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El club de los fotógrafos malditos

El incidente en el que João Silva perdió parte de las piernas en Afganistán es la última de una serie de desgracias que ha sufrido el Club del Bang-Bang, un grupo de cuatro fotógrafos de guerra reconocidos por su valentía.

6 de noviembre de 2010

El fotógrafo João Silva pensaba desde hacía un tiempo dejar su trabajo como corresponsal de guerra del diario The New York Times. Tras más de 25 años de reportería gráfica, este avezado portugués radicado desde muy pequeño en Sudáfrica repetía a sus amigos que se acercaba la hora de pasar más tiempo con sus hijos, pasear en su moto y alejarse de las bombas y de las balas. "Definitivamente no quiero que me hieran. Definitivamente no quiero morir -dijo en una entrevista en diciembre pasado-. Pero he visto a tanta gente caer que no descarto el hecho de que mi turno llegue algún día". Su turno llegó hace una semana, cuando pisó una mina en la provincia afgana de Kandahar que le quitó la parte inferior de las piernas.

¿Por qué no renunció antes? "En parte porque era adicto a su trabajo, en parte porque sentía que tenía la responsabilidad de mostrar al mundo la realidad y en parte porque vivía de eso, y las oportunidades para los fotoperiodistas cada vez son menos", comentó a SEMANA Greg Marinovich, su amigo íntimo y compañero en el Club del Bang-Bang: ese grupo de cuatro temerarios fotógrafos cuyo destino ha estado marcado por los triunfos profesionales y por las tragedias personales. Silva y Marinovich son los dos únicos sobrevivientes del clan que cubrió como nadie los últimos años del apartheid, el sistema de segregación racial que discriminó a la mayoría negra sudafricana entre 1948 y 1994. Los otros dos miembros, Ken Oosterbroek y Kevin Carter, murieron en 1994, durante el proceso democrático que llevó a Nelson Mandela a la Presidencia. A Oosterbroek lo alcanzó la bala de un soldado de un cuerpo de paz en abril; Carter se suicidó tres meses después.

El Club como tal nunca existió. 'Bang-bang' era la expresión con la que los periodistas sudafricanos se referían a las continuas balaceras callejeras que debían presenciar. "El bang- bang hoy estuvo muy fuerte" o "necesito un trago porque vengo del bang-bang" eran frases típicas en las salas de redacción. El término se afianzó cuando la revista Living publicó un artículo sobre los fotógrafos más valientes del momento que tituló Los paparazzis del bang-bang. Como algunos de los protagonistas sintieron que la palabra paparazzi aminoraba su imagen de reporteros de guerra, los empezaron a llamar club. Al principio cualquier fotoperiodista del conflicto hacía parte de este, pero con el tiempo se redujo a los cuatro más populares. De hecho, Marinovich y Silva publicaron un libro con sus experiencias que titularon El Club del Bang-Bang.

El cuarteto compartía una pasión desbordada por la fotografía y creía que a través de ella podía aportar algo a su país. Carter, tal vez el más rebelde de todos, creció en un suburbio para blancos de Johannesburgo. Más de una vez contó que enfurecía cuando sus padres, "católicos y liberales", como los describía, callaban al ver que la policía maltrataba a los negros que vivían ilegalmente en su barrio. Oosterbroek, Marinovich y Silva también fueron criados con las injusticias de la época y vieron en la fotografía su forma de protestar.

Nunca paraban de disparar el obturador. Cuando Oosterbroek recibió el impacto que lo mató, Silva lo fotografió varias veces. También retrató a Marinovich herido de bala en el pecho. Aunque ha asegurado en más de una ocasión que se arrepiente de haberlo hecho, también ha afirmado que lo hizo porque a su amigo Ken le hubiera gustado verse en ese momento. Según cuenta su editor en The New York Times, Silva siguió tomando fotos incluso después de pisar la mina: "Es un artista del conflicto", reza el memorando que envió a todos los trabajadores del periódico.

"Vivir en medio del peligro era como una droga para ellos -dijo a esta revista Dan Krauss, director del documental La muerte de Kevin Carter, nominado al Óscar-. Esperaban que se acabara el 'apartheid' mientras tomaban fotos que cambiaban su vida y la de los sudafricanos. Por un lado, buscaban satisfacción personal y, por otro, perseguían algo más grande que ellos mismos". Krauss fue fotógrafo de prensa durante casi diez años y Carter era uno de sus ídolos. Por eso decidió explorar su personalidad, que considera "demasiado sensible" para alguien que debía lidiar en su día a día con matanzas, torturas y violaciones.

La foto más famosa de Carter es la de una niña sudanesa que, víctima de una desnutrición evidente, descansa en un peladero mientras la acecha un buitre. La imagen recibió en 1994 el codiciado Premio Pulitzer. El fotógrafo, de 33 años, fue entonces acusado de inhumano por haber tomado la imagen en vez de ayudar a la pequeña. Lo llamaron descorazonado, depredador y lo compararon con el ave de rapiña. El día que fue publicada, The New York Times recibió cientos de cartas de gente que quería saber qué había pasado con ella. En un hecho

inusual, el periódico respondió con una nota en la que explicaba que la chica se había alejado del lugar caminando, pero que no conocía su destino final.

Días después de recibir el galardón, Carter parqueó su camioneta frente al río donde solía jugar cuando niño, pegó el extremo de una manguera al exosto y metió la otra punta por la ventanilla del copiloto. Se puso el walkman, apoyó la cabeza en un saco de dormir y murió envenenado por monóxido de carbono. "Estoy deprimido… Sin teléfono… dinero para la renta… dinero para mantener a mi hija… dinero para pagar las deudas… ¡dinero! -escribió en su carta de despedida-. Estoy embrujado por las vívidas memorias de matanzas y cuerpos y rabia y dolor…"

"No creo que se haya suicidado solamente por la foto -opina Krauss-. Ken, su mejor amigo, había muerto poco antes en acción y él no había estado ahí para ayudarlo, pues había ido ese día a responder una entrevista por el Pulitzer; el 'apartheid' acababa y eso de cierta forma culminaba su misión; además estaban las acusaciones de que era un tipo sin compasión...". Philippa Garson, periodista sudafricana que trabajó con Carter en el diario Mail & Guardian, contó a SEMANA que lo vio desesperado la última vez que fue a su oficina. "Me contó que su vida era un desastre, consumía pipa blanca, una droga muy fuerte que te pone como estúpido, zombi. Le recomendé que fuera a un psicólogo y le di el teléfono. Siempre pensó que el premio que le dieron a él lo merecía Ken y que él merecía la bala".

Lo cierto es que el día que Oosterbroek falleció cambió por completo el destino del Club. No solo porque era el más admirado del grupo, sino porque muchos cuestionaron que arriesgaran su vida por una foto, y que prefirieran capturar una imagen antes que ayudar a la gente. "Tratas de mantener el riesgo al mínimo y las fotos al máximo -reflexiona Marinovich, quien recibió un Premio Pulitzer en 1991 por la fotografía de un hombre que fue quemado vivo-. Ayudamos muchas veces a la gente sin preocuparnos por las fotos. A veces se puede hacer las dos cosas: en un segundo puedes disparar docenas de imágenes y después, ayudar".

Según los reportes médicos, Silva, de 44 años, evoluciona favorablemente en un hospital alemán. Y aunque algunos de sus amigos y seguidores creen que llegó el final forzoso de su carrera, otros están seguros de que lo verán en unos años, con prótesis en las piernas, tomando fotos en la línea de fuego.