Especiales Semana

Yo vi nacer a SEMANA

Esta historia se ha contado muchas veces: es difícil hallarle un ángulo nuevo. Pero lo tiene.

Carlos Mauricio Vega
29 de enero de 2011

El artículo se titulaba, a secas, ‘E, como existir’ y estuvo dando vueltas en los varios números cero que hicimos poco antes de ese mayo de 1982 en el que Felipe López decidió sacar la revista, unas semanas antes de las elecciones, y se jugó la vida de su proyecto periodístico a la contradictoria apuesta de que su papá perdiera su segunda Presidencia contra Belisario Betancur. Nada habría sido peor para sus aspiraciones de credibilidad periodística que volver a ser el hijo del Ejecutivo.

Se trataba de un texto de Hernando Valencia Goelkel, tecleado en una vieja Olivetti que, como el resto del mobiliario, había pertenecido a la revista Alternativa. El viejo (yo lo veía como viejo pero apenas rondaba los 55 años) chuzografiaba en un escritorio con cara de pupitre, en aquella redacción  con cara de salón de clase que era el tercer piso del edificio de Suramericana  de la avenida Jiménez con octava, a pocos pasos de la sede inicial del banco fundado un siglo atrás por el abuelo de Felipe, el negociante Pedro A. López.

Era de no creerlo: el colega de Jorge Gaitán Durán y de Eduardo Cote Lamus, el crítico y ensayista cofundador de Mito, la revista que trajo la modernidad a esta provincia del mundo, era también colega nuestro y compartía el renacimiento de la revista SEMANA. Estar ahí era como beber en la fuente misma de la historia: Mito había publicado Monólogo de Isabel viendo llover en Macondo y también a Vicente Alexaindre y a Luis Cernuda. Gaitán, Valencia y Cote habían parido prácticamente a Botero y a Obregón, a Ramírez Villamizar y a Guillermo Wiedemann, a Marta Traba y a la modernidad literaria y estética de los años cincuenta en Colombia.

Comandando el salón de clase estaba el veterano editor y escritor paisa Eddy Torres, hijo del líder de izquierda de los años cuarenta Ignacio Torres Giraldo, crecido a la sombra de María Cano, ‘la Flor del Trabajo’, y editor, como su nombre lo signaba, del primer libro sobre la obra de Fernando Botero. Cómo pretendía Felipe López hacer una revista políticamente neutra, es decir, de derechas, con semejantes antecedentes, fue algo que nunca supimos, porque en ese momento, cuando tampoco sabíamos muy bien en cuál de las semanas de mayo iba a renacer SEMANA, llegó Plinio Apuleyo Mendoza, con la experiencia a cuestas de la revista Libre, en París, y los tiempos de Prensa Latina, en La Habana cuando cayó Batista, y de la revista Momento y de las revistas banales de la cadena Capriles, de Venezuela. El hijo del editor y político que tenía del brazo a Gaitán en el momento en que lo mataron y que estaba en un café a la vuelta de la esquina estaba haciendo su transición a la derecha más cruda en los momentos previos a que se ganara el Nobel su entonces mejor amigo Gabriel García Márquez. Acababa de publicar una novela (Años de fuga) para sacarse de encima el fantasma del escritor frustrado, y aún tenía entre pecho y espalda otra, Cinco días en la isla, en la que levantaría el tabú sobre ciertos mitos bogotanos, y dos o tres libros de un género mixto que él llamaba perfiles periodísticos. Tal vez la incompatibilidad del oficio con algún destino diplomático que mantenía en pausa le impidió asumir en propiedad la dirección de la revista, pero la realidad es que de los números ceros que hicimos con Eddy y con Hernando Valencia no quedó sino aquel ‘E, como existir’, que no era sino un artículo sobre la historia de la vitamina E, magistralmente escrito y mejor investigado, que comenzaba diciendo: “Hay apasionados de una u otra vitamina como los hay de una u otra mujer”.  Era el ejemplo típico de material intemporal y frío que se necesita para llenar con buena calidad las páginas traseras de una revista, que necesitan buen mobiliario como los salones de un gran hotel.

