Especiales Semana

Un pacto de confianza

La firma de la paz no asegura la reconciliación de la sociedad. Sólo un poder legítimo puede guiar con rienda firme este proceso de reencuentro entre los colombianos.

Luis Carlos Restrepo
31 de julio de 2000

Es incorrecto suponer que una vez tenga éxito la negociación la reconciliación vendrá por añadidura. Quienes confían en el talante conformista de los colombianos podrán decir: ¿Si hemos soportado durante cinco décadas la guerra por qué no hemos de soportar la paz? Pero las cosas no son tan sencillas. En nuestra vida republicana se han firmado más de 100 tratados de paz internos y, sin embargo, seguimos en guerra. Reconciliarse es recuperar la reciprocidad perdida para que ofendidos y ofensores reparen los daños causados y ganen la confianza en un destino común. Colombia tiene una larga historia de negociaciones exitosas que no han logrado la reconciliación social. Nada nos asegura que esto no vuelva a suceder.

Cuando la guerra termina por mutuo acuerdo —como queremos que sea nuestro caso—, ninguno de los contendores tiene derecho a juzgar o perdonar por separado. Se requiere un tercero que no esté comprometido con los horrores del combate pero que sea capaz de juzgar lo acontecido en su ligazón interna, con capacidad para comprender que existe una culpa diferencial y escalonada entre quien manda y quien obedece, que aunque la obediencia debida no es excusa, el comportamiento humano cambia cuando se actúa bajo el apremio de la ley marcial y se arriesga la vida con la posibilidad de sufrir una muerte anónima.



Un cambio de opinión

Como los actores de la guerra no pueden perdonarse a sí mismos deben ceder su poder a una fuerza civil que los incluya como partícipes de un ejercicio de soberanía popular que desemboque en la refundación del Estado de derecho. Sólo una concesión a la soberanía política de los ciudadanos puede aminorar el dolor producido por los crímenes de guerra. Sólo un poder legítimo, una fuerza civil transparente y confiable, puede guiar con rienda firme el proceso de reconciliación.

La reconciliación es un cambio colectivo de opinión que nos permite decir con confianza: podemos iniciar algo nuevo. La reconciliación vendrá cuando los ciudadanos constaten que el derecho de resistencia que invocan los grupos armados ha cedido su lugar a un derecho de gracia que abre nuevas oportunidades para todos los colombianos. No es por eso fácil imaginarla cuando los actores de la guerra siguen en plena ofensiva, buscando ganar con la negociación una condición de beligerancia que les permita transformar en capital político lo que se han ganado con el uso de las armas.

La reconciliación necesita de la comprensión y del perdón, de una ruptura de la legalidad vigente para dar paso a una legalidad nueva, más sólida y legítima. La reconciliación parte de constatar que la ley no ha sido suficiente, que es necesario cimentarla en un pacto de confianza que abra las puertas a una forma de poder capaz de desactivar los mecanismos de la justicia armada. La utilidad neta de la reconciliación es que nadie pueda decir que toma las armas para vengar una ofensa que no ha sido reparada.

La reconciliación necesita del perdón como procedimiento social. Se trata de que nos perdonemos nuestras ofensas, saliendo de la actitud defensiva para consolidar una relación entre iguales. Como el perdón no es una limosna, no puede ir acompañado de humillación. Así no nos guste, el perdón va en contravía de una aplicación minuciosa de la ley penal, pero no hay otra manera de abrir el camino a un destino compartido. El perdón rompe la parsimonia de la ley para detener la violencia aniquiladora e impedir que se siga extendiendo la banalidad del mal. Su eficacia se debe valorar como un acto de gracia que permite la fundación de una nueva Nación.



Justicia al extremo

Nada tiene que ver la reconciliación con la gravedad de los delitos cometidos. No podemos decir que unas ofensas son susceptibles de reconciliación y otras no. Lo importante no es el delito cometido sino la persona que se va a reintegrar a la vida comunitaria. Esto no quiere decir que se acabe la justicia. El perdón y la reconciliación son la justicia llevada al extremo. Se rompe la continuidad de la ley para que cese la guerra, abriéndose paso un escenario político que no es determinado por la violencia. Se trata en realidad del comienzo de una auténtica justicia que el estado de guerra había anulado.

La reconciliación exige juzgar el comportamiento criminal en íntima cercanía con el otro, en relación con la negligencia compartida, con la cómoda adaptación de los ciudadanos a lo injusto, con el extrañamiento de la mayoría de los colombianos respecto a un combate en el que se decide la suerte de nuestra Nación. Poniendo al descubierto las relaciones de poder que determinan nuestras vidas, el proceso de reconciliación tendrá que liberarnos del fatalismo histórico, concediéndonos la certidumbre interna que nos permita sobrevivir como Nación y construir una nueva vida. El perdón ofrece a los individuos y a los pueblos una segunda oportunidad sobre la Tierra.

