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El estudiante mediocre que se convirtió en padre de la cultura moderna

Hace 100 años murió Auguste Rodin, el estudiante mediocre que se convirtió en padre de la escultura moderna. De orígenes humildes, cambió la historia del arte, y este año más de diez exhibiciones celebran su legado.

24 de junio de 2017

Amediados del siglo XIX, la École des Beaux-Arts de París era la ruta privilegiada para todo aspirante a artista, por el acceso que ofrecía a los talleres de renombrados miembros de la academia, a los salones y a las becas otorgadas en Roma. Rodin supo temprano que quería ser artista y desde sus 15 años se enamoró de la escultura. Pero cuando quiso abrirse paso en las grandes ligas, en la École des Beaux-Arts, la institución lo rechazó en tres convocatorias consecutivas.

Parece increíble ahora, 100 años después de su muerte en 1917, que haya sido rechazado tan insistentemente el genio que concibió El pensador, El beso y Los burgueses de Calais, entre otras obras reconocidas mundialmente. Pero esas dificultades resultaron cruciales en su vida y obra. Lo llevaron a forjar sus métodos y su identidad artística lejos de la escuela neoclásica predominante en la época, y, en últimas, lo hicieron único y adelantado. Antes de llegar a la cima trabajó arduamente como practicante en talleres de artistas en París y Bruselas, explotado a fondo. En el poco tiempo libre que le quedaba desarrollaba su mirada y sus métodos de producción, con los que cambió el mundo de la escultura y el arte.

En la actualidad, Rodin es reverenciado por doquier. Por eso, en 2017, al menos diez exhibiciones, en París, Nueva York, Sídney, Berlín, México y otras, celebran su obra, sus métodos y su memoria. Este año el gobierno francés le dedicó una moneda conmemorativa de 2 euros y una estampilla para simbolizar las actividades que se prepararon en el centenario de su muerte. En el Grand Palais de París tiene lugar la exhibición más grande, Rodin, l’exposition du Centenaire au Grand Palais, con más de 200 piezas de escultura, dibujo y fotografía, que se extiende hasta el 31 de julio.

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No es para menos. Muchos consideran a Rodin el padre de la escultura moderna, pues rompió cánones que rigieron por siglos esa expresión artística. Donde antes reinaban reglas estrictas que obligaban a presentar productos terminados y completos, Rodin osó fragmentar sus esculturas, los modelos, y creó obras mágicamente inconclusas. Además, adoptó esta manera de proceder como método, acuñando el nonfinito de Rodin, que inspiró a artistas de la talla de Pablo Picasso, Alberto Giacometti, Henry Moore, y todavía impacta a jóvenes generaciones.

Sobre ese legado, Moore aseguró en una entrevista en 1970 al diario The Guardian: “Es tan universal en sus fragmentos como en sus grandes obras porque entendía el cuerpo humano. En ese hecho yace la grandeza de Rodin. Podía identificarse tanto -y sentir tan a fondo- el cuerpo. Creía que era la base de toda escultura, pero fuera de él lograba increíbles ritmos esculturales. Todos sus comentarios sobre la escultura, además, abordan las reacciones físicas a la misma”.

Moldear una vida

Rodin nació en 1840, en un barrio de clase media baja en París. De niño era tímido y mal estudiante, aunque su miopía, diagnosticada tardíamente, pudo influir en ese hecho. A los 11 años, un tío suyo descubrió su gusto por dibujar, y si bien su padre luchó contra esa vocación, finalmente lo enroló en la Petite École. Allá Rodin adoptó la escultura como idioma. De adolescente superó el rechazo de la academia de bellas artes y en su adultez forjó una carrera a pesar de vivir en condiciones económicas complicadas. En algunas de sus cartas aseguró: “Hasta los 50 años viví todas las penurias de la pobreza”.

Muertes, viajes y amores marcaron su vida. Cuando tenía 22 años, su hermana María falleció y la pérdida lo sumió en una depresión tan profunda que dejó todo atrás. Entró de novicio al convento de los padres del Très-Saint-Sacrement, donde duró poco menos de un año. El padre Emayrd dirigía el lugar, y reconoció sus virtudes. Por eso lo instó a retomar el arte. Rodin hizo caso, y salió para afianzar una ruta artística que solo detuvo su muerte en 1917.

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En 1864, a los 24 años, conoció a Rose Beuret, quien modeló para él y lo acompañó por el resto de sus días, aunque sufrió las numerosas infidelidades del artista. Ese año también retomó de lleno su curso de escultor. Trabajó con Albert-Ernest Carrier-Belleuse en París, y desde allá estableció su producción. Comenzó con él La máscara del hombre de la nariz rota, una obra que generó alboroto inmediato en 1865 pues rompía radicalmente con la estética dominante. Lejos del rostro lozano y pulido de un personaje conocido, la obra se destacó por sus facciones accidentadas y rugosas que presentaban una expresión atormentada y llena de vida a la vez. Rainer María Rilke, crítico, escritor y amigo de Rodin, relató que cuando hizo la pieza tenía al frente a un hombre sereno (su vecino), pero al ir explorando las líneas de su rostro, se encontró con un mundo de caos y movimiento. No retrató la gracia y perfección, sí la vida.

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A sus 36 años, Rodin emprendió un viaje a Roma que resultó esencial. Allá se volvió a enamorar de Miguel Ángel (de niño un libro lo había asombrado), y tomó elementos del renacentista. Para Véronique Mattiussi, responsable del patrimonio histórico del Musée Rodin, “las figuras atormentadas en sus posturas sumaron a su vocabulario. En ese tiempo buscaba los fundamentos de su estética y ese encuentro con Miguel Ángel fue clave, le dio una voz y confirmó su intuición”. Cuando el parisino presentó La edad de bronce, la crítica lo acusó de haber hecho el molde de un cuerpo. Por esto, planteó a mayor escala su trabajo siguiente, San Juan Bautista Predicando, y acalló a los incrédulos. Entre 1880 y 1882 presentó El pensador y El beso, dos de sus obras más famosas, que como la mayoría de su arte recibieron al comienzo una dosis de rechazo que no presagiaba la admiración que suscitarían después.

Beuret fue su modelo, le dio un hijo y se casó con él pocos meses antes de su muerte, pero sufrió muchísimo. Especialmente desde que Rodin conoció a Camille Claudel en 1882, cuando a sus 43 años el artista buscaba asistentes. Claudel, de 19, era una escultora excepcional, y con el tiempo se convirtió en modelo, amante, musa y colaboradora de Rodin. Llegó a encargarse de las piezas más sensibles de la obra del maestro, como las manos y pies de los personajes de La puerta del infierno. La historia tuvo un final triste. Claudel le dio un ultimátum, le exigió exclusividad, pero Rodin no se separó de Beuret y rompieron en 1889. El quiebre dejó a todos los involucrados profundamente afectados.

Muchos matices quedan por discutir de la vida y la obra de Rodin: su enfoque progresivamente erótico, la producción masiva en su taller, las acusaciones de comercializador y serializador del arte, su pasión tardía por el dibujo y la fotografía. Todo parte de un legado tan importante que 100 años después es cada vez más relevante.