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PISBA: LA ARCHIPOBREZA ABSOLUTA

¡Increíble! Con 0.0 de índice de "calidad de vida", en este municipio boyacense todo el mundo vive dichoso.

24 de agosto de 1987

Si el "Padre de la Patria" tuviera que atravesar nuevamente el Páramo de Pisba para dar la batalla final de su campaña libertadora, seguramente lo pensaría más de dos veces. Porque para llegar a Pisba, aún hoy, se requieren no menos de doce horas a lomo de mula desde Quebradas, la vereda más cercana y la cual a su vez queda a casi siete horas de Bogotá en carro. Este aislamiento geográfico ha hecho que a Pisba sea prácticamente imposible que llegue cualquier cosa distinta a la lluvia que se instala sobre los techos de zinc de sus 28 casas desde abril hasta noviembre. Es tan lejos que un telegrama tarda 15 días en llegar.
Por eso Pisba está condenada, como lo ha estado desde siempre, a esperar no sólo el regreso de "El Libertador", sino, sobre todo a seguir aguardando pacientemente la llegada del siglo XX. Allá no existe el carro, el telefono, el televisor ni el periódico. Lo único que ha conseguido arribar a este municipio de 110 habitantes con 805 kilómetros cuadrados, 20 grados centígrados y once veredas es la luz, que se conecta de 4 de la tarde a 8 de la mañana los días de semana y las 24 horas del domingo. Y eso porque la planta llegó en helicóptero. Porque de haber tenido que transportar los postes, el transformador y los cables a lomo de mula durante las 12 horas que separan a Pisba de Quebradas o las seis que hay que recorrer desde Labranzagrande, las comadres Sublema, Olga y Adela no podrían poner a funcionar sus hornos para producir el pan que los pisbanos sólo comen cada sábado.
En este municipio de tres manzanas de construcciones de dos pisos en tierra pisada y pintadas todas de blanco y verde, tampoco hay red de acueducto y alcantarillado, ni puesto de salud, ni oficina de Telecom, ni droguería, ni sucursal de la Caja Agraria. Dentista tampoco hay porque no hay dientes. De los 110 pisbanos apenas cuatro o cinco tienen uno que otro. Los niños, como en la expresión popular, sólo pueden jugar con tierra y un palito, y ninguno de ellos podrá ir más allá de quinto elemental.
La alimentación tampoco es espectacular. Se come carne sólo tres veces al año: el segundo domingo de octubre en la fiesta de la Virgen del Rosario, el día del entierro (hay invariablemente un muerto al año) y, finalmente, cuando se despeña una res. Por tradiciones difíciles de entender, los pisbanos son criadores de ganado pero no consumidores. Su producto lo venden a los municipios aledaños.
La comida sólo incluye tres platos: la yuca, el plátano y la guatila, acompañados generalmente de un tinto. Las fiestas se celebran con guarapo y mucho joropo. De resto, el único acontecimiento del año es la Semana Santa, cuando llegan los comerciantes a poner sus tendidos en la plaza. En ese momento se compran las dos o tres mudas de ropa que usarán el resto del año.
Todas estas condiciones llevaron al Instituto Ser de Investigaciones a otorgarle a Pisba un puntaje de 0.0 en calidad de vida, calificación que pone a este municipio en el último lugar entre todos los del país. Paradójicamente, no podían estar en mayor desacuerdo los habitantes de la región. A ellos, no sólo no les parece el infierno su municipio, sino que consideran que es lo que más se aproxima a una sucursal del cielo. Pisba es uno de los pocos lugares del país donde la gente está de acuerdo con el presidente Barco, aunque la mayoría no sabe quién es, en que Colombia es un paraíso.
"En esta tierra privilegiada se da todo lo que uno siembre", afirma Luis Sepúlveda lleno de orgullo. "Aquí a nadie le falta nada y todos vivimos contentos", agregó Honoria Pidiache quien como el resto de los pisbanos, enseña con orgullo una de las pocas cosas que han recibido del Estado: un certificado que la Corporación Nacional de Turismo les dio "por tener el entorno natural más silvestre e incontaminado". Y prácticamente el único anhelo de los pisbanos es tener una carretera que los comunique con el resto del mundo.
Con estas condiciones, Pisba podría ser también el paraíso de Marx y de la señora Tatcher. De Marx, porque allí no hay clases sociales, no hay amos ni siervos, no hay Coca-Cola ni Chiclet's, y ni siquiera hay moneda. Todo el mundo vive igual, son dueños de su parcela por posesión y, de acuerdo a su modo de vida, no les falta nada. Allá lo importante no es el precio sino el valor de las cosas. Como no hay dinero, lo poco que necesitan lo consiguen a punta de trueque. Una libra de manteca o una botella de aguardiente cuestan una gallina o unas mazorcas.
Pero no menos satisfecha estaría la señora Tatcher con Pisba, pues este pueblo representa el anhelo que ella tiene de lo que debe ser la sociedad contemporánea. Una sociedad donde la presencia del Estado sea mínima y donde los ciudadanos resuelvan entre ellos sus problemas y necesidades. El Estado en Pisba se limita al alcalde, que ni siquiera vive allí. De resto, como no hay ladrones, no hay policías, como no hay dinero, no hay impuestos, como no hay servicios públicos, no hay recibos.
En Pisba todo se consulta con el cura, Constantino Silva. En sus dos o tres apariciones mensuales por el pueblo, tiene que resolverlo todo. O por lo menos eso esperan los pisbanos. "Las personas de aquí es como si no supieran que existen. Es gente que desconoce su grandeza y se mueve como por impulso, respondiendo casi que al instinto", dijo a SEMANA Constantino Silva. Esta combinación de instinto, paciencia y paz interior, hace que el pisbano que pasa de los 5 años llegue casi siempre a los 90. A esas alturas tiene que comenzar a conseguir los ocho mil pesos que tendrá que pagarle al carpintero, don Hugo Ruiz, por el ataúd de cedro que lo llevará al otro paraíso. Don Hugo es el único habitante de Pisba que no acepta trueque.