Especiales Semana

REFORMA GODITA

SEMANA analiza el proyecto de Reforma Agraria del gobierno.

14 de septiembre de 1987

Además de la bandera, el escudo y el himno nacional, el tema de la reforma agraria ha entrado a formar parte de la lista de símbolos patrios. No hay un solo candidato a la presidencia que no lo mencione en su plataforma política, ni una sola legislatura en la que no se presente al Congreso un nuevo proyecto de ley, ni un solo diagnóstico progresista de la situación en el que no se sostenga que la unica manera de comenzar a resolver los problemas del país sea a través de la ejecución de una verdadera reforma agraria.
La necesidad de poner en práctica una reforma agraria es algo que viene repitiéndose hace más de 25 años, desde cuando se expidió la ley 135 de 1961. Conocida como la Ley de Reforma Social Agraria o, mejor todavía, como "la reforma agraria de Carlos Lleras" (senador en ese entonces, fue su ponente en segundo debate), la ley 135 se ha considerado la más radical y novedosa legislación en esa materia. Y aunque hay consenso sobre este punto, también lo hay sobre otro: que la ley 135 del 61 fue un fracaso. Hasta su mismo promotor, el ex presidente Lleras, reconoció en 1978 que su "mayor frustración es no haber podido ver que las estructuras agrarias del país cambiaron".
Los primeros surcos del fracaso de la reforma agraria en Colombia se abrieron cuando, por compromisos del Frente Nacional, se echaron en un mismo saco las semillas de todas las tendencias ideológicas y políticas.
Eran los albores del Frente Nacional, que empezó con el compromiso de impulsar reformas. Pero, además, se vivían los hervores de la revolución cubana. Estados Unidos, preocupado porque el "mal ejemplo" de Cuba podía cundir en los países de] Tercer Mundo, resolvió inyectarles recursos a través de sus programas de la Alianza para el Progreso, uno de cuyos requisitos era el impulso de reformas agrarias, ante el temor de que la revolución pudiera comenzar por el campo.
Aunque la ley 135 pretendió ser la primera auténtica reforma agraria, no fue el primer intento en Colombia de resolver el conflicto de tierras. A raíz de la recesión del 29, se generó en el país un fenómeno masivo de desocupación, cuyos efectos más devastadores se registraron en el sector de obras públicas. Al paralizarse los frentes de trabajo, se produjo un éxodo hacia el campo. El conflicto de tierras puso al presidente de entonces, Olaya Herrera, ante la disyuntiva de aceptar una invasión masiva de tierras o producir una legislación para el agro.
Pocos años después, durante el gobierno de López Pumarejo, se sancionó la ley 200 de 1936 o "ley de tierras", que vino a ser algo tan escandaloso como la minifalda en una Colombia acostumbrada a usar faldas hasta el suelo: se cambió en su esencia el tratamiento político y jurídico que se le había dado a la tierra. Se introdujeron figuras como la prescripción agraria y la extinción del dominio, y comenzó a hacer carrera el concepto de la función social de la propiedad.
Pero esta ley tuvo su Judas. Ocho años más tarde, la ley 100 de 1944 significo un retroceso al recuperar formas como la de la terrajería y la aparcería, que nuevamente cerraron para los campesinos la posibilidad de convertirse en propietarios de la tierra que trabajaban.
Con el antecedente "la violencia", derivada de problemas de política partidista y de tenencia de tierras, la reforma agraria de Carlos Lleras fue concebida como la panacea para una Colombia que necesitaba evitar que se prendieran nuevamente las brasas dejadas por los años de violencia.
Pero las buenas intenciones apenas alcanzaron a retoñar. Para 1971, 10 años después de promulgada la ley de reforma agraria, la concentración de la tierra era superior a la de la década anterior, y la pequeña y mediana propiedad mostraban un franco deterioro. La tramitomanía y los mecanismos de aplicación contemplados en la ley, eran palos atravesados en las ruedas de la reforma. Tratando de destrabar el mecanismo, el presidente Lleras expidió la ley la del 68, que quiso revigorizar la reforma, rompiendo la camisa de fuerza de la legislación vigente. Pero antes de que este intento de aceitar el engranaje diera sus resultados, el famoso Acuerdo de Chicoral de 1973 lo oxidó del todo. Fue la contrarreforma. Introdujo el concepto de la calificación de predios que, según el ex presidente López Michelsen, constituyó, desde el punto de vista legal, "la soga con la que se ahorcó la reforma".
Que la reforma se había ahorcado lo corroboran las cifras. Mientras que entre 1962 y 1973 se incorporaron por diferentes modalidades 744.836 hectáreas al Fondo Nacional Agrario (algo así como el banco de tierras de la reforma), en el período comprendido dentro de los 11 años siguientes sólo se incorporaron 179.231 hectáreas. Esto significa que en los primeros 10 años de la vigencia de la ley entró al Incora el 83% de la totalidad del área incorada durante estos 23 años. Por otra parte, la entrega de tierras en poder del Fondo sólo ha solucionado el problema a 35 mil familias campesinas en 25 años de funcionamiento, que escasamente significa el 4% de la población objetivo.

