Especiales Semana

¡Por fin!

Fueron necesarios 36 días para saber quién es el nuevo presidente de Estados Unidos. George W. Bush se apresta para asumir tras las elecciones más sospechosas de la historia.

15 de enero de 2001

Casi de un momento a otro el melodrama de la escogencia del presidente de Estados Unidos, que parecía interminable, finalizó. Pero el clímax llegó con el mismo tono surrealista del comienzo. El 7 de noviembre los medios de comunicación iniciaron la debacle al anunciar el triunfo del demócrata Al Gore en la Florida, para tener que tragarse sus palabras 20 minutos después, y el 11 de diciembre completaron el círculo cuando se supo la decisión de la Corte Suprema de Justicia. Esta debía resolver sobre la apelación del republicano George W. Bush contra una decisión de la Corte de Florida que aceptaba los argumentos de Gore para que se contabilizaran algunos miles de votos rechazados por las máquinas contadoras. Pero el lenguaje del fallo resultó tan oscuro y su fondo tan retorcido que, durante varios interminables minutos, los más avezados comentaristas políticos lucharon por decir algo que reflejara, así fuera vagamente, lo que estaba pasando.

Pero claro, después de 36 días en medio de una maraña ininteligible de maniobras electorales, componendas políticas y trapisondas jurídicas a nivel local, estatal y federal, un lapso en el cual lo inesperado se había convertido en la regla, era razonable que los comunicadores anduvieran a la defensiva. Cuando por fin lograron desentrañar la decisión de los jueces el republicano George W. Bush se había convertido en el presidente número 43 de los Estados Unidos de Norteamérica.

Gore tardó aún algunas horas en salir en televisión para aceptar su derrota y lo hizo como era previsible. Aunque sentó su obvio desacuerdo con la decisión de la Corte Suprema, hizo un discurso que algunos interpretaron no como el último de su campaña sino como el primero de la próxima. Sonriente y relajado, menos tieso que de costumbre, Gore felicitó a su rival, se puso a su disposición, pidió enfriar los ánimos entre ambos partidos y clamó por la unidad. Como dirían los analistas, cualquiera con un capital político de 50.158.094 votos, casi 250.000 más que su rival, hubiera hecho lo mismo.



Victoria sospechosa

Y el flamante presidente electo respondió en el mismo tono, con una elegancia y una ausencia de triunfalismo que parecían sacadas de un libro de educación cívica. No podía ser de otra forma, porque el nuevo presidente del país más poderoso del mundo tendrá que comenzar su mandato con la conciencia de que el suyo fue un triunfo sospechoso. El victorioso Bush fue derrotado en el voto popular (algo que no ocurría desde finales del siglo XIX) y si consiguió la Casa Blanca fue por los 25 votos del Colegio Electoral ganados a pulso en el estado de la Florida, donde su ventaja fue de menos de 200 sufragios entre seis millones depositados. En una situación así el sentido común más elemental recomendaría un recuento racional de votos, sobre todo cuando había de por medio varios miles que no pudieron ser contabilizados al haber sido rechazados por las máquinas de conteo automático. Pero esos 36 días demostraron que la lógica no operó en el sistema electoral norteamericano. El recuento fue abandonado esencialmente por tecnicismos legales y enterrado por un margen de un solo voto (5-4) de una Corte Suprema en la que los magistrados que favorecieron a Bush fueron precisamente los de su propio partido, el republicano. O sea que el próximo presidente de Estados Unidos fue elegido, no por la voluntad de sus ciudadanos expresada en las urnas, sino por una camarilla de copartidarios del candidato ganador. William Rehnquist, Clarence Thomas, Sandra Day O’Connnor, Anthony Kennedy y, sobre todo, Antonin Scalia, no sólo son republicanos sino activistas e ideólogos partidarios que, en el fondo, perpetraron un golpe de Estado judicial. Si semejante combinación de factores no es suficiente como para despojar a Bush de buena parte de su legitimidad, nada lo es.



Bush conciliador

Como pareció quedar demostrado en la campaña, Bush no obtuvo sus votos populares, así fueran minoritarios, por su mayor inteligencia o preparación, sino por su personalidad amigable y su capacidad de convocatoria, demostrada según él en Texas. Y esa cualidad es precisamente la que ahora esgrime como su as bajo la manga. Por eso habló en un tono más dulce que de costumbre desde la Cámara de Representantes de su estado donde, según dijo, “los demócratas han tenido la mayoría pero ambos partidos han logrado ponerse de acuerdo sobre lo que es mejor para el pueblo que representan”. No fue gratuito que se hiciera presentar por el presidente de la corporación, el demócrata Pete Laney. Para los observadores es claro que Bush tendrá que hacer todo lo que esté a su alcance para conseguir una plataforma de apoyo bipartidista. Y ello implica, entre otras cosas, el nombramiento de varios demócratas en posiciones clave de su gobierno. Como dijo un comentarista de The New Republic, “los republicanos, ahora que han satisfecho sus instintos más bajos, nos piden que acudamos a los más altos de los nuestros y nos unamos a su alrededor”.

