Especiales Semana

Miseria

La pobreza en Colombia es tan dramática que está de moda preocuparse por ella. Muchos proponen soluciones pero nadie es optimista.

1 de mayo de 2005

En Los Robles, uno de los barrios de Altos de Cazucá, el personaje más importante se llama Ramiro Vélez. El hombre no es cura, ni médico, mucho menos maestro ni policía. Es fontanero. El responsable de que 400 familias reciban una hora de agua todos los días. O a lo sumo cada dos o tres días. Su tarea consiste en abrir las válvulas del tubo madre y dejar que corra por improvisadas mangueras de las que salen ramales hasta cada una de las casas, muchas de ellas, apenas ranchos hechos en madera y zinc. El ha instalado toda esa rudimentaria infraestructura, pues en Altos de Cazucá no hay acueducto. Le sacan el agua de contrabando al de Bogotá. ¡Pero ay de que se vaya el líquido, se rompa el tubo y llegue con pantano! La gente, que paga uno cuota de 3.500 pesos mensuales, se enoja. Tantos serán los conflictos por este motivo que en otro barrio cercano el fontanero tuvo que salir huyendo de las amenazas. La gente lleva un mes sin ver una gota. Así de precaria es la vida en la remota frontera de Bogotá y Soacha. Una ciudadela donde viven 63.000 personas, de los cuales el 14 por ciento son desplazados. ¿Pobres? Más que eso. Son personas, familias, niños a quienes la oportunidad de una vida digna les pasó de largo, sin tocar a la puerta. Y a quienes, aunque parezca mentira, todas las pobrezas y los miedos se les pegaron al cuerpo. Rosalba González, por ejemplo, nunca tuvo mucha plata, pero se consideraba una mujer con suerte. Antes de cumplir los 20 años ya se había casado y vivía con su esposo en una pequeña finca de Bolívar, Santander. La vida se le iba en echar azadón y estar embarazada. En menos de 10 años completó cinco hijos. Pero un día la guerrilla mató a su esposo y a su hermano. Aferrados a su tierra, ella, sus hijos y el resto de la familia hicieron como si nada hubiera pasado. Poco después llegaron los paramilitares. El miedo, y el mero instinto de sobrevivencia los hicieron salir. Dejaron todo tirado y un día se vieron en Bogotá. Son 12 y se acomodaron en dos cuartos. Sus hijos y ella en dos camas que en las noches parecen mojadas por el frío y que sólo calientan el roce de los cuerpos. Rosalba tiene la piel completamente rajada. La sangre parece a punto de brotarle por los poros. "Es cáncer de piel", dice uno de los vecinos. Ella parece ignorarlo. En Altos de Cazucá mucha gente come sólo una vez al día. "Al desayuno, café y pan. Al almuerzo, papa y arroz. A la comida, mejor dormir", dice. Como Rosalba y sus hijos, existen casi ocho millones de colombianos que viven con menos de 85.000 pesos mensuales y a quienes sus ingresos sólo les alcanzan para medio comer. Son indigentes. Y son los más pobres del 53 por ciento de la población colombiana, 23.430.000 personas, que vive con menos de 210.000 pesos mensuales. "Colombia ha sido siempre un país muy pobre. Hoy sigue siendo pobre, pero mucho menos que antes", dicen Armando Montenegro y Rafael Rivas en su libro Las piezas del rompecabezas, desigualdad, pobreza y crecimiento, lanzado en la Feria del Libro la semana pasada. La pobreza medida como acceso a salud, educación, servicios públicos y calidad de vivienda ha mejorado en forma dramática. Aun en un caso tan extremo como el de Altos de Cazucá, las condiciones se han superado. Hace una década barrios enteros compraban el agua que era transportada en burros, cocinaban con leña y cocinol, y muchos niños no iban a la escuela. Pero en Cazucá como en el resto de las zonas más deprimidas, el problema sigue siendo que los más pobres no tienen suficientes ingresos. Entre 1970 y 1980 se vivió una década de esperanza. La pobreza cayó 35 por ciento y la indigencia se redujo a la mitad, según estos autores. La dicha duró poco. En los 10 años siguientes aunque no creció el número de pobres, sí aumentó la indigencia. O sea que muchos pobres se sumieron en la miseria. Pero lo peor estaba por venir. A partir de 1996, cuando comenzó la recesión económica, el ingreso per cápita de los colombianos se redujo en 6 por ciento, golpeando particularmente a los pobres. Sólo hasta ahora, según Planeación Nacional, el país ha vuelto a tener los niveles de pobreza que tenía a principios de los 90, que ya eran dramáticos. Y que, con razón, dejan la sensación de que, en este tema, el país perdió una década. El informe de Pobreza de 2002 del Banco Mundial señaló que el país necesitaría invertir el 12 por ciento del ingreso total de los hogares para eliminar la pobreza y el 0,5 por ciento para eliminar la indigencia. La economía tiene que crecer más. Como dijo