DALE ROJO, DALE
En la campaña presidencial de Virgilio Barco tampoco faltó el tema de la reforma agraria. En su libro "Hacia a una Colombia nueva" dijo: "La reforma agraria se plantea como una estrategia integral que incluye no sólo el aspecto de la tenencia sobre la tierra y la incorporación a la producción de grandes extensiones ociosas, sino el aumento de la inversión y de la productividad (...).
Para los colombianos, el tema de la reforma agraria abordado así por el entonces candidato Barco sonaba a lugar común. Al fin y al cabo, la misma cosa pero con palabras distintas había sido dicha en cuatro campañas presidenciales anteriores, sin que la ley 135 hubiera logrado producir cosecha. Pero desde los mismos días de la campaña, quien se convertiría en el doblemente ministro César Gaviria Trujillo, había comenzado a hacer el borrador de un proyecto de reforma agraria que presentaría el gobierno de partido. En este proyecto también metieron mano el actual ministro de Agricultura, Luis Guillermo Parra; el actual gerente de la Caja Agraria, Carlos Villamil Chaux, y el primer gerente del Incora y ex ministro de Agricultura, Enrique Peñalosa, y el actual secretario general del Ministerio de Agricultura, Luis Guillermo Sorzano. Para él, la esencia de este proyecto de reforma no radica en que, como sucedía con la reforma de Lleras, "los ricos del campo les hagan concesiones a los pobres del campo, sino que el sector urbano se sacrifique para salvar al sector rural".
La filosofía del actual proyecto, cuyo ponente es el representante liberal Alfonso López Caballero, se deriva de realidades tan contundentes como el cambio de la composición de la población colombiana: si en 1961 el 66% de la población era rural y el 34% urbana, hoy la relación es inversa, 33% rural y 67% urbana, con el agravante de que entre el 50% y el 60% de la población rural actual se encuentra por debajo de la línea de pobreza.
Pero este cambio en la composición de la población es apenas una de las diferencias de la Colombia actual frente a la de los años 60. En aquella Colombia, los problemas agrarios se extendían por todo el mapa del país, mientras que en la actualidad éstos son más fácilmente localizables.
Y si antes la tierra estaba mal explotada por ausentismo de los propietarios y falta de inversión, y la agricultura se desarrollaba en condiciones semifeudales, en el país de hoy no se puede hablar estrictamente de que la tierra esté mal explotada. En los casos en que esto es cierto, se debe fundamentalmente a que, por razones de orden público y de seguridad, los dueños de las tierras se ven obligados por las prácticas del boleteo y la extorsión a salirse de ellas.

SALVANDO OBSTACULOS
Para nadie es un secreto que el futuro de una reforma agraria está en destrabar los instrumentos legales que conducen a la expropiación, porque son los que han determinado que los procesos se demoren indefinidamente. Esto es, precisamente, lo que se propone el gobierno con el proyecto puesto a consideración del Congreso: remover los obstáculos que se atravesaban en el camino de la expropiación.A este respecto, el proyecto establece diferencias con la ley 135 del 61 :

-Elimina la calificación de predios. El Incora podrá expropiar por razones de interés social, independientemente del grado de explotación de las tierras.
-El pago de las tierras se establece por avalúo comercial y no catastral, que es el que rige y que está cada vez más lejos del valor real.
-Los términos de pago son más ventajosos. No solamente en lo que se refiere a los plazos, sino también en cuanto a los intereses. Si antes al propietario se le pagaba una parte con bonos agrarios que no daban intereses y el plazo se extendía a 15 años, la nueva ley contempla una cuota inicial del 30% del valor total y lo demás en contados anuales y sucesivos con intereses similares a los de la tasa de inflación, en un plazo máximo de 5 años, lo que en el campo constituye prácticamente una transacción al contado.
-Elimina la dualidad de jurisdicciones. De acuerdo con el trámite de la ley 135, para expropiar un predio en Colombia hay que seguir dos juicios: ante la jurisdicción contencioso administrativa sobre la legalidad del acto que decreta la expropiación, y ante la justicia ordinaria para adelantar el juicio civil de la expropiación. Esto ha determinado demoras hasta de 20 años en los procesos. La nueva ley reúne en un solo procedimiento todo el trámite de la expropiación, que se adelantaría ante el tribunal administrativo del lugar, teniendo como segunda instancia al Consejo de Estado. El plazo máximo de los trámites legales no excederá los dos años.
-La responsabilidad de la reforma recae directamente en la Presidencia de la República. Si en la reforma de 1961 el Incora era el principal responsable, en la actual, el Incora es el principal pero no el único responsable. En su junta directiva estarán el ministro de Agricultura y cuatro delegados presidenciales, con lo cual el ejecutivo asume la responsabilidad política y la administración de la reforma.

