Especiales Semana

Noviembre 25 de 1924<br>En el corazón de la selva

¡Qué actual la obra de Rivera y qué desolada su relectura! Se puede sustituir caucho por coca y ahí sigue inalterable el mismo mundo que pinta y denuncia. Allí están la violencia cruda y las masacres.

Juan Gustavo Cobo Borda*
30 de mayo de 2004

En la librería Trilse, donde Guillermo Martínez rinde culto a su paisano huilense, hojeo la primera edición de La Vorágine, publicada por Cromos -Luis Tamayo y compañía, el 25 de noviembre de 1924- y dedicada a Antonio Gómez Restrepo, el traductor de Los cantos de Leopardi. El libro tiene 340 páginas y cinco erratas reconocidas.

Pero las imágenes con las que se abre el libro ya inician el juego especular e irónico con que Rivera atrapa al lector. Fotos de quien se dice Arturo Cova, pero es en realidad Rivera, y fotos en una hamaca tomada por un personaje del libro, la Turza Zoraida. Rivera documenta la ficción para así trascender la historia y transformarla gracias a la imaginación. No es solo una novela de la selva, es el hechizo del lenguaje curándonos de la pesadilla recurrente de la historia.

¡Qué actual La Vorágine y qué desolada su relectura! Se puede sustituir caucho por coca y ahí sigue inalterable el mismo mundo que pinta y denuncia. Allí están el Vaupés, el Caquetá y el Putumayo. La violencia cruda y las masacres por el dominio. El recurrente sueño de la riqueza a cualquier precio, los Winchester en su versión de hoy en día, la venta de hombres, mujeres e indios, las prostitutas que emigran para aliviar a los machos estrepitosos de su carga de oro. o de dólares.

Pero una novela es una obra de arte y su perdurabilidad no proviene de injusticias milenarias o de interesados anacronismos. De que ahora, como entonces, entre el Ejército de la selva para poner orden. Ellas funcionan por sí mismas, por su impacto en un lector no forzosamente colombiano (por ejemplo, la edición sueca de 30.000 ejemplares con prólogo de Artur Lundkvist, el hacedor de los premios Nobel en lengua española). Por los nuevos ojos que no solo la toman en cuenta como testimonio social o ecológico sino por decirnos algo revelador sobre nosotros mismos. Sobre nuestros sueños o nuestros fracasos. Y en esto, en el fracaso, la novela es especialista.

"¡Nuestra madrastra fue la pobreza. Solo fuimos los héroes de lo mediocre!".

Así, altisonantes, escribe Rivera, o mejor: su antihéroe, Arturo Cova, "un desequilibrado impulsivo y teatral", para hablarnos de hombres "despreciados hasta por la muerte" que vagan alucinados por una selva 'sádica'. Y su lenguaje, por más glosarios de lenguas indígenas, muy seguramente muertas, todavía posee un fuego interno y una velocidad vertiginosa para hundirnos en ese infierno sin nombre del Orinoco y el Guainía. Ese país que todavía engaña, seca y olvida a sus hijos, incluido Rivera mismo. Porque él lo supo, mejor que nadie, como gran novelista, incapaz incluso en sus sueños de escapar a esa "visión imaginativa" que lo cerca con sus recurrentes figuras y lo obliga a escribir:

"Y no pienses que al decir 'Funes' he nombrado a una persona única. Funes es un sistema, un estado de alma, es la sed de oro, es la envidia sórdida. Muchos son Funes, aunque lleve uno solo el nombre fatídico".

Con toda la razón Jorge Luis Borges, en 1942, nos obligó a recordar perpetuamente la locura inagotable del mundo con aquella metáfora perfecta llamada "Funes el memorioso". La lucidez del insomnio desmontando lo vacuo de una realidad atroz.

"Jugué mi corazón al azar y me lo ganó la violencia".

La primera parte de La Vorágine puede parecer una secuencia de tópicos, pero son los tópicos que José Eustasio Rivera nos reveló por primera vez. El joven e impulsivo poeta Arturo Cova, quien huye desde Bogotá hacia los llanos de Casanare

-"prosiguiendo la marcha, nos hundimos en la inmensidad"- con su amante embarazada, Alicia, dejando atrás la consabida nube de prejuicios, jueces y abogados que manipulan los códigos. El machismo atolondrado de quien pregona que todas las mujeres -Alicia, Griselda, Clarita- se le rinden y a las cuales cree usar a su arbitrio -"y con mano insinuante le cogí el cuadril"-, al igual que el ya utópico negocio de ganado que lo hará rico. Pero Zubieta, el dueño del hato, barrigón y en calzoncillos, desinfla al señor Cova, "una de las glorias de nuestro país", con las tres preguntas clave:

-¿Y gloria por qué? -interroga el viejo. -¿Sabe montá? ¿Sabe enlazá? ¿Sabe toreá?

El lenguaje del rústico pone en solfa la fama del bardo y así, a todo lo largo de la novela, la exaltación retórica es la mejor forma de traer a la luz la mezquina base que la sustenta, trátese de hembras apetitosas estragadas por el clima o capataces bravucones que no son más que tornillos sustituibles de un gran engranaje. Por ello, en las otras escenas hoy estatuidas -doma de caballos, pelea de gallos o enlace de ganado- el papel de Cova no es precisamente estelar. Golpeará, cómo no, a algunos peones y alguna mujer, pero sus convulsiones, trances y delirios apuntan más bien hacia la inseguridad de un hombre que más allá del alcohol o los celos se interna entre aguas estancadas y horizontes poblados de espejismos, contándonos él mismo su odisea.