El perdón debe cobijar a todos los actores de la guerra. Aunque es una medida global, debe aplicarse sin embargo de manera individual, exigiendo como requisito mínimo la confesión del hecho o algún tipo de reparación pública. No puede ser un indulto colectivo. La experiencia de los países del Cono Sur muestra que el perdón anónimo no favorece la reconciliación. La voluntad de reconciliación pasa por la sensibilidad que muestren los actores de la guerra para reconocer los errores cometidos. Aunque políticamente todos somos responsables de lo que acontece es claro que existen responsabilidades personales que no se pueden eludir. Tal vez, como dice el catecismo, sea necesaria la confesión de boca y la contrición de corazón. Se necesita valor para confesar, pero sólo este acto de heroísmo puede subsanar el daño social que se ha causado y abrir las puertas al indulto o a la amnistía.

Como sólo puede perdonar quien tiene capacidad de castigar, una sociedad no puede ser generosa si no ha recuperado su propia fuerza. La reconciliación sólo funciona si tiene como ganancia la mutua donación de derechos para ampliar el campo de las libertades. Si la tarea de la negociación es canjear fuerza armada por poder político, la tarea de la reconciliación es condonar la posible sanción por un pacto de confianza que permita la realización de los acuerdos y la construcción de una nueva Nación.

Habrá que ofrecer dentro de la fase de reconciliación modelos de justicia comunitaria que permitan con rapidez, dentro de un marco civil, romper el círculo vicioso de la impunidad. Buena oportunidad para los jueces de paz, tal vez con más atribuciones que las que actualmente se les conceden. La mejor didáctica de la reconciliación es abrir las puertas a la participación. Sólo con ejercicios masivos de participación política, que hoy resultan molestos para los negociadores, será posible que las comunidades tocadas por la violencia accedan al perdón, desactivando los polvorines de violencia.

Acompañando la desmovilización de los grupos armados es probable que se incrementen las tasas de criminalidad y la delincuencia callejera. Como las organizaciones armadas imponen una disciplina vertical sobre sus miembros, al desaparecer ésta quedan a la deriva muchos combatientes que canalizaban sus comportamientos desviados a través de la guerra, descargando su capacidad destructiva sobre la comunidad. La sociedad debe estar preparada para responder con mecanismos no armados de defensa ciudadana, pues la inseguridad reinante podría polarizar a la opinión, generando un clima favorable a las salidas autoritarias.



Memoria histórica

El programa de desactivación de las violencias debe comprender tres frentes complementarios: desactivación de la violencia contra los niños; desactivación de la violencia que condena a los jóvenes a la marginalidad social y desactivación de la violencia política que pasa por la intolerancia y la exclusión. En muchos casos el combatiente es un niño maltratado que sufre la exclusión social y política, canalizando su rencor al dirigir sus armas contra una sociedad intolerante. No descargar la ira sobre los niños; ofrecer espacios de crecimiento y socialización para los jóvenes de las áreas marginadas, e impulsar procesos de democratización y participación en el campo de lo público, pueden ser los ejes centrales de un programa que cuente con el apoyo activo de antiguos guerrilleros y paramilitares, que con su testimonio de vida invitarán a fortalecer los nuevos valores para que el recurso a la violencia se presente en adelante como un camino bloqueado.

La generación que acceda a la ciudadanía en los años de la reconciliación deberá mirar con pragmatismo lo acontecido, aprendiendo a manejar la memoria histórica sin realizar atribuciones colectivas de culpabilidad, rechazando cualquier elogio del pasado guerrero. Sería inadecuado que se exaltara a un grupo de combatientes mientras se denigra de otros. A ninguno se le ensalzará, pero tampoco se le ofenderá. Su única gloria será llevar el título de ciudadanos. No se trata de que quienes causaron daño se retiren plácidamente a disfrutar del anonimato, pues es importante que permanezcan como actores de la vida política, dando cuenta de sus actos. La experiencia del M-19 ha sido enriquecedora. El perdón solicitado por sus dirigentes a causa de la toma del Palacio de Justicia les concedió fuerza en vez de arrebatársela.

Las acusaciones de criminalidad que impugnen el proceso de reconciliación y perdón deberán tramitarse de manera individual ante un tribunal civil constituido para tal fin. La idea de enemigo interno debe desaparecer. Queda prohibido acusar globalmente a un sector de la Nación, pues la guerra comienza cuando se convierte al enemigo en un ente colectivo sobre el que podemos descargar nuestra venganza. Descargar sobre el otro una culpa forzada es incitarlo al uso del terror y colocarlo ante el dilema de matar o morir. Tal vez nos tome mucho tiempo pasar del corazón de hiel al corazón de miel, pero debe quedar claro que cesa la venganza, castigándose de manera ejemplar a quien persista en ella.

La tarea de la nueva generación será cambiar nuestro concepto de uso de la fuerza, desarticulando esa estrecha articulación entre la palabra y el fusil que ha caracterizado a las generaciones precedentes. Pero mientras llega ese momento deben los combatientes contener sus acciones para no agotar las posibilidades de apaciguamiento, haciendo suyas las palabras que nos legó Kant: “En la guerra no se deben cometer actos que tornen imposible la ulterior reconciliación”.