PALO PORQUE BOGAS
Los esfuerzos del gobierno para conciliar los intereses politicos con las necesidades sociales y económicas han logrado algo increíble: unir a las extremas de las fuerzas políticas en una misma conclusión. Que el proyecto es malo. Para los de la derecha lo es, porque elimina la calificación de las tierras y convierte a todo el país en susceptible de ser expropiado. La no calificación significaria, según algunos, una especie de cheque en blanco que el Congreso le entrega al Presidente y al gerente del Incora de turno. Para los tradicionales apóstoles de la reforma agraria el proyecto también es malo, pero por otras razones. La principal de ellas es que una reforma agraria que no sea confiscatoria no es reforma agraria. La nueva ley, según estos críticos, es más un proyecto de compra de tierras.
Curiosamente, las dos modalidades que más criticas han despertado (la forma de pago y la no calificación de los predios), constituyen la principal fortaleza del proyecto oficial. La compensación para quienes critican la no calificación (los gremios ganaderos y los agricultores de la costa) está en el pago comercial de los predios. Para quienes no están de acuerdo con el pago comercial, la compensación se da por el lado de la no calificación de las tierras.
Este supuesto justo medio, alentado por la filosofía popular de "ni tanto que queme al santo, ni tan poco que no lo alumbre", es uno de los factores que permite pensar que, a pesar de las críticas, el ambiente en el Congreso estaría parcialmente abonado. Sólo faltaría, como lo señalan observadores políticos consultados por SEMANA, que el gobierno le diera el empujoncito final: las ofertas sotto voce de puestos y prebendas en el ponqué burocrático, formula que resultó el "ábrete sésamo" de la reforma tributaria en la pasada legislatura. A éstos se suma la circunstancia de que varios de los congresistas terratenientes que hace algunos años se hubieran opuesto encarnizadamente a una reforma agraria, hoy quizás votarían por ella. La situación de inseguridad en el campo no sólo no les permite explotar sus predios, sino que los tiene "enhuesados" con unas tierras que, por las mismas razones, nadie quiere comprar. Así lo reconoció uno de ellos a SEMANA: "La incorización es la única forma de desenhuesarme de la fincas".

LA PREGUNTA DEL MILLON
Para algunos congresistas, al gobierno todavía le falta explicar cómo es que va a pagar la reforma agraria. Se ha dicho que los recursos provendrán de un impuesto del 10% sobre la importación de alimentos y materias primas subsidiados que hace el Idema, y que parte de los predios podrán pagarse con acciones de bancos e instituciones financieras oficializadas. Pero los argumentos no convencen. El senador conservador Rodrigo Marín Bernal, por ejemplo, sostiene que "el proyecto abre la puerta para la compra masiva de tierras en un país que está en venta. Y si se tiene en cuenta que el actual proyecto establece pagos prácticamente de contado, plazos más cortos e intereses más altos, no.se ve de dónde va a salir la plata para financiar la reforma". Por su parte, el representante liberal Hernando Agudelo Villa afirma que, "el proyecto nace muerto, porque no tiene financiación. Además, es absurdo proponer que se destinen acciones de bancos nacionalizados o intervenidos. Las acciones no sólo son a centavo, si no que nadie querrá tener acciones de bancos quebrados".
Con plata o sin plata, el gobierno parece estar dispuesto a metérsela toda a la reforma, y hasta, como lo señala un observador a SEMANA, a "citar a Lenin". Al fin de cuentas, como decía el bolchevique, toda reforma es conservatizante. Y eso es claro en este caso. De aplicarse la reforma, terminaría creándose una nueva casta de pequeños propietarios campesinos, más dispuestos probablemente a alinearse en favor del sistema que en contra de él.