Especiales Semana

¿Qué sigue?

La caída de Saddam Hussein es sólo el primer paso de Estados Unidos hacia la supremacía total en el siglo XXI.

13 de abril de 2003

La escena resulto de un simbolismo inocultable. El miércoles, al final de la tarde, cuando era claro que la mayor parte de la resistencia iraquí se había esfumado, un grupo de manifestantes intentaba derribar a golpes de martillo la gigantesca estatua de Saddam Hussein en la plaza Al Fardus, en el corazón de Bagdad. Unos soldados nortea-mericanos llegaron en un transporte blindado y ofrecieron su ayuda. Desplazaron a los civiles y uno de ellos, montado sobre la grúa del vehículo, resolvió cubrir la cabeza de la escultura con una bandera estadounidense.

El hecho duró apenas unos segundos, pues ante el desconcierto de los iraquíes las barras y estrellas fueron reemplazadas por una vieja bandera iraquí antes de que la estatua se desplomara entre gritos de júbilo. Pero el daño estaba hecho. La foto le dio la vuelta al mundo para contradecir en forma simbólica el argumento de George W. Bush de que no lanzó la guerra contra Irak para conquistar ese país sino para liberar a su pueblo de la tiranía.

La escena tuvo también el valor de representar el derrumbe evidente del régimen de Saddam Hussein, quien al cierre de esta edición permanecía en la clandestinidad, presuntamente en compañía de sus hijos Uday y Qusay. Con la mayor parte de la capital bajo control de los aliados y la autoridad local prácticamente diezmada, los saqueos y la anarquía generalizada se apoderaron de Bagdad y anunciaron de paso la difícil tarea que se avecina: restituir a Irak al menos a un principio de legalidad, recuperar el orden y organizar el país prácticamente desde cero.

A pesar de todo aún falta camino por recorrer antes de que se silencien los cañones. Saddam podría estar en su pueblo natal de Tikrit, el mismo que convirtió de villorrio en ciudad a punta de inversiones oficiales. Allí el iraquí podría contar con la lealtad absoluta de una población vinculada con él por razones de tribu y de clan, fuentes de lealtad desconocidas en Occidente. Por eso tanto el presidente estadounidense, George W. Bush, como su secretario de Defensa, Donald Rumsfeld, se abstuvieron de cantar victoria. Bagdad cayó con mucho menos esfuerzo de lo que se anticipaba, pero eso no garantiza que los últimos reductos de resistencia se rindan con la misma facilidad. La presencia de los kurdos en la ciudad de Kirkuk, la principal fuente de petróleo del norte de Irak, presagiaba además nuevas causas de preocupación ante la alarma de los turcos.

Con la victoria al alcance de la mano, algunas ciudades norteamericanas fueron escenario de manifestaciones de júbilo. En el resto del mundo, en cambio, se abrió un panorama nuevo, en el que el orden internacional creado a partir del final de la Segunda Guerra Mundial estaría desapareciendo. Porque los hechos de Irak son la consolidación de una nueva filosofía de las relaciones de Estados Unidos con el mundo que algunos, como el experto Robert Dreyfuss, no han dudado en calificar como una nueva era de poder imperial estadounidense.

Apenas el comienzo

Durante muchos meses la opinión pública mundial recibió el mensaje de que Washington iba a atacar a Irak para quitarle a Saddam Hussein sus armas de destrucción masiva y para evitar que siguiera chantajeando a sus vecinos y ayudando a grupos terroristas como Al Qaeda. Al final, cuando ninguno de los argumentos convenció a la comunidad internacional, el discurso cambió para dirigirse simplemente a la remoción de un déspota. Hoy por hoy ni han aparecido las armas, ni se han comprobado los vínculos con los terroristas.

La persistencia de Washington en insistir ante el Consejo de Seguridad sin una argumentación creíble, y su decisión de atacar sin el aval de la misma, parecieron demostrar que la invasión de Irak era una decisión tomada por el gobierno Bush desde tiempo atrás. Como afirman muchos analistas, la "guerra" con Irak -que algunos caracterizan más bien como operación de castigo, por su enorme asimetría- era apenas el primer paso de un proyecto estructurado desde las más altas esferas del poder norteamericano.

