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"Colombia nos llenó de amor", expresa Ása Dýradóttir, bajista islandesa quien recorrió Colombia hace días.

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Cuatro islandeses en Colombia

Siguiendo las raíces colombianas de su guitarrista, integrantes de la banda Mammút pasaron vacaciones en el país. En una carta abierta que compartieron con SEMANA, relatan su mágica experiencia.

16 de octubre de 2017

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En agosto, SEMANA entrevistó a Kata Mogensen, cantante de la banda Mammút, quien comentó que la guitarrista Alexandra Baldursdóttir tenía raíces colombianas. Cuando SEMANA le preguntó a Baldursdóttir sobre estas, respondió: “Mi familia viene de Manta (Cundinamarca), a unas 2, 3 horas de Bogotá en carretera. Mi madre es colombiana, y vino a Islandia en 1987 como estudiante de intercambio. Quería quedarse un año, pero conoció a mi padre, se enamoró y nunca miró atrás”.

En contexto: Mammút el rock sentimental de Islandia habla con SEMANA

Antes de tocar en Buenos Aires y empezar su gira, la banda separó unos días para conocer la familia suramericana de Baldursdóttir y su país. Los últimos días de septiembre aterrizaron en Colombia y vivieron una experiencia memorable que Ása Dýradóttir, la bajista de la banda, consignó en una carta que compartío con SEMANA. Esta dice:

“Apenas nos bajamos del avión en el aeropuerto de Bogotá nos sentimos diferente, quizás porque jamás habíamos estado en una altitud tal. Estar tan arriba, en efecto, te eleva. Y quizá la expresión “elevarse” (‘being high’) surge de esa sensación efervescente de adormecimiento y torpeza que se siente a miles de metros del nivel del mar. Es divertido, y tonto.

Nos recibió la madre de Alexandra, Rossy, y su primo Alfonso (Alex es mitad colombiana, y la razón del viaje era conocer a su familia y vivir unas vacaciones previas a nuestro tour de otoño). Nos embutimos en la parte de atrás del auto y nos dirigimos a Monserrate, sin preguntas, directo a 3.400 metros de altura. La iglesia y la montaña bailan vagamente en mi memoria, ya que repetidas veces tuve que sentarme para dejar que mi corazón recuperara su ritmo. Desde arriba, la belleza de Bogotá fue impactante. Sentados, vimos el atardecer y luego a la ciudad revitalizarse con luces, hasta que parecía que había cambiado lugares con el cielo. La ciudad era una cama de estrellas y el firmamento parecía vacío, a excepción de algunos rayos que se veían en montañas a lo lejos.

Los primeros días nos quedamos en Cajicá. Pasamos gran parte del tiempo comiendo papaya. Venimos de una isla aislada en el Atlántico norte, en la que la oferta de frutas y vegetales es muy reducida. Apreciamos la papa, pero de resto, poco hay para rescatar. Nuestros padres hacen parte de la última generación en comer fruta solo en Navidad y, aún hoy, algunos días es imposible conseguir un banano en la tienda, sin mayor explicación. Por eso, por dios, esas papayas, esas mandarinas. El lujo de estos diamantes jugosos fue sobrecogedor.

Los familiares de Alexandra nos trataron como reyes, y eran muchos. En Islandia, las familias son pequeñas y rara vez se encuentran, a lo mucho en Navidad y un cumplaños ocasional, si la gente se toma el trabajo de celebrarlo. En Bogotá fue muy distinto. La familia era enorme y se saludaba con tal calidez y amor que no podíamos sentirnos más bienvenidos. Nos invitaron a innumerables almuerzos y cenas, a una noche de baile e incluso a una fiesta de confirmación para un pequeño de diez años. Cada evento lleno de rostros sonrientes. Y el baile, el baile. Los escandinavos no podemos bailar, eso aprendí en Colombia, donde parecía que todos hubieran estudiado Danza la vida entera. Los islandeses aprendemos a nadar en la escuela, los colombianos a bailar. Fue sorprendente ver a la gente hacerlo coordinadamente casi en todo momento. Apuesto a que algunos bailan en funerales. El Reggaeton predominaba por doquier, las caderas fluyendo a la par del beat hipnótico. Me cohibí un poco por mis pobres técnicas de baile, pues siendo una bajista debería tener un poco más de condenado ritmo, pero nadie juzgaba y, de vez en cuando, estallábamos en risa y seguíamos bailando igual.