Comienza a convivir con gente dura y bravía, de Antioquia, de Nariño, del Tolima, y de Venezuela, de donde es el general Vaquiro, "borracho, bizco y gangoso", tal como nos enteramos por el chirriante chiste con que Arturo Cova lo saluda:

-¡Paladín homérida!-Le advierto que no soy de Mérida sino de Coro.

Gentes seducidas (y engañadas) una vez más por ese Dorado que son las caucheras del Vichada, y que ya también se están yendo de este trabajo diario y ruin en pos de los sofismas seductores del pomposo Narciso Barrera. El astuto intermediario que con su leva de hombres, convirtiéndolos en perpetuos deudores de sus préstamos, despuebla aún más esa tierra de por sí deshabitada. Pero esta tierra que habla, esta naturaleza a la vez inmóvil y veraz es la gran protagonista de la novela. Tarde que suspira. Luz que vibra. Todo tiene un lenguaje propio. Todo se expresa y hay que aprender a oírlo. Esto es lo que permite a Mauco, el rezandero, sanar heridas o convertirse en mata de plátano, en hormiga, en niebla para envolver al enemigo, mucho antes del realismo mágico.

¿Y quién cuando yo muera consolará el paisaje?

Es la naturaleza la que perfila los mejores retratos, de Fidel Franco en adelante, quien terminará incendiando su propia casa ante la deserción de su mujer, y quien resumirá la etapa llanera -y todo el libro, con este desencantado epitafio que es también una lección de escueta sobrevivencia: "En esta sabana caben muchísimas sepulturas; el cuidao está en conseguir que otros hagan de muertos y nosotros de enterradores"-.

Naturaleza que también devora a esas mujeres, ganadas al tresillo, degradadas, al igual que sus hombres, con sucios sueños y alcohol diario. O con ambición rapaz. Así construye Rivera una de ellas, en forma indeleble:

"Una mujercilla halconera, de rostro envilecido por el colorete, cabello oxigenado y brazos flacuchos, puesto en jarras sobre el cinturón del traje vistoso".

O el soberbio retrato, en mitad de la selva, de la madona turca Zoraida Ayram, una "jamona indecorosa" igualmente apetecible y sagaz.

La certeza de la palabra de Rivera ya no era la del poeta parnasiano de los sonetos de Tierra de promisión (1921), con dos ediciones en su primer año, sus potros más vehementes que el viento y su ya indudable vocación americana sino la de quien había crecido, pobre y austero, desilusionado con quienes lo habían usado y humillado, sea en los estrados, con su flamante título de abogado y su tesis sobre 'Liquidación de las herencias' (1917) o con su fugaz participación en la política, peón del doctor Arcadio Charry, godísimo jefe conservador del Huila. Ahora era alguien capaz de preguntarse, a través de sus personajes:

"¿No resultaban misérrimos nuestros potentados en parangón con los de fuera?".

Premonitorio augurio de lo que 80 años después Laura Restrepo vuelve a recordarnos a través de su gozoso Midas McAlister al oír a Pablo Escobar:

"Qué pobres son los ricos de este país, amigo Midas, que pobres son los ricos de este país".

El delirio, sin abandonar nuestras selvas, ya campea en las ciudades. Así lo constató Orlando Fals Borda cuando en el prólogo al libro de Alfredo Molano, Siguiendo el corte (1996); corroboró el inmovilismo de nuestro drama secular:

"A su primera lectura, los seis formidables relatos de Alfredo Molano sobre el reciente desarrollo y poblamiento de los piedemontes del sur de Bogotá hasta el Guaviare me produjeron tristezas y decepción. Parecía trágico que después de dos generaciones de gentes esforzadas que habían tratado de 'hacer patria, prosperidad y sociedad' se cumpliera allí todavía el sino de Arturo Cova", rubricado aún por la Violencia.

Pero el Rivera a quien sus compañeros de la generación del Centenario fastidiaban con sus críticas a la gramática y a la prosa rimada había dado en el blanco. Estaba harto de una Colombia genuflexa ante el señor representante petrolero de la Andean National Corporation y del descuido culpable de un Estado que con sus diplomáticos improvisados veía impávido el robo de su territorio. Pero también estaba impaciente consigo mismo, no solo para denunciar tantas tropelías sino para darle forma convincente a esa novela cruzada por muchas voces y que se revolvía contra ella misma en su afán desesperado de dar cabida a tantos cuerpos enterrados vivos, y a tantos lectores de periódicos clandestinos a quienes "les cosieron los párpados con fibras de cumare y a los demás les echaron en los oídos cera caliente" para incluir aun a los indios, a su cultura ancestral y sus ceremonias del yagé.

Pero la iracundia de Rivera no era solo la de un informe exhaustivo sobre la casa Arana o la tortura. Era la doble mirada del novelista, consciente de cómo en un país sin leyes habría que darse unas, y que en figuras únicas como Clemente Silva, 16 años perdido en la selva en busca de su hijo, había una grandeza humana, absurda y demencial, superior a la indiferencia devoradora de esa selva y su deglutir impávido de fertilidad y podredumbre. De huesos blancos y límpidos como los de ese hijo o de ese detestado Narciso Barrera, descarnado por los peces del río. Rivera, como Conrad, tocó también el horror sin nombre.

Por ello cuando la niña Griselda, al final, desarmó la cólera estúpida de Arturo Cova, con una réplica certera, volvemos a sentir al poder cauterizador de la ensoñación creativa:

-¿Viene usted a contarme cómo le ha ido?.

-Lo mismo que a vos. Fregaíta, ¡pero contenta!.

A Rivera, caso único, no se lo tragó la selva. Podemos leerlo todavía con emoción y rabia, con curiosidad y afecto. No nos deja indiferentes. Aún vivimos en sus páginas, mucho menos truculentas y precarias de lo que pensaba el propio Arturo Cova. Perdurables, recias y poéticas.

*Poeta, escritor