El cambio es mucho más grande de lo que parece, pues no hay antecedentes de semejante agresividad en la política exterior norteamericana. Estados Unidos antagonizó en el siglo XX con regímenes iguales o peores que el de Irak pero en los momentos más álgidos prevaleció la prudencia. El derrumbamiento del bloque comunista demostró que hubiera sido una enorme torpeza que Harry Truman hubiera accedido a invadir China, como pretendía Douglas McArthur en la guerra de Corea, o que Dwight Eisenhower, por ejemplo, hubiera cedido a las presiones para que defendiera a Hungría cuando la rebelión de ese país fue aplastada por los tanques soviéticos en 1956. O que John F. Kennedy hubiera aceptado invadir a Cuba en la crisis de los misiles de 1962.

Sin ir muy lejos, el dictador libio Muammar Gadafi, de quien se documentaron vínculos con el terrorismo, está en el virtual olvido desde hace varios años. Para silenciarlo no fue necesaria una guerra con miles de muertos, sino un ataque aéreo personalizado que casi lo mata a mediados de los 80 y que lo convenció de que sólo si se separaba del terrorismo podría sobrevivir y mantenerse en el poder.

Todo lo cual demuestra que, con la excepción de Vietnam y de varias intervenciones menores o indirectas, el enorme poder militar de Estados Unidos estuvo casi siempre bajo las riendas de dirigentes que ahora, por contraste, parecen moderados. Porque aunque siempre ha habido personajes de línea dura en los gobiernos estadounidenses, nunca un grupo de ideólogos de extrema derecha habían tenido el nivel de poder del que disponen en el gobierno de George W. Bush. Muchos se preguntan hoy qué hubiera sido del mundo si en los años de la Guerra Fría una camarilla como esta hubiera tenido acceso a las palancas del poder.

Se trata de la materialización de los sueños de varios políticos 'neoconservadores' cuya influencia sobre Bush se ha conducido a través de 'tanques de pensamiento' o think tanks de la ciudad de Washington. El principal de ellos es el 'Proyecto por un nuevo siglo estadounidense', Proyect for a New American Century (Pnac), fundado hace seis años.

En su documento constitutivo el Pnac clama por un cambio radical en la política exterior y de defensa del país, con un presupuesto militar suficiente para proyectar el músculo en el exterior, enfrentar "regímenes hostiles" y asumir "el liderazgo mundial norteamericano", en el que hay un tácito mensaje para la Unión Europea. Años más tarde ese documento se convirtió en la base de la Estrategia Nacional de Seguridad promulgada por Bush en 2002. Entre los firmantes del documento están el vicepresidente, Dick Cheney; el secretario de Defensa, Donald Rumsfeld; el subsecretario de Defensa, Paul Wolfowitz; el subsecretario para Asuntos de Seguridad Internacional, Peter Rodman; el director de asuntos del Oriente Medio y el Norte de Africa, Elliot Abrams, Zalmay Khalilzad, el enlace de la Casa Blanca con la oposición iraquí, y Jeb Bush, gobernador de Florida y hermano del presidente.

La revolucion democratica

La estrategia para Irak está bajo el control efectivo del secretario de Defensa Rumsfeld. En términos generales, consiste en la instalación de un administrador civil bajo jurisdicción militar para un período de transición que prepare el camino para entregar, a mediano plazo, el poder a un iraquí capaz de consolidar la democracia. Ese nuevo Irak, próspero y libre, se convertiría en el foco de una revolución democrática proestadounidense en el mundo árabe, que acabaría con reyes y dictadores tanto seculares como religiosos y eliminaría, por falta de apoyo de los gobiernos, la amenaza terrorista.

La idea es, pues, producir un terremoto político en el Oriente Medio que consiga redibujar el mapa de acuerdo con los intereses de Estados Unidos y, de paso, mandar una señal alrededor del mundo de quién manda aquí. Con Irak, los neoconservadores demostraron que su gobierno está dispuesto a atacar militarmente a cualquiera si las cosas no marchan de acuerdo con sus designios. Lo cual quiere decir que si las cosas no salen en Oriente Medio como los optimistas de Washington esperan, Estados Unidos podría entrar en guerra con varios países.

Una y otra vez los neoconservadores proclaman su nueva doctrina y sostienen que la guerra contra Irak demuestra la decisión política de Washington de desarrollar la nueva Estrategia Nacional de Seguridad de Bush, aún si en el camino quedan instituciones internacionales como la ONU e incluso la Otan (la Organización del Tratado del Atlántico Norte). En su libro La guerra sobre Irak, William Kristol, presidente de la Pnac, y Lawrence Kaplan, de The New Republic, escribieron que "la misión comienza en Bagdad, pero no termina allí. Estamos en la cúspide de una nueva era histórica. Este es un momento decisivo. Claramente no se trata sólo de Irak. Es incluso sobre algo que sobrepasa el Oriente Medio y la guerra contra el terrorismo. Es sobre el tipo de papel que Estados Unidos pretende jugar en el siglo XXI".

