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Cae el telón

A los 85 años muere Pedro Vargas, uno de los grandes de la música del continente.

4 de diciembre de 1989

Pedro Vargas llegó hasta la recepción del hotel en Montería. La joven lo saludó reconociéndolo, le entregó la llave de la habitación pero lo advirtió que no había agua, que la ciudad estaba sometida a una sequía tremenda por daño en el acueducto. Robusto y sonriente le dijo que no se preocupara y al día siguiente con su totuma, su jabón y su toalla se fue hasta el río junto a otros huéspedes, campesinos y pescadores.
Lo esperaron inútilmente a almorzar porque no apareció. Por la tarde, alarmados, lo buscaron. Lo encontraron cantando, tomando ron, comiendo pescado y contando chistes con los compañeros de baño. Muchos años después, en sus Memorias, recordaría esa estancia en Montería como una de las más gratas de su larga vida.
Así era Pedro Vargas, considerado el mejor cantante latinoamericano de todos los tiempos, intérprete de la canciones lánguidas y nostálgicas de Agustín Lara, torero fracasado, médico frustrado y con un sentido estupendo del humor, especialmente para burlarse de sí mismo y de la fama que arrastraba a todas partes como el zarape de colores que a veces lucía él en sus conciertos. Nacido en la ciudad mexicana de San Miguel de Allende en 1904, a los 4 años ya cantaba en el coro de la iglesia, y como era el segundo de los trece hijos, vigilado de cerca por los celosos padres, para quienes el carácter tímido y solitario del niño sólo significaba una cosa: sacerdocio. Para que fuera entrenándose entró de monaguillo y recibió las primeras lecciones musicales del organista, un ciego llamado Antonio Leza.
La música lo perseguía, los feligreses buscaban ir a misa cuando el muchacho cantaba en el coro y a los 13 años, empujado por sus maestros, entró a estudiar canto y piano en el conservatorio. Comenzaba la leyenda.
Y la leyenda cobró forma en este hombre con apariencia de japonés, a quien algunos apodaban "El Samurai", y él mismo, para no contradecirlos, aparecía a veces con un kimono que realmente había conseguido en Tokio. Y la leyenda jugaba también con su fisonomía indígena y Vargas reproduce una muestra de lo que significaba para los mexicanos: en una ocasión iba con Agustín Lara en automóvil por una carretera en busca de una población llamada EL Indio. Se perdieron, iban a llegar tarde al concierto y entonces divisaron un campesino que caminaba por la orilla de la carretera y Vargas disminuyó la marcha y le preguntó:
--¿Me falta mucho para llegar a Indio?
--La pluma no más, don Pedro.
Tanteó inicialmente con la música clásica y muchos en México recuerdan aún su aparición en "Caballería rusticana", de Pietro Mascagni. Lo hizo bien, pero sentía que algo no marchaba. Entonces regresó a la música popular a su manera y no tuvo que pensarlo más. Había encontrado su camino y se convirtió, a los 18 años, en un ídolo para siempre.
Este hombre, quien murió el lunes pasado a los 85 años, que vivió intensamente, a los 24 realizó su primera gira por Estados Unidos.
En sus Memorias recuerda emocionado cómo a los 21 años recibía un sueldo estupendo... diez dólares diarios. Un empresario de Chicago que lo escuchó le propuso grabar su primer disco y firmó contrato con la casa RCA, un contrato que estaba vigente al momento de morir.
Famoso también por su sentido de la tacañería y el ahorro, Pedro Vargas cruzó su camino con otra leyenda latinoamericana, Agustín Lara, y aunque algunos prefieren a Lara interpretando a Lara, también millones de melómanos se quedan con las versiones que Pedro Vargas hace de temas ya míticos como "Mujer", "Noche de Ronda" o "María Bonita". Curiosamente esas son las tres canciones que siempre aparecieron en sus conciertos aunque cuando le preguntaban cuál de los temas de Lara prefería, se ponía a cantar, a murmurar con su voz potente: "Solamente una vez, amé en la vida... Solamente una vez" y se quedaba callado.
La unión de los temas creados por Lara y cantados por Vargas produjo uno de los momentos más románticos y espléndidos de la canción latinoamericana. En los años treinta y cuarenta se coinvirtió en "El Tenor de las Américas", recorrió todo el continente, dio conciertos, besó niños, cenó con presidentes, viajó en aviones pequeños, trenes largos y hasta en globos aerostáticos para desmayo de las señoras que lo adoraban.
La llamada "Edad de oro de la música mexicana" encontró en Lara y Vargas a sus mejores exponentes. No sólo grababa discos, no sólo llenaba teatros y plazas de toros, no sólo agotaba boletería y venía a Montería a bañarse en el río mientras comía pescado y bebía ron blanco, también actuaba en numerosas películas al lado de las grandes estrellas del momento, como Jorge Negrete, Pedro Infante, María Félix y Toña la Negra.
Estuvo en varias oportunidades en Colombia. Hizo muchas amistades, con quienes siempre era afectuoso. En los años treinta estuvo en Bogotá inaugurando la cadena radial "Crosto", en 1957 estuvo en España,Francia e Italia, donde enloqueció a las mujeres con su apariencia de indio fornido y salvaje. Apariencia porque era muy galante y llenaba a las señoras de flores, besos y chocolates.
Uno de los momentos más importantes de su carrera ocurrió en el mítico escenario del Carnegie Hall, en Nueva York, cuando la RCA organizó un homenaje por sus primeros cuarenta años de labores: era uno de los primeros artistas latinoamericanos que ocupaba ese escenario y más tarde repetiría la hazaña en la arena del Madison Square Garden. La leyenda seguía creciendo.
Varios años después la OEA le rindió un homenaje gigantesco con ocasión de sus cincuenta años artísticos y existe un disco que recoge ese emocionante momento, porque ahí estaban otros grandes de la canción.
Amigo de los más grandes artistas de este siglo, invitado a la Casa Blanca para cantar ante los presidentes, generoso con los cantantes jóvenes, grabó también con estrellas contemporáneas como Julio Iglesias y José Luis Rodríguez. Ganador de numerosos premios internacionales, uno de los galardones que más lo emocionaba era la Orden de Isabel la Católica otorgada por el rey Juan Carlos.
Al morir, llevaba dos años encerrado en su casa, rodeado por su mujer, Teresa, los cuatro hijos y los siete nietos.
"Mi primera noche", "Noche de ronda", "Solamente una vez", "Soy puro mexicano", "Granada", "Un mundo raro", "Gracias a la vida", "Mujer", "María Bonita" y miles de canciones más, cantadas a su manera, cerrando un poco los ojos, incansable, con su smoking o su vestido de charro, paciente, sabiendo que ese era su mundo, el de la música un mundo que le pertenecía desde los 4 años, cuando cantaba en el coro de la iglesia y no decía, todavía al finalizar sus presentaciones, "Muy agradecido, muy agradecido, muy agradecido"...
Ahí queda la leyenda, intacta, emocionante, cálida como los napales de su tierra de San Miguel de Allende.