Desgraciadamente, Plinio tenía una idea muy clara y terca del tipo de periodismo que quería hacer y no parecía compatible con las viejas glorias de Torres y de Hernando Valencia. Se sufrieron mutuamente un par de semanas y como a la cuarta edición sus prestigiosos nombres desaparecieron de la bandera. Entre tanto había comenzado el ritmo endemoniado de cerrar semanalmente una publicación llena de prestigio, pero sin archivo, ni servicios, ni una redacción consolidada, sino con un par de principiantes y mucha buena voluntad. Felipe López no tenía un peso: nadie le creía, pero era evidente al verlo salir de su oficina, una casa en ruinas de los años treinta detrás de la estación Cuarenta de Policía, en Teusaquillo, en un desvencijado jeep ruso que conducía su chofer, una mezcla de guardaespaldas, asistente general y opinador popular.  Con ese jeep y desde esa casa pretendía hacer funcionar una productora de películas, un noticiero cinematográfico y una revista semanal. Consiguió las tres cosas, pero el negocio, evidentemente, no estaba en el cine.

Lo primero que hizo Plinio fue consolidar un módulo gráfico acorde con su estilo de titulación críptico y sugerente, más o menos poético y más o menos interrogativo (‘Las orejas del lobo’, ‘Suenan bombas’, ‘Timbres de alarma’), y darle un tono verosímilmente subjetivo y de análisis coloquial a los artículos, en consonancia con lo que buscaba el fundador y accionista mayoritario, quien pretendía no saber nada de periodismo pero era capaz de estructurar, con el mayor de los escepticismos y una buena dosis de cinismo, un análisis político del que podía salir inocentemente destrozado hasta su propio padre.

Había que arrancar con un tema genérico, pero de actualidad, que sirviera de contrapeso a las elecciones. Investigamos a seis manos un informe especial sobre el fenómeno del terrorismo, al cual traté sin mayor éxito de darle un tono de novela negra: el país venía de sufrir la toma de la Embajada dominicana, el robo de las armas y el calvario de las caballerizas, y todavía le faltaba el Palacio y decenas de magnicidios.  Comenzaba la guerra de las Malvinas y sobre el tema había, además del correspondiente análisis, una entrevista muy crítica con Julio Cortázar desde París. Se inauguraba el género de los perfiles con uno muy refinado sobre Carlos Pérez Norzagaray, atildado diplomático y concuñado de Julio Mario Santo Domingo. Años después supimos que Pérez acababa de obtener delicadamente la cesión del nombre de SEMANA entre Alberto Zalamea, Alberto Lleras y el hijo de su rival político Alfonso López, sin que mediara un peso de por medio. Un texto soltado al desgaire dentro de la sección de cultura (‘Por las pestañas de Gloria’) relataba cómo Gloria Zea, entonces directora de Colcultura, invitaba a Plinio a hacer un programa de televisión cultural desde Europa. La columna ‘Mi turno’, que se rotaba entre analistas políticos y económicos, le correspondía a Juan Manuel Santos. Gossaín iniciaba una columna en la que el cronista le daba alas al ficcionador y que por desgracia no prosperó. Un anónimo y hábil entrevistador, tal vez el mismo Plinio, interrogaba agudamente al expresidente venezolano Carlos Andrés Pérez. Pero el plato fuerte, y lo que llamaba la atención por el origen de la revista, era el profundo y amplio cubrimiento de las elecciones presidenciales. Análisis de las campañas y de sus posibilidades, hondos perfiles biográficos de los candidatos acompañados de fotos antiguas, enfoques mediáticos y hasta una larga entrevista con el futuro presidente, Belisario, prefiguraban el futuro de una revista que treinta años después conserva más o menos la misma estructura y que marcaba distancia con otros semanarios de variedades mediante un periodismo de fondo y de altísima calidad. A la vuelta de unos meses se marchó Plinio, no sin antes heredarle su estilo juguetón de titular a María Elvira Samper y a Laura Restrepo, y el dolor de cabeza de dirigir un cierre sin tener la menor idea a Felipe López. Pero eso sucedió en la casa de la 85 con 14 y es otra historia.