Especiales Semana

Violencia joven

La violencia juvenil, más allá de ser una forma de transgresión, en muchos casos es el primer paso en la carrera de los delincuentes profesionales.

10 de abril de 2000

El domingo 30 de enero Soacha, una localidad que limita con los barrios del suroeste de Bogotá, se había preparado para una fiesta deportiva pocas veces vista en el estadio de fútbol Luis Carlos Galán Sarmiento. Varios equipos profesionales del país iban a disputar la Copa Porvenir, que servía de abrebocas al torneo colombiano.

Sin embargo la fiesta muy pronto se transformó en pesadilla. Miembros de los Comandos Azules, los Del Sur y la Guardia Albirroja Sur (las barras de los equipos Millonarios, Nacional y Santa Fe respectivamente) se tomaron las desprotegidas graderías del estadio, no tanto para ver los partidos como para iniciar una guerra de cánticos contra sus oponentes que, como era de esperarse, degeneró en una batalla campal en las tribunas, el terreno de juego y las calles vecinas que dejó un saldo de 15 heridos, dos de ellos hospitalizados de gravedad. Cientos de jóvenes seguidores de los equipos, enceguecidos por el fanatismo, volvieron a poner en primer plano el tema de la violencia juvenil.

Estos enfrentamientos, cada vez más frecuentes en algunos estadios de Colombia, son apenas una de las aristas de un tema que parece no tener solución: la violencia juvenil, que no se refleja únicamente a través del comportamiento belicoso de los hinchas del fútbol o de tribus urbanas organizadas alrededor de ciertos géneros musicales sino, mucho más preocupante, de pandillas, parches delictivos, combos y galladas que hacen de la violencia no sólo una expresión de una rebeldía sino también una forma de vida a través del raponazo, el atraco, el robo calificado, la violación y el asesinato.

Sin embargo muchas veces no son los jóvenes los victimarios sino las víctimas de una sociedad en la que el maltrato a los menores tiende a ser más la regla que la excepción.



Acorralados por la violencia

Las estadísticas sobre menores involucrados en hechos de violencia y delincuencia muestran la gravedad del problema. De acuerdo con Carlos Enrique Marín, quien trabajó entre 1995 y 1998 en el programa de Asesoría y Convivencia de Medellín, el 80 por ciento de las muertes en el país las pone el conflicto en las ciudades y no la lucha política. “En Medellín van más de 50.000 jóvenes muertos y el Estado no asume una política clara de juventud. Me da miedo que los jóvenes se armen como en Medellín, donde no se usa la ‘pate cabra’ sino los fusiles AK 47 y R 15”.

Según el Consejo Superior de la Judicatura hasta 1999 existían 390.000 procesos activos en los que estaba involucrado al menos un menor de edad, de los cuales 100.000 son contra menores infractores y contraventores. Esta cifra refleja una situación bastante grave si se tiene en cuenta que en 1996 el aproximado de procesos activos contra menores infractores era de 32.000. Muchos menores ingresan al mundo del crimen desde los 7 u 8 años. “Yo comencé a robar a los 8 años porque mis padres no tenían empleo y me mandaban a la calle para que levantara la plata del arriendo”, comenta Pacho, un ex pandillero en proceso de resocialización.

Para encontrar las causas de esta crisis hace falta revisar indicadores relacionados con las deficiencias en la infraestructura social, económica, educativa, cultural y de participación que facilitan los procesos de respuestas violentas por parte de una comunidad y particularmente de sus jóvenes.

Para el procurador general de la Nación, Jaime Bernal Cuéllar, la sociedad debe preguntarse “por qué ha aumentado la violencia urbana, por qué ha aumentado la guerrilla, por qué han aumentado los paramilitares. Y hay varias razones, entre las que se destacan la desintegración de la familia y el hecho de que no hay mayores opciones para muchos jóvenes”.