Porque lo cierto es que la brecha que separa a los dos partidos tradicionales está más profunda que nunca, así sea por razones más emotivas que ideológicas. Stephen Wayne, profesor de ciencias políticas de la Universidad de Georgetown, dijo a SEMANA que “la elección y la batalla política y legal que vino después no fueron más que la continuación de la división partidista que se evidenció desde el escándalo de Monica Lewinsky y el debate sobre la destitución del presidente Bill Clinton. Bush hereda un país profundamente dividido y es casi seguro que no podrá disfrutar de la acostumbrada luna de miel de los presidentes recién elegidos”.

Wayne coincide con la mayoría de los observadores en afirmar que si bien la legitimidad de Bush no se verá tan afectada, pues al fin y al cabo las encuestas tienden a afirmar que los norteamericanos aceptan de hecho al gobernador de Texas como su nuevo presidente, la verdadera afectada será su capacidad de acción.

Al respecto Morris Fiorina, de la Universidad de Stanford, tiene claro su concepto. “Bush se va a encontrar, dijo a SEMANA, con un Congreso muy dividido, pues el Senado estará compuesto por 50 demócratas y 50 republicanos y en la Cámara de Representantes la ventaja republicana es de apenas cinco curules. Si el nuevo presidente no logra convencer a los republicanos más conservadores para que moderen sus posiciones y se acerquen al centro, su campo de acción se verá seriamente reducido” Y, lo que aún sería peor, al intentar conciliar podría terminar como enemigo de esa ala ultraderechista que no suele ser nada flexible sobre todo en Estados Unidos.

Esas dificultades, sin embargo, no necesariamente significan que el de Bush será un mal gobierno. Al fin y al cabo el nuevo presidente posee todo lo que se necesita para pasar a la historia como un excelente gobernante de Estados Unidos: tiene carisma, es simpático aunque a veces su lenguaje se vea afectado por accesos de una dislexia que hizo las delicias de sus contendores y, sobre todo, es un personaje de carne y hueso con el que los norteamericanos no tienen mucha dificultad para identificarse. Con mucho menos se ha pasado a la historia.

Porque lo cierto es que no se necesita ser un genio para dirigir un país como Estados Unidos, cuyo poder se encuentra atomizado no sólo por el federalismo sino por la poderosa burocracia de los Pickering y compañía. La prueba de ello fue el éxito de un actor como Ronald Reagan, que no era capaz de entender el concepto de los porcentajes y cuyos méritos para ocupar la Casa Blanca tuvieron más que ver con sus mediocres películas de vaqueros que con su desempeño en la gobernación de California.



Silencio cómplice

Eso de ganar en el voto popular a nivel nacional por casi 300.000 votos para luego perder la presidencia por menos de 200 en un estado gobernado por el hermano de su contendor y caracterizado por sus antecedentes electorales tercermundistas y no poner el grito en el cielo, es algo que pasa, como dirían los gringos, “only in America”. Al Gore hizo exactamente eso y de paso le dio su respaldo a un sistema de votación indirecta que demostró su poca confiabilidad. Por eso muchos observadores independientes se preguntan si su actitud fue más bien un silencio cómplice antes que una renuncia en bien de la unidad y la seguridad nacionales. Al fin y al cabo, razonan, el capital político de Gore bien le puede significar la presidencia en 2004, y para ello es mejor hacerse el de la vista gorda para no pasar a la memoria de los norteamericanos con la marca del mal perdedor.

Si algo quedó en claro es que el sistema electoral estadounidense no está diseñado para manejar diferencias tan pequeñas y que ante una votación como la de noviembre comienza a confirmarse esa frase que dice que los norteamericanos, antes que demócratas, son leguleyos. Eso fue demostrado no sólo en las decenas de demandas y contrademandas sino en la forma callada con que la mayoría recibió una decisión tan contraria a la democracia.

Y aunque a primera vista pudiera pensarse que el drama terminó, lo cierto es que apenas comienza. Las urnas del estado de la Florida (que ya presenciaron un fraude de grandes proporciones en la elección de un alcalde de Miami), esconden la verdad. Y varios periódicos, entre ellos The New York Times, The Miami Herald y Los Angeles Times, ya anunciaron su intención de iniciar su propio recuento mediante los mecanismos legales pertinentes y “para que la gente se forme su propio criterio”. De pronto esa diligencia escondería un secreto que motivó todas y cada una de las acciones de los republicanos desde que comenzó la telenovela a finales de noviembre: el terror por conocer el verdadero resultado de las elecciones presidenciales de Estados Unidos.