la semana pasada el banquero Luis Carlos Sarmiento, "a Colombia le ha llegado el momento de despabilarse en materia de crecimiento económico y social". Pero no basta con crecer. Es necesario que ese mayor crecimiento beneficie a los más pobres. En Colombia cada vez que la economía crece, los ricos ven cómo engordan notablemente sus ingresos. En cambio, los pobres quedan prácticamente en la misma situación. "El crecimiento en los últimos 10 años es absorbido por los no pobres en su mayor parte", afirma el investigador del Cede, Jairo Núñez, ex viceministro de Protección Social de este gobierno (ver 'Punto de vista'). No sólo los beneficios del crecimiento están mal distribuidos sino que el gasto público que debería corregir las inequidades del ingreso también termina en los bolsillos de las clases medias y altas (ver recuadro). "No se va a eliminar la pobreza si el gasto público sigue siendo, en primer lugar, un instrumento para subsidiar a ciertos sectores de la clase media a expensas de los más pobres", dicen Rivas y Montenegro. Los autores se refieren por ejemplo al subsidio de la gasolina, de las cuentas AFC para comprar vivienda en estratos altos y subsidios sectoriales como el de los cafeteros, bananeros, azucareros, palmeros y floricultores. Por eso los más pobres terminan dependiendo principalmente de la caridad. Muchos de los niños en Altos de Cazucá, por ejemplo, sobreviven gracias a la atención que les brindan organizaciones humanitarias a través de planes padrino. En Caracolí, un barrio más allá de la frontera invisible de Bogotá, un tumulto de mujeres con bebés de brazos se agolpaba frente a una casa verde de dos pisos, de sólidos ladrillos y rejas en todas las ventanas, cerca del medio día. Una fila algo desordenada serpenteaba a lo largo de la cuadra. "Están registrando niños para conseguir padrino. Yo llegué a las 4 de la mañana y me tocó el ficho 128. Aquí hay gente desde las 12 de la noche", dijo una mujer que se había sentado en el piso, sin importarle que el polvo de la calle se hubiera hecho barro con la llovizna. Decenas de comedores funcionan en las escuelas, colegios, las iglesias de todas las religiones o salones comunitarios. Son más de 50 las ONG que llegaron al sector a tender la mano. A pocos kilómetros de allí otra sobria edificación resalta por lo blanca. Es la casa de Médicos sin Fronteras (MSF), ubicada en el barrio El Arroyo. A pesar de que el 90 por ciento de la gente de Altos de Cazucá está afiliada al sistema de salud en el régimen subsidiado -cuya cobertura se ha multiplicado en los últimos años-, la mayoría se agolpa en este modesto centro médico. "En la teoría la gente tiene acceso al sistema de salud, pero en la práctica no", dice el médico español Pablo Alcalde, coordinador de campo de MSF. Se refiere a cosas simples: no hay dinero para bajar hasta Soacha, tampoco para la cuota moderadora y menos para la droga. Muy pocas ARS tienen sede en estos barrios, y las que la tienen suelen poner trabas burocráticas tan insólitas como la que le ha tocado a Luz Estela Barrios. Es una joven mujer de ojos negros intensos y rostro redondo que amamanta a su bebé de 5 meses mientras espera su turno con el médico. Al momento de dar a luz no sabía dónde acudir. Por fortuna una vecina le dijo que era partera, y entre las dos trajeron al mundo a su bebé. Y aunque el niño está pegado a su pecho, el notario no le cree. Para sacar el registro civil, necesita un certificado de un hospital en el cual conste que el bebé nació vivo. Documento que obviamente no tiene. En su defecto debe sacar una declaración extrajuicio que cuesta algo más de 20.000 pesos. Por eso acude, como todos, a Médicos Sin Fronteras. Con la educación el asunto no cambia mucho. Como en todo el país, en Cazucá cada vez hay mayor cobertura y los niños, en general, van a la escuela. "En mi curso somos 56 y apenas hay 46 sillas. Diez niñas tienen que sentarse de a dos en un pupitre", dice Johana, una brillante niña de 11 años, con gafas de intelectual, quien dice estar decepcionada porque en su colegio, el García Márquez, uno de los más importantes de la zona, la mayoría de sus profesores resultaron rajados en las pruebas de calidad que hizo el gobierno. También la desconsuela el hecho de que el colegio tiene una sala de computadores que no han usado en todo este año. La mala calidad de la educación es un serio inconveniente para superar la pobreza. La apertura económica de los años 90 provocó un deterioro en la distribución del ingreso pues desplazó la mano de obra no calificada y generó una mayor demanda de trabajadores calificados (ver 'Punto de vista'). Para subsanar esta brecha -según los expertos- se necesitaría un