Especiales Semana

Una ilusión incompleta

La descentralización en Colombia tiene una faceta política cuyo balance se debate entre buenos alcaldes, baja participación y captura de los ilegales.

15 de septiembre de 2012

Una de las paradojas del proceso de descentralización en Colombia es que si bien surgió como una iniciativa política, ha sido en esos temas del poder donde sus fracasos y sus limitaciones son más evidentes. Detrás de toda la normatividad desarrollada en el último cuarto de siglo en esta materia, la inspiración ha sido la misma: a la par con la entrega de responsabilidades administrativas y de recursos fiscales, los entes territoriales deberían fortalecer su capacidad democrática. En otras palabras, más espacios de elección popular, mayor participación de los ciudadanos y mejor protección contra la corrupción y el clientelismo.

De hecho, uno de los hitos de la experiencia descentralizadora más destacado por los expertos es la elección popular de alcaldes a mediados de los años ochenta. Esta medida fue complementada y enriquecida con la promulgación de la Constitución de 1991 que instauró la elección de gobernadores así como el marco para la participación ciudadana y la posibilidad de diseñar un nuevo ordenamiento territorial para el país. Desde el punto de vista político, departamentos y municipios no solo elegirían directamente sus gobernantes sino también podrían vigilarlos más de cerca y sus políticas públicas reflejarían los intereses reales de los habitantes de las regiones.

Sería injusto afirmar que fracasaron todas las expectativas creadas por este impulso descentralizador. Como lo afirma el politólogo Francisco Gutiérrez, "el modelo colombiano tuvo efectos diferenciales, dependiendo del grado de implantación de las fuerzas ilegales, de la capacidad regulatoria del Estado y de la presencia de mercados legales aparte de la producción de materias primas para la exportación". Aunque es cierto que la elección popular de mandatarios locales permitió la renovación de liderazgos políticos y el surgimiento de propuestas innovadoras, en muchas regiones las maquinarias clientelistas regionales se adaptaron y ganaron mayor poder.

Mientras que Bogotá puede mostrar las experiencias de Antanas Mockus, Enrique Peñalosa y los alcaldes de izquierda como un efecto positivo de esta descentralización, ese mismo marco legal contribuyó para que en otras áreas del país el aparato estatal cayera capturado por alianzas entre políticos y actores armados ilegales. Al mismo tiempo que algunas ciudades fortalecieron sus equipos de funcionarios y hasta desarrollaron programas innovadores en seguridad, transporte, servicios públicos y nutrición, en la mayoría del territorio los entes subnacionales no han mejorado sustancialmente su capacidad administrativa.

En materia de participación ciudadana y ordenamiento territorial el balance no es el mejor. A pesar de contar con una variada gama de mecanismos para la expresión popular, muchos analistas coinciden en que la reglamentación ha impedido su mayor despliegue y buena parte de los esfuerzos no cumplen siquiera con los elevados requisitos. Una ley estatutaria sobre el tema, que suavizaría estos requerimientos para reactivar y promover la participación, se encuentra hoy pendiente de control de constitucionalidad. Frente al segundo aspecto la administración Santos registra un notable logro. Tras casi dos décadas y 19 intentos, el Congreso aprobó la Ley Orgánica de Ordenamiento Territorial que incluye la posibilidad de constituir 'regiones de planeación' y las asociaciones regionales para desarrollar proyectos. No obstante, los recientes cambios en la cartera de Interior y el ritmo lento de la actividad legislativa le han puesto un freno drástico al paquete de reformas territoriales que venía impulsando la Casa de Nariño. Los proyectos de áreas metropolitanas, régimen departamental y Ley de Distritos están actualmente atascados en las tuberías del Legislativo.

Retomando la idea de los efectos diferenciados, la faceta política de la descentralización colombiana generó así mismo su buena dosis de consecuencias indeseadas: clientelismo local, corrupción y desvío de recursos, sustitución de maquinarias políticas, debilidad institucional ante los ilegales armados y las mafias, así como pérdida de capacidad de niveles como el departamental. Las profundas divergencias económicas entre las regiones del país así como el balance deficitario de la democratización invitan a prestar mayor atención a este aspecto frecuentemente olvidado en este proceso: las fuerzas lícitas e ilícitas que reconfiguran el poder en lo local.