Luego de unos días geniales en Bogotá, nos dirigimos a la cuna de Rossy en el campo: Manta, Cundinamarca. En una casa pequeña en las montañas cercanas la madre de Rossy dio a luz a 12 hijos, que la han venido renovando en los últimos años. Hoy, es un lugar idílico y hermoso lleno de animales, árboles y flores. Había demasiada vida a nuestro alrededor y cuando se ponía el sol la podíamos sentir aún más. Las montañas vibraban y las estrellas llenaban el cielo. Pasamos la noche mirando al espacio, escuchando, ensoñando sobre la posibilidad de grabar un disco ahí y pensando cómo afectaría nuestra creatividad.

Y luego, el pollo. Para la cena, había que matar un pollo para la sopa. Arnar (también guitarrista) decidió que él quería matarlo ya que no había hecho algo así en su vida y quería contribuir a la causa. Elvia, la hermana de Rossy que vive en la casa, nos trajo una enorme y hermosa gallina del tamaño de un niño pequeño. Arnar, se echó para atrás como una gallina (¡chiste!), así que observamos mientras Elvia le rompió el cuello, le quitó las plumas, abrió el animal y extrajo desde los intestinos hasta un pequeño huevo que tenía. Ver ese proceso fue una gran lección llena de humildad, aún si la mayoría de nosotros no come carne.

Luego de pasar una noche en medio de la oscuridad total tuvimos una entrevista en la radio en Manta. Luego caminamos por el pueblo, visitamos mercados y el apacible y colorido cementerio. Y fuimos a un asado en la mansión de Silvia y Yiner, quien cumplía años. Entonces tomamos rumbo hacia Villa de Leyva.

Allá nos quedamos en una casa de campo increíble y disfrutamos de dos días y más junto a amigos y familiares de Alexandra. Villa de Leyva no se parece a nada que hubiéramos visto antes, un lugar de arquitectura impresionante y esquinas coloridas llenas de frutas y sonrisas. Pasamos el día navegando el desierto de Boyacá en cuatrimotos, tomando el delicioso vino local y tocando viejos himnos en flautas de madera recién compradas como si fuéramos hippies. El espacio que más nos llamó la atención fue la ‘Casa Terracota’, construida a mano, en barro y secada por el sol. Le tomó al artista Octavio Mendoza siete años construirla y es la casa más hermosa que hayamos conocido.

Luego de Villa de Leyva regresamos una noche a Bogotá y luego tomamos ruta hacia Girardot. Manejamos por horas. Cuando nos bajamos del auto nos dimos cuenta que habíamos entrado a otro clima totalmente diferente. Miles de metros más abajo que cuando empezamos, entramos a un valle húmedo y cálido distinto al seco y frío bogotano. El sol se sentía distinto, los insectos también. Pensé en un punto que un poste eléctrico cerca a donde estacionamos estaba dañado, pero solo se trataba del fuertísimo zumbido de los insectos en los arbustos y árboles. En Islandia no hay insectos así, solo unas pocas especies que no hacen ruido, pequeñitas y patéticas.Por eso fue interesante toparnos con esta variedad interminable de criaturas vibrantes. En Girardot pasamos dos días. Leímos poesía, y comimos manjares. También jugamos bolos, nadamos y actuamos como viajeros hedonistas, disfrutando de nuestra vacación al máximo.


Fue un gran final para cerrar este viaje de dos semanas. Colombia nos llenó de amor, y la dejamos en medio de la noche, con destino a Argentina, con nuestros corazones llenos de gratitud hacia todos los que se preocuparon por nosotros. y nos cuidaron. Ya empezamos a correr la voz sobre este país impresionante y ya estamos impacientes por volver. Colombia, siempre en nuestros corazones”.