mejoramiento de la calificación de los trabajadores. El país -y este gobierno, en particular- ha avanzado mucho en ampliar las coberturas de educación primaria y secundaria. Sin embargo, llegar a una universidad sigue siendo un sueño inalcanzable para la gran mayoría de los colombianos. La capacitación laboral -que abriría la posibilidad de mejores ingresos- también es insuficiente. El Sena conserva el monopolio de la capacitación, pese a que muchos empresarios sienten que sus servicios son insuficientes y sus programas no van dirigidos a los más necesitados. En Cazucá, por ejemplo, el Sena ofreció un paquete de cursos. La comunidad consiguió un local para que los instructores dictaran las clases, pero surgió un problema insuperable. No contaban con talleres para hacer las prácticas, que eran esenciales para la formación en artes y oficios. Hasta ahí llegó el proyecto. Enrique Sánchez, un sicólogo que en un colegio de Altos de Cazucá expresa su preocupación por la vida, las oportunidades y el futuro de los muchachos. "En lo que va corrido del año siete jóvenes han intentado suicidarse. Una lo logró", dice. No es fácil retenerlos en el aula, ni en el barrio. Muchos se sienten condenados. Y no se permiten soñar con el futuro. Ello, sin contar que a las angustias de la pobreza se les suma una violencia intrafamiliar endémica, y la violencia social y política que en los últimos cuatro años ha arrojado cifras cercanas a los 300 homicidios en estos barrios. La mala educación, unida a tener demasiados hijos y a carecer de empleo son los tres factores que más determinan la pobreza de los colombianos. La guerra tampoco ayuda. El 65,5 por ciento de los hogares desplazados, como el de Rosalba y la mayoría de los de Cazucá, son pobres. "Son los últimos en conseguir empleo, los primeros en perderlo y los que menos recursos tienen para afrontar la crisis", dicen Rivas y Montenegro. Es el caso de Jorge, un chef que llegó a ser segundo en la cocina de afamados restaurantes, y quien se siente orgulloso de saber 32 formas distintas de preparar la pasta. Actualmente trabaja como obrero de 6 de la tarde a 6 de la mañana, algunos días, por menos del mínimo y sin contrato laboral. Su esposa, quien alcanzó a cursar dos semestres en la universidad, lleva dos años buscando empleo por todos los medios. Como paliativos para estas crisis, el gobierno anterior creó, con recursos del Plan Colombia, programas de subsidios como Familias y Jóvenes en Acción. Sin embargo, estos programas en Colombia son claramente insuficientes. Mientras que en México hay cuatro millones de hogares protegidos por esta red de asistencia social, aquí estos programas cubren sólo a 325.000 familias. Dadas las diferencias en población entre ambos países, Colombia tendría que cubrir a dos millones de familias para alcanzar los niveles de México. Según los informes de la ONU, Colombia tiene la capacidad de cumplir y superar todas las metas del milenio, es decir, reducir la pobreza extrema a la mitad, antes de 2015, si los gobiernos nacionales y locales se lo proponen seriamente en los próximos 10 años. "Al gobierno del presidente Uribe le asiste doble responsabilidad, pues si se concreta su reelección, gobernará durante ocho de los 15 años previstos para el cumplimiento de las metas", dice Claudia López, encargada del tema en la ONU. Aunque con algo de retraso, el actual gobierno ha comenzado a ubicar el tema de la pobreza en su agenda política. En diciembre del año pasado creó con el BID la Misión de Pobreza. Este grupo -conformado por cuatro investigadores- ya elaboró un diagnóstico que presentará a finales de año. Como parte de su agenda, el gobierno prepara un paquete legislativo que le permita canalizar el gasto hacia los más pobres. Para lograrlo se requerirá un compromiso político serio del gobierno Uribe que podría ir en contra de sus aspiraciones reeleccionistas. Muchas de las medidas necesarias para luchar en serio contra la pobreza exigen que se haga una reforma pensional seria y aumentar el impuesto predial rural. Medidas difíciles de conseguir en un Congreso en el cual los grandes hacendados están sobre representados, y donde sigue vigente un sistema político, fortalecido por el gobierno, que desvía los recursos de los pobres hacia las clientelas. En el país las políticas sociales no han tenido continuidad y tampoco se ha logrado avanzar hacia una inclusión social verdadera. La magnitud del problema es superior a los esfuerzos de cualquier gobierno. Superar la pobreza es un objetivo de la Nación. El gobierno, el país político, la empresa privada, las ONG y muchos otros sectores tendrían que vincularse a este propósito. Antes de que sea demasiado tarde.