, única herramienta que puede ponerla "a salvo de la demencia".
Empezó hablando de cerdos con el ombligo en el lomo, mencionó once mil mulas cargadas de oro, habló de aciagas epidemias de escarlatina y de mujeres dando a luz en la cárcel, y terminó erigiendo la utopía de la América Latina. Todo esto parado en un pequeño púlpito, con transfondo de música vallenata y de aplausos de sus amigos del alma, vestido con un vistoso saco de tweed y una corbata verde.
Era Macondo que invadía a la monárquica y nevada Suecia, en el justo momento en que Gabriel García Márquez pronunciaba su discurso de aceptación del premio Nóbel de literatura.
Mucha espectativa se había creado en torno a las palabras que pronunciaría García Márquez. El novelista había tardado siete semanas para organizarlas, escribiéndolas y reescribiéndolas, recopilando y verificando minuciosamente cada uno de los datos. Para esto, García Márquez contó con un asesor político, otro en historia y otro en demografía. Con su ayuda pudo establecer los datos que expuso, como que son 20 millones los niños latinoamericanos que mueren antes de cumplir dos años; que los desaparecidos por motivos políticos son 120 mil, la misma cantidad de habitantes de la ciudad de Upsala; que uno de cada cinco uruguayos ha tenido que refugiarse en el destierro.
La retórica centenarista tradicional de los políticos y académicos colombianos fue reemplazada, en la alocución de Estocolmo, por el tono tercermundista y la intención de denuncia. Los interminables pliegos de los discursos respetables fueron reducidos a 20 breves minutos, después de que el borrador original, de 28 páginas, quedara sintetizado en sólo siete.--