Especiales Semana

PLEBISCITO DE AMOR

ANTONIO CABALLERO
31 de octubre de 1988

Hace quince años, cuando el ejército chileno dio el golpe contra Allende, el general Pinochet apareció ante el mundo como la imagen misma de la ferocidad: los ojillos invisibles detrás de los anteojos oscuros, hirsuto el bigote, la quijada cerrada y encajada como la de un mastín de presa, los puños apretados que, en las fotografías, era posible imaginar chorreantes de sangre humana. Porque lo estaban: en la primera semana de su nuevo poder, los militares chilenos mataron a 15 mil personas--en las calles, en los estadios, en sus casas. El dios Baal de los cartagineses, ante cuyos altares se degollaba a los niños recién nacidos debía tener el mismo aspecto despiadado y terrible de Augusto Pinochet, ese general de infantería de nombre algo ridículo.

Era la ferocidad caracteristica de los débiles y de los indecisos. Hasta la vispera del golpe, Pinochet vaciló sobre su participación en la conjura.
Temía perder su cargo, sus galones su sueldo de retiro. Había sido hasta entonces un oficial apocado que se sentaba en el borde de las sillas cuando sus superiores insistian y hacía a todo que sí con la cabeza. Había llegado a comandante en jefe del ejército por el lento camino burocrático del escalafón y la lambonería--al presidente Allende, cuyo palacio bombardeado ocupa ahora; a su predecesor el general Prats, a quien haría asesinar más tarde en Buenos Aires--y temía perderlo todo. Hasta que, colocado por la ola de los acontecimientos en la cima del poder absoluto, se le despertó de un golpe el animal feroz que llevaba por dentro.

Pero pasó el tiempo. Afianzado en el poder, Pinochet dejó en manos de otros las tareas subalternas de la represión y del gobierno para dedicarse más bien, como suelen hacer los tiranos, a renovar su guardarropa. Se mandó hacer unas capas preciosas para el invierno austral, que lo cubrían hasta los pies y le daban aspecto de Drácula de cine. Rediseñó él mismo su quepis de general para que fuera siete centímetros más alto que el de sus colegas de la junta militar, y así pudiera verse de una ojeada cuál de todos era el jefe. Se ascendió a sí mismo al grado de capitán general, que nadie había ostentado en el ejército de Chile desde el Libertador O'Higgins. Y, convertido en un cromo, empezó a quererse a sí mismo con delirio.

A quererse hasta el punto de que, cada vez que cumple años, no puede contener las lágrimas. Es una ceremonia íntima, aunque solemne, que la televisión chilena transmite en directo a todo el país en un silencio respetuoso. Pinochet, con sus galas de capitán general, recibe en lo alto de una tarima las felicitaciones emocionadas de sus ministros y de sus generales, que van subiendo uno por uno para abrazarlo conmovidos. Y a cada abrazo, él llora.

No son las lágrimas fingidas: son sinceras. Y no es un llanto senil, como llegó a pensarse que era el llanto de Franco en sus últimos años: cada vez que hablaba en público se le rompía la voz y prorrumpía en sollozos.
Es un llanto de amor incontrolado por sí mismo, que se suelta a la vista del amor de los otros. Le pasaba lo mismo a Tiberio en Capri y a Mussolini en Roma, a Mao en la Ciudad Prohibida y a Juan Vicente Gómez en Miraflores. Les pasa a todos los tiranos: cada vez que sus subordinados los felicitan, lloran de verse tan amados. Es lo que reconfortaba al patriarca de Garcia Márquez: "Esa getne me adora".

Porque Pinochet, en el curso de estos 15 años, ha llegado a la convicción intima de que él es, en efecto adorable. Ya no se recuerda a si mismo como el general vacilante que sonreia a la vez a Allende y a los conspiradores, con un ojo puesto en el ascenso y otro en el golpe. Ni como el jefe implacable de la oleada de matanzas y torturas que bañó en sangre a Chile en las semanas que siguieron al pronunciamiento. Se ve, sinceramente, como el simpático abuelito que muestra la propaganda gubernamental, besando niños y haciéndoles cosquillas con su bien recortado bigotito blanco: una figura idílica, patriarcal, de anuncio publicitario de yogures. Es eso lo que explica que, al cabo de toda una vida de cautela y de astucia, haya caído en la tentación de jugárselo todo a la carta única del "Si" o el "No" del plebiscito. Para él se trata de un plebiscito de amor, y en consecuencia está seguro de que va a ganarlo.

Pero si por casualidad resulta que los chilenos no lo quieren, le puede dar algo. --