Especiales Semana

Una pluma mágica

Gabriel García Márquez escribió novelas inmensas que se seguirán leyendo a través de los siglos. Pedir más es imposible, y decir más es pecar de idolatría.

Héctor Abad Faciolince
11 de diciembre de 1980

Quien sabe si Garcia Marquez sentirá nostalgia por ese tiempo remoto en que era conocido como 'Trapoloco' (por el color estridente de sus camisas y sus medias), en que tenía la libertad de mamar gallo sin ser citado al día siguiente como un oráculo en la prensa, y en el que tenía la serenidad y la altivez secreta de que nadie diera un peso por su futuro como persona y mucho menos como escritor. Era "un caso perdido" y guardaba en el bolsillo las colillas de sus cigarrillos para fumárselas en horas todavía más precarias. Dejaba en prenda los manuscritos de sus cuentos para que un portero caritativo le permitiera pasar la noche en alguno de los cuartos desocupados y sudorosos de un puteadero barato en el Barrio Abajo de Barranquilla.

Sin duda en esos días, para espantarse de la conciencia el mal aliento de la vanidad, no tenía que repetirse a sí mismo el necesario conjuro de que tan sólo era el nieto del coronel y el hijo del telegrafista. De esos años duros y sufridos quizás añore hoy el apetito con el que comía, pero no el hambre que sintió tantas veces al verse sin cinco centavos en el bolsillo. La mitad de cien años han pasado desde entonces y no sólo su anonimato y miseria se han vuelto fama y prosperidad, sino que ahora hay cientos de profesores en todo el mundo que viven de analizar su obra, decenas de periodistas que ganan su sustento tratando de imitar sus reportajes, algunos biógrafos que se saben su vida con más detalles que él mismo (y hasta tienen derecho a corregir sus recuerdos con pruebas a la mano, como Dasso Saldívar) y muchos escritores que viven de elogiarlo o denigrarlo, según el vaivén de sus humores gástricos, literarios y políticos.

Sí, ahora todo es distinto y ni García Márquez puede librarse de ese "otro", como diría Borges, en que se ha convertido él mismo. Tampoco los envidiosos se libran de su genio ni de su prestigio, pues quisieran poder hablar de él en tiempo pasado y en cambio cada uno o dos años (ante el milagro verbal de un nuevo libro) les toca volver a referirse a él en un perpetuo presente. Es más, cuando los escritores peruanos o norteamericanos vienen a Colombia, tienen un método infalible para asegurarse unos centímetros de notoriedad en las primeras páginas de los periódicos: atacar a García Márquez porque no repudia sus 40 años de amistad con Fidel Castro. Y cuando los escritores colombianos (grandes como Vallejo o intrascendentes como otros) van a Venezuela, repiten la estrategia perfecta para no pasar inadvertidos: decir alguna burrada contra García Márquez.

Gabolatras y Gabofobicos

Todos parecen contagiados por una peste que domina a nuestro país desde los años de la Independencia: el ánimo pendenciero y la tendencia a partirse siempre en bandos opuestos e irreconciliables. También frente a García Márquez sucede lo mismo y hay una división radical entre Gabólatras y Gabofóbicos, como si aquí no hubiera un espacio razonable para el análisis que pueda situarse por fuera de la idolatría o el insulto.

Alfonso Reyes, al final de La experiencia literaria, y el mismo García Márquez al promediar el primer tomo de sus recientes memorias, recuerdan una polémica que hubo en Colombia a mediados del siglo XX. Podríamos llamarla con el título que le dio Eduardo Carranza a su intervención en la misma: "Un caso de bardolatría". Se trataba de definir si Guillermo Valencia era el mayor poeta de Colombia, tan grande como Dante y como Lucrecio, como afirmaba Sanín Cano, o si en cambio, como pensaba Carranza, se trataba "apenas de un buen poeta" que había encorsetado la poesía colombiana con su gélido parnasianismo.

El comentario de Reyes es elegante, como siempre: "En el artículo de Carranza encuentro aquella sinceridad y bravura juveniles y hasta aquel matiz de heroica injusticia que es prenda de las verdaderas vocaciones espirituales en los años felices. Todos fuimos jóvenes, y yo suelo buscar en los arrebatos de la ajena juventud un poco del calor que ya ha comenzado a negárseme". Y unos párrafos más adelante el mexicano concluía sin apasionamiento: "Cuando un sistema de expresiones se gasta por el simple curso del tiempo y no porque carezca en sí mismo de calidad intrínseca, lo más que podemos decir es: 'Lo que emocionó a los hombres de ayer, porque para ellos fue invención y sorpresa, a mí ya no me dice nada. He absorbido de tal forma ese alimento, que se me confunde con las cosas obvias. Agradezco a los que me alimentaron y continúo mi camino en busca de nuevas conquistas'. Pero en manera alguna tendremos derecho de negar el valor real, ya inamovible en el tiempo y en la verdad poética, que tales obras o expresiones han representado y representan, puesto que en el orden del espíritu siempre es lo que ha sido".

Con García Márquez es difícil no caer en la bardolatría que padeció Sanín Cano ante la obra de Valencia, pero en el caso del cataqueño con mucho más sobrados motivos. Difícil no ser Gabólatra porque aunque sea cierto que su sombra ha opacado a algunos grandes representantes de la novela colombiana de la segunda mitad del siglo XX (Mejía Vallejo y Germán Espinosa, por citar sólo dos), esa sombra espesa no la proyecta porque lo hayamos encaramado en un pedestal inmerecido, sino porque se funda en su capacidad asombrosa de contar nuestra realidad y nuestra historia con una gracia y un encanto que parecen sobrenaturales. No me cabe la menor duda de que nunca nadie en los siglos "de este país que nos tocó en la rifa del mundo" ha sido capaz de expresar de un modo tan entrañable, tan poético, tan risueño y conmovedor al mismo tiempo, nuestra manera de ser.

Pero hay algo más, que es quizá el terreno que pisan los Gabófobos cuando atacan a García Márquez: el país ha cambiado, tal vez para peor, y las nostalgias que han gobernado esa obra inmensa e inimitable, para las nuevas generaciones ya no tienen la misma resonancia mítica. El mundo es otro, nuestras infancias son otras, y algunas recetas del realismo mágico se han desgastado, no por obra de su máximo creador (que ha sobrevivido a esas fórmulas y las ha superado), sino por el cansancio que producen sus peores y muy numerosos epígonos. El arma maravillosa de la exageración (abusada y desgastada por otros) produce ya en algunos la indiferencia del acostumbramiento. Y así como a veces Borges parecía imitarse a sí mismo, también hay páginas de García Márquez que están hechas con su misma técnica impecable pero sin la sangre y la médula vital que las habitaba al principio.

Un colombiano universal

Yo tuve la inmensa suerte de que en el colegio confesional donde estudié mi bachillerato (en los años 70), el escritor costeño estuviera prohibido por procaz y por comunista. En mi casa, en cambio, se le consideraba un mago que podía y debía leerse a la luz del día. Leí Cien años de soledad y todas sus otras novelas de entonces con la triple bendición contradictoria de no estar cumpliendo con una tarea escolar, de cometer un pecado y de complacer a mis padres. Ahora García Márquez tiene la dudosa suerte de ser un clásico en vida, y de que sus libros ya no se prohíban sino que se receten en las mismas cucharadas con que a los escolares les formulan cantos de Homero y capítulos de El Quijote. Así es fácil llegar a ser más venerado que leído, y más fácil aún levantar aplausos cuando los Gabófobos toman impulso para la diatriba y el insulto.

Cuando alguien tiene un instinto mucho más agudo que la suma de los cinco sentidos, y cuando a ese instinto se une una intuición poética pasmosa y un profundo conocimiento del corazón humano, no es raro que al dueño de tantos atributos se le asigne también el don de la adivinación y de la profecía. La abuela de García Márquez decía que su nieto, Gabito, era adivino. De adivino a divino hay sólo una vocal de distancia. No hay que dar ese paso: García Márquez fue y sigue siendo un gran escritor de este mundo. Escribió novelas inmensas que, si el español sobrevive, se seguirán leyendo a través de los siglos. Pedir más es imposible, y decir más es pecar de idolatría.

Como ejemplo de vocación y disciplina, de amor a un oficio y al mismo tiempo como modelo de una vida plena y con sentido, los escritores colombianos no podemos contar con uno mejor. Como narrador ha sido capaz de "hacer la realidad más divertida y comprensible," lo que para nosotros sus lectores es una dicha y para sus colegas un gran reto. Más que un gran colombiano, es un gigante de la literatura de todos los tiempos que le demostró al mundo que también en nuestro potrero se pueden dar grandes obras de literatura. Ojalá sus coterráneos seamos capaces, no de insultarlo ni de convertirlo en un dios, no de encaramarnos sobre sus hombros para intentar ver más lejos (porque en la literatura no hay progreso), no de imitarlo usando como bastón sus invenciones, sino de seguir adelante por nuestro propio camino, no emulando su estilo sino su vitalidad, su amor por el arte y su entusiasmo.