Las onda de choque de esa política se siente en la región y en el mundo entero. El presidente sirio, Bashar Assad, un déspota claramente situado en la lista de Estados Unidos, declaró a la cumbre árabe celebrada el primero de marzo que "todos estamos en la mira". En Corea del Norte el gobierno de Kim Jong Il, un peligroso dictador estalinista, se atrinchera ante la renovada atención que recibe de los estrategas del Pentágono.

Pero no todos los enemigos del gobierno Bush son tiranos delirantes. En el horizonte de la nueva doctrina podrían también estar gobiernos democráticos de América Latina, donde la figura de Hugo Chávez, viejo amigo de Saddam Hussein, que se une al surgimiento de liderazgos de izquierda con Ecuador y Brasil como una sombra cada vez más larga. Las guerrillas de Colombia, que además son abiertamente comunistas, encajarían muy bien en el patrón de la guerra preventiva.

Para algunos analistas, el primer impacto de la campaña contra Irak se sentiría en su vecino y enemigo Irán, que con Corea del Norte completa el 'eje del mal' de Bush. La razón, argumentan, es que Irán es el país más importante de la región desde el punto de vista estratégico. Su gran población kurda le da peso frente al Kurdistán iraquí, cuyas aspiraciones independentistas podrían causar una guerra con Turquía. Como país chiíta, tiene una gran influencia sobre las mayorías de esa secta de Irak, Líbano y Bahrein. Y sus demostradas vinculaciones con grupos terroristas, como Hezbollah, justificarían el siguiente capítulo de la guerra. Michael Ledeen, ex funcionario de la administración de Ronald Reagan y miembro del influyente think tank neoconservador American Enterprise Institute, escribió la semana pasada en Nueva York que "Irán ofrece a los norteamericanos la posibilidad de una victoria memorable porque el pueblo iraní odia al régimen y combatirá con entusiasmo junto a Estados Unidos si les apoyamos su causa justa".

La estrategia sería estimular la oposición interna, buscar que las clases medias, tan golpeadas por la revolución islámica, se rebelen contra los mullahs y proyectar, con tropas en Irak, una amenaza militar irresistible. Para contrarrestar la fuerza de los clérigos Estados Unidos podría recurrir a la nostalgia por el sha. Dreyfuss cita las palabras de Reuel Marc Gerecht, miembro del mismo think tank: "Tal como el ex rey de Afganistán sirvió para la conquista de ese país, la familia del sha podría ser una carta importante. Y de hecho, sólo tenemos dos opciones al final del día: confrontar militarmente a los mullahs e imponerles un bloqueo petrolero". Los 'neocons' tampoco han descartado la carta de la monarquía 'democrática' en Irak, donde tras la Primera Guerra Mundial los británicos instalaron una dinastía hashemita que duró hasta 1958, prima de la de Jordania que persiste hasta hoy. Como escribió en 2002 Michael Rubin para el Daily Telegraph, de Londres, "si los iraquíes quieren un rey, ese sería Hassan", refiriéndose al hermano del fallecido Hussein de Jordania.

Para otros, Siria y Arabia Saudita podrían estar en el siguiente lugar de la lista. El gobierno sirio de Bashar Assad tendría que ser castigado por su reciente apoyo a Saddam, aun corriendo el riesgo, muy probable, de que los países árabes crean que lo atacaron para quitárselo de encima a Israel. Los planes de los neoconservadores llegan hasta el extremo de desmembrar a Siria. En el mismo artículo Ledeen vaticina que ese país "no puede permanecer solo en la revolución que está acabando con los regímenes de Kabul, Teherán y que acabó con el de Bagdad".

Y la casa saudí es mirada con lupa por la sospecha de que al menos algunos de sus miembros apoyan a Al Qaeda. El gobierno de Washington preferiría de esa manera tomar directamente las riendas de un país afectado por inestabilidad crónica. No hay que olvidar que Osama Ben Laden es de origen saudí y que la mayor parte de los participantes en los atentados del 11 de septiembre eran de esa nacionalidad.

No tan rapido

Pero nada, o casi nada de lo que aparece en los designios imperiales de los neoconservadores es posible sin que de por medio haya un derramamiento de sangre, no sólo por la resistencia militar de algunos regímenes y por las revueltas populares que podrían surgir, sino por el renacimiento del terrorismo. El propio Irak, para empezar, podría dividirse traumáticamente en las tres provincias antagónicas que lo componen desde que los británicos crearon el país en 1921. Tras la primera Guerra del Golfo los fundamentalistas islámicos se levantaron en Argelia y Egipto y nada hace pensar que no lo hagan ahora. Hoy en día los principales oponentes de las monarquías saudí y kuwatí y del gobierno de Pakistán son radicales propalestinos y, lo que es peor, proAl Qaeda.

Muchos analistas, como Paul Starr, piensan que la violencia es inevitable. "Resulta, escribe, mucho más fácil haber tumbado a Hussein que detener la cadena de eventos que nos involucrarán más y más en una guerra interminable. Cuando Al Qaeda golpeó el 11 de septiembre el mundo vio a Estados Unidos como una víctima inocente del fanatismo. Al ocupar Irak, no sólo produciremos una reacción adversa en los civiles, sino que les hemos dado argumentos a los terroristas contra nosotros". Sobre todo si, como parece, el gobierno de Estados Unidos no resuelve, de una vez por todas, el problema palestino-israelí, que pende sobre el mundo musulmán como la mayor causa de violencia antioccidental.

Pero los neoconservadores no son, ni con mucho, la expresión de la voluntad popular norteamericana, que a pesar de las encuestas no es guerrerista. Lo cierto es que la decisión de George W. Bush de asumir una nueva política exterior en la que todo vale corre grandes riesgos de cara a la opinión pública de su propio país.

En efecto, no son pocos los observadores que piensan que los neoconservadores se están jugando el todo por el todo ante una opinión pública que les podría dar la espalda muy fácilmente. Como Brian Sala, profesor de ciencia política de la Universidad de California, para quien "aunque hay sólo una oposición muy pequeña, creo que hay mucha incomodidad popular con el concepto de la guerra preventiva y con la idea de Estados Unidos como policía del mundo. Los norteamericanos tienen poco interés sobre el mundo, y ciertamente ningún deseo de ver soldados matando o muriendo en tierras extranjeras".

Como dijo a SEMANA el mismo experto, "la propia mayoría republicana está aterrada y presionará a los neoconservadores del gobierno para definir y limitar más claramente los objetivos. Yo no me puedo imaginar que la población norteamericana apoye una serie de movimientos agresivos en el Oriente Medio".

Por otra parte, el propio Bush se está jugando la reelección (el premio mayor de la presidencia norteamericana) en una apuesta muy riesgosa. "Aunque la victoria en Irak ayude a Bush a consolidar su imagen de liderazgo fuerte, ese podría ser un efecto muy pasajero, dijo a SEMANA el experto Dean K. Simonton. "En últimas, los votantes de Estados Unidos se van a preocupar más por la economía y por los actos terroristas que por lo que pase en el Oriente Medio. No olviden que Bush padre era considerado invencible tras la guerra de 1991, y sin embargo la economía le quitó la reelección".

Pero hay voces que van mucho más allá y no quieren esperar a que el pueblo soberano exprese su opinión en las urnas. En Estados Unidos comienzan a surgir voces disidentes que luchan porque el país de las oportunidades y de la libertad se libre de la influencia extremista. Una de ellas es la de Francis Boyle, un profesor de la Universidad de Illinois que creó la National Campaign to Impeach Bush (Campaña Nacional para destituir a Bush). Boyle dijo a SEMANA que "la ley de guerra terrestre, que rige sobre las facultades del presidente, incorpora el concepto de crimen contra la paz tal como fue definido en los estatutos del juicio de Nuremberg". Esa definición dice que un crimen contra la paz es planear, preparar, iniciar o librar una guerra de agresión o una guerra en violación de los tratados internacionales, o la participación en un plan para lo anterior. Por eso, dice Boyle, por haber lanzado una guerra de agresión violando la carta de las Naciones Unidas, Bush debería ser separado del cargo, según lo que ordena el artículo II de la Constitución de Estados Unidos.

Pero llegar a eso es tan ilusorio como pensar que los avances militares de Estados Unidos van a crear el ambiente necesario para alcanzar la paz y la democracia en el resto del mundo. Por lo pronto, el mango de la sartén está en manos de un grupo de políticos e ideólogos que creen en que su país está llamado a dirigir el mundo por sí y ante sí. Es un panorama que, viéndolo bien, puede resultar aterrador. La opinión pública norteamericana tiene la palabra.