En Colombia hay 16.722.708 menores de 18 años, que representan un poco más del 41 por ciento de la población total del país y, según la Defensoría del Pueblo, “es la franja que padece con más rigor los problemas derivados de la inoperancia del Estado, de la crisis de la sociedad y la familia, del impacto del conflicto armado, del desplazamiento forzado y de la violencia”. Alrededor de 6.500.000 menores viven en situación de pobreza (38,9 por ciento), y de estos el 17,5 por ciento, es decir 1.137.500 niños y niñas, se encuentran en la miseria. Más de dos y medio millones de niños y niñas trabajan en condiciones de alto riesgo y el 50 por ciento de jóvenes entre 14 y 17 años no alcanza a recibir la mitad del salario mínimo. Cada año Medicina Legal evalúa un promedio de 9.500 casos de maltrato físico contra menores y dictamina 9.300 casos de abuso sexual. Además, según la Fiscalía General de la Nación, en la actualidad hay más de 25.000 niños y niñas explotados sexualmente.

Sólo 30 de cada 100 niños en edad preescolar ingresan a la escuela y únicamente 60 de cada 100 de los que ingresan a la básica primaria terminan el quinto grado, sin contar la tasa de deserción escolar, que se calcula en más del 35 por ciento. Según la Policía Nacional, el 95 por ciento de los casos de menores infractores se concentra en mayores de 13 años, que coincide con el grupo de desertores escolares (entre los 12 y los 17), de forma tal que la actividad delictiva está sustituyendo la escolaridad.

Pero no es sólo un problema de acceso a escuelas y colegios. Un estudio realizado entre 2.000 estudiantes por Alvaro Mauricio Gómez, investigador en política criminal, reveló que la queja más frecuente entre los jóvenes es la falta de libertad de expresión. Además la violencia urbana sube paralelamente con el desempleo, que hoy ronda el 20,5 por ciento. En 1994 el registro de menores aprehendidos creció en 25 por ciento; dos años después, en 1996, el incremento fue de 12 por ciento, en 1997 del 15 por ciento (12.231 casos) y se disparó en 1998 con un incremento de 67 por ciento. No es una coincidencia que en 1999, cuando se habló de una reducción de la tasa del desempleo, la tendencia en menores aprehendidos registrara una disminución de 9 por ciento.



La universidad de la calle

Es en este escenario, agravado por el desplazamiento forzoso de 1.100.000 menores entre 1985 y 1999 debido a la violencia política que azota al país, en el que surgen los ‘parches’ en esquinas y calles. ‘Parches’ que no tardan en convertirse en pandillas, combos y bandas en los cuales el menor encuentra un medio para subsistir pero también para satisfacer sus necesidades de afecto, lealtad, pertenencia y reconocimiento social. “Aquí uno es alguien y la gente no se mete con uno porque no quiere verse en problemas. Les da miedo porque saben que nosotros no nos detenemos ante nada y que si a algún parcero le dan duro todos respondemos por él. Nadie está solo y uno aquí está dispuesto a jugársela por el compañero”, afirma Henry, un integrante de ‘Los Pancocos’, una pandilla de Soacha, Cundinamarca.

Según el sociólogo e investigador Gildardo Vanegas Muñoz, autor del libro Cali tras el rostro oculto de las violencias, la sociedad y el Estado evaden su responsabilidad cuando argumentan que las bandas se forman por falta de afecto, desintegracion familiar, consumo de droga y alcohol y pobreza. “Hay otras causas que arrojan a los jóvenes a la marginalidad y la exclusión: la ausencia de oportunidades de trabajo, la falta de infraestructura educativa, la escasez de espacios para la recreación y el deporte y la falta de programas que de manera seria se ocupen de atender a los jóvenes de estos sectores de la ciudad”.

De acuerdo con la investigadora Ana Daza, “buena parte de la socialización de los adolescentes se hace en el espacio público. Los muchachos de estrato seis acuden a bares y discotecas; los de estratos cinco y cuatro centran sus actividades en centros comerciales y los estratos tres, dos y uno tienen como lugar de encuentro la esquina del barrio, en donde siempre hay adultos observando y buscando capital humano para la industria del crimen. Uno no encuentra organizaciones delictivas de jóvenes que no tengan relación con adultos”.

Los menores inician su carrera delictiva como informantes y vigilantes. Luego pasan a ser autores materiales de hurtos, actividades terroristas, sicariato y secuestro. Según un informe de la Fiscalía General de la Nación, “las pandillas son el caldo de cultivo para milicianos, guerrilleros, bandas y organizaciones criminales. Los menores son utilizados no sólo por su capacidad para camuflarse sino porque, cuando son capturados, salen libres fácilmente y no son sancionados”. Además de estas ventajas comparativas, como señala Ana Daza, también se prefiere a los jóvenes por sus aptitudes físicas y porque su sentido de la invulnerabilidad y la inmortalidad les permite enfrentar situaciones de riesgo extremo que un adulto pensaría dos veces antes de llevar a cabo.

Generalmente una agrupación juvenil incursiona en actividades ilícitas cuando en el sector existe un mercado ilegal —un desguazadero de carros o una venta de estupefacientes, por ejemplo— y operan organizaciones delincuenciales sin importar si su carácter es subversivo o económico.



Pandilleros y delincuentes

El pandillismo es tal vez el paso anterior al crimen como forma de vida y se ha convertido en una de las más preocupantes manifestaciones de la violencia y la delincuencia juvenil en Colombia. Y aunque resulta mentiroso decir que todas las pandillas son violentas y se dedican al crimen organizado, las cifras no dejan de ser preocupantes.

En la capital del país, según un estudio adelantado por Alonso Salazar, hay 467 agrupaciones juveniles delictivas entre pandillas, bandas, milicias y autodefensas. En Medellín, según el Instituto Popular de Capacitación (IPC), operan 241 grupos armados. En Cali, según la Policía Metropolitana de esa ciudad, hay 136 pandillas.

La acción de las pandillas delictivas ha llegado a poner en jaque a amplios sectores, en especial periféricos y de barriadas, de ciudades como Bogotá, Cali y Medellín, donde los jóvenes se enfrentan para demarcar su territorio y defenderlo de la acción de otras agrupaciones o para cobrar venganza cuando alguno de un bando consigue novia en el sector equivocado. Estos enfrentamientos no se dan propiamente a puño limpio sino con armas blancas, changones, AK47, R1, revólveres y granadas.

El pandillismo se presenta con mayor frecuencia entre las clases económicas menos favorecidas y las comunidades marginales. Pero no es un fenómeno exclusivo de los estratos bajos. Mientras en un sector los jóvenes se agrupan para delinquir llevados por la falta de oportunidades, en el otro lo hacen por el simple placer de transgredir las normas e inundar el cuerpo de adrenalina a través de violaciones, carreras de autos locos, daño a la infraestructura urbana y persecución de homosexuales y prostitutas.

Para las autoridades el principal problema de las pandillas es que son el semillero de futuros delincuentes. “La calle es una universidad del delito donde hay muchas facultades: la del atraco, la del jalador de carros, la del raponero, la del apartamentero, la del asaltante, en fin. Uno se especializa y entre más valor y más audacia demuestre en cada vuelta mejor se cotiza”, comenta Johnny, un ex pandillero en proceso de resocialización. Pero si la calle da la experiencia la cárcel da el ‘caché’ e incrementa el poder. “Una enladrillada es buena porque uno sale y le tienen más respeto; en la cárcel uno amplía los contactos”, comenta Francisco, un pandillero del centro de Bogotá.

Esta rápida mirada al problema de la violencia juvenil deja una moraleja. Para solucionarlo no basta con adoptar una serie de medidas represivas sino reflexionar sobre las realidades que vive la juventud colombiana y pensar un nuevo modelo de país que les ofrezca oportunidades